LOS CONDENADOS

"Los condenados" es el intento de diseñar, a modo de experimentación, un western criollo manteniendo al mismo tiempo las características principales del género y la verosimilitud cultural e histórica descriptas por los cronistas de la época, sin dejar por ello de ubicarnos en el terreno de la pura ficción.

El guión fué escrito por Miguel Mirra y Guillermo Fernández Morán.

Aclaración:
Por una cuestión de configuración original del blogger (fuera de nuestro alcance), en el siguiente guión no aparece la sangría correspondiente a los diálogos de los personajes.
El diseñador del Blog

GUION DE LOS CONDENADOS

Abre de negro.

Dos campesinos vascos, uno viejo y otro más joven, trabajan la tierra. El viejo se para, se seca el sudor con un pañuelo y mira el campo a la distancia. Por detrás de una loma aparece un grupo de cuatro jinetes. El viejo le grita al joven, en vasco, y salen corriendo a buscar un fusil de chispa y un revólver que tienen cerca, entre los pastos.
Los jinetes vienen al galope. El viejo apunta con el fusil y tira sin dar en el blanco. El grupo ya está cerca. El joven suelta el revólver y corre asustado. Los jinetes llegan hasta ellos. A la pasada, matan al viejo de un disparo y van hacia el joven que es¬capa. El joven tropieza; cae en el suelo y los mira acercarse, suplicante. Los cuatro hombres no dudan: lo acribillan a balazos.

Por un campo de lomas bajas con alguna quebrada a pico, va una patrulla del ejército, al galope. Se detiene bruscamente a la or¬den de su capitán quién ordena a un soldado que se adelante a ex¬plorar. Rápidamente, el soldado desmonta y va hacia una loma. El capitán observa inquieto en todas direcciones. El soldado llega a lo alto de la loma, mira detenidamente y luego hace señas de avanzar.
La patrulla avanza al paso por un cañadón. El soldado explorador abre la marcha.
No me gusta, López -le dice el capitán a un sargento que cabalga a su lado.
Luego mira hacia la parte superior de la paredes del cañadón, inquieto. El sargento saca su revólver. El capitán lo imita.
Inmediatamente empiezan a sonar disparos a su frente. El primero que cae es el explorador. Varios tiradores, emboscados tras las piedras de ambos lados del cañadón, se asoman y les disparan. Otro soldado es alcanzado por las balas. El capitán ordena la retirada, pero empiezan a tirarles desde atrás.
¡Es una trampa! grita el capitán.
Antes de poder reaccionar, cae muerto el sargento.
El capitán ordena desmontar pero en el momento que él lo hace es herido por un disparo que lo derriba.
Luego van cayendo todos los demás, uno a uno, acribillados a balazos.

Silencio. El cañadon está cubierto de cadáveres.
El capitán está tirado, sangrando, con el revólver en la mano.
Un par de piernas calzadas con botas altas se acercan y se paran muy cerca de él. Los pantalones son verdes bordados en oro. A un lado cuelga un sable.
E muito perigoroso, a gente nao pode se meter com istos -se escucha de su voz.
Otro par de piernas se acercan; el hombre lleva botas de potro. Se para al lado del anterior y se justifica,
Era cosa de darles un susto nomás; para que se dejaran de joder y no vinieran más a husmear.
Se hace un silencio. La misma voz continúa:
-La gente se me desbocó y cuando quise sofrenarlos, ya era tarde; los habían bajado a todos.
Algum escapou? pregunta el otro.
Están todos bien finaditos.
-Deixe botada alguma lanza india aí -le ordena.
Da media vuelta y se va. Luego de un instante, el otro lo sigue.
Cuando el sonido de los pasos se pierde, el capitán abre los ojos.

Un indio, de aspecto civilizado, con botas, pantalones rectos, chaqueta corta y sombrero a la espalda, parece observarlo a la distancia. De pronto mira hacia
atrás y, a lo lejos, ve una columna de humo. Corre desesperado a buscar el caballo. Monta a la carrera y sale al galope.






El indio cabalga desenfrenado a campo traviesa. Sube una loma y de pronto se para. Desmonta lentamente, camina unos pasos y mira hacia abajo, desolado.

Los pies del indio caminan entre cueros y maderas quemadas. Llega a un corral. La tranquera está abierta y el corral vacío. Escucha un gemido. Corre. Entra a un galpón. Hay dos cuerpos degollados y una vieja india agonizando. El indio se arrodilla ante la anciana y le levanta la cabeza que chorrea sangre.
Se las llevaron a las dos, patrón murmura la mujer y queda inmóvil con los ojos abier¬tos.

El indio sale afuera y mira a su alrededor con furiosa impoten¬cia. Con los dientes apretados va hacia un abrevadero donde en¬cuentra el cuerpo de un jovencito blanco con sangre fresca en la camisa agujereada por un balazo. Tiene un pistolón aferrado en la mano que cuelga, inerte.

En el campo soleado hay varias tumbas recientes. El indio planta una cruz en una de ellas. En las otras, hay lanzas.

Atardece. El indio, a caballo, se aleja hasta desaparecer tras el filo de una loma.



Las luces del poniente se van confundiendo lentamente con los primeros rayos de sol del nuevo día.

Amanece en un fuerte de la frontera. Varios hombres uniformados, y alguna mujer, corren alarmados hacia el playón, donde llega una volanta. El postillón frena los caballos y baja de un salto.
Lo encontré como a diez leguas le dice al centinela que se acerca a la carrera y abre la portezuela.
Acostado sobre el piso de la volanta está el cuerpo del capitán. Tiene una herida en el costado y está inconsciente. Un alférez muy joven llega corriendo y empuja nerviosamente a los soldados que se han arremolinado rodeando la volanta.
¡Vamos! ¿Qué esperan? ¡Sáquenlo de ahí! les grita, evidenciando que la situación lo supera.
Rápidamente, dos soldados bajan el cuerpo. Otros los rodean. Una mujer intenta abrirse paso entre los hombres atareados.
¿Dónde están los demás? ¡¿Qué pasó con los otros?! grita.
Un soldado reacciona e intenta apartarla, pero ella forcejea hasta ponerse cara a cara con el capitán desvanecido. Lo toma de las solapas de la guerrera ensangrentada y trata de incorporarlo.
¿Dónde está López? le pregunta furiosa.
El hombre apenas abre los ojos y emite un gemido de dolor. La mujer esta fuera de sí.
¡¿Dónde está el Sargento López ?! vuelve a gritarle.
El alférez interviene tajante:
Saquen a esa mujer de acá.
Dos soldados la toman de los brazos y la sacan a la rastra. La mujer se resiste.
Déjelo en paz. ¿No ve que se está desangrando? -trata de explicarle el alférez, algo enojado.
Mientras la alejan, la mujer alcanza a gritarle al capitan:
¡¿Qué hiciste con López?!
Bajo la supervisión del alférez, acomodan al capitan en el piso de una galería del fuerte. Nervioso, le dice a un sargento veterano:
Hay que llevarlo urgente a Buenos Aires.

Una mano robusta agita, en la noche, un farol a aceite. El río llega manso a la playa iluminada por la luna. La minúscula figura de un hombre hace pendular un punto de luz que se destaca en la negrura.
La rompiente de una pequeña ola y un último golpe de remo traen un bote del que salta otro hombre. Queda con el agua hasta las rodillas, mientras el botero le alcanza una pequeña valija. El recién llegado toma la valija, se despide del botero con un gesto corto y ayuda a zafar el bote de la arena. Mira un instante hacia el bote que se aleja perdiéndose en la noche y después, pegando media vuelta, avanza hacia tierra firme con decisión. Ambos se encuentran y se saludan besándose en ambas mejillas.

El del farol es alto, fornido, y viste ropas de marino. Sus ges¬tos son rústicos y directos. El otro es bajo y enjuto. Viste traje marrón con chaleco, sombrero hongo y capote al tono. Tiene modales precisos y mirada astuta. El recién llegado comienza a caminar tomando al otro del brazo.
C,a fait longtemps quón ne travaillat plus ensemble, eh copain le dice. ¿Cómo está Buenos Aires? -agrega con acento francés.
-Bella, como siempre -le contesta el otro también con acento.

Los dos hombres van dialogando, mientras caminan por una oscura callejuela de Buenos Aires. Los murmullos de la noche apagan sus voces. Se acrecientan los sonidos de una taberna.

En el interior de la taberna, un hombre rudo, armado, apoya las manos sobre una mesa.
Ni lo piense. ¿A Laguna Amarga...? Cuando me quiera hacer matar, voy dice tajante.
Sin más, se da vuelta y se va. En la mesa quedan los dos hombres de la playa. El marino, con un vaso en la mano, mira al otro.
Te lo dije, Clarmont -le dice con fuerte acento francés.
Bebe de su vaso.
Ni la peor ralea se va a animar a tanto -concluye.
Casi en la puerta de la taberna, otro hombre cruza un par de palabras con el que se acaba de ir mientras mira hacia Clarmont y el marino. Luego asiente como dándose por enterado y se dirige resueltamente hacia la mesa. Es bastante robusto y de aspecto criminal. Lleva una faca que le asoma del cinto.
Ustedes precisan gente para ir a Laguna Amarga les dice con un vozarrón estridente.
Su mirada se pasea de uno a otro, como apurándolos. Clarmont lo mira, con calma.
Yo, para ser precisos le responde Clarmont, en perfecto castellano, sólo con un dejo francés. Y le agradecería que no levante tanto la voz agrega inmediatamente.
El hombre se queda algo desconcertado.
¿Cuánta es la paga? pregunta bajando un poco el tono.
Clarmont empuja un papelito hacia adelante. El hombre baja la vista y lee con dificultad. Chasquea los labios y levantando la mirada se dirige a Clarmont.
El doble o nada. La comida a cargo suyo.
Concedido. Teniendo en cuenta que parece usted un elemento útil...-le responde Clarmont.
El hombre esboza una sonrisa, entre soberbio y satisfecho.
...siempre y cuando se haga cargo de conseguir cabal¬gaduras. No es mi especialidad -agrega.
El hombre hace un rictus contrariado, pero la mirada de Clarmont es firme.
¿Y cuántos vamos? pregunta.
Usted y yo. Con gente corajuda, no necesitamos más -le contesta Clarmont midiéndolo.
El hombre se muestra ahora algo perplejo.
Si estamos de acuerdo le dice Clarmont concluyendo, lo espero mañana al alba en este mismo sitio. La mitad antes de partir, el resto si regresamos vivos. Ah, y procure arreglar sus asuntos...el viaje es largo.
El tipo, que ha ido juntando bronca, lo mira de arriba a abajo con desprecio y le dice como escupiéndolo:
¿Y vos te creés que voy a ir a meterme desierto adentro solo, con un mariquita como vos, y encima tengo que poner los caballos? ¿Sabes quién te va a dar caballos...?
Saca la faca y se la apunta a la cara.
Esta.
Clarmont mira la faca y luego al marino, que observa atento la situación.
Española le explica Clarmont. Acero de Toledo.
Se vuelve hacia el hombretón con paciencia.
Mi estimado amigo le dice, acaba usted de demostrarme que carece de las características requeridas para la operación que voy a emprender. Es sin duda por su infinita imbecilidad que ni siquiera se ha percatado desde cuando comencé a apuntarle.
El hombre se enfurece un segundo, luego busca las manos de Clar¬mont. Están bajo la mesa. El hombre hace una mueca de in¬credulidad. Lo mira al marinero interrogante. El marinero, son¬riendo, le hace un doble gesto afirmativo con la cabeza.



El hombre parece resignado a retirarse, pero de pronto reacciona largándole una estocada a Clarmont.
El balazo desde abajo de la mesa lo atraviesa empujándolo hacia atrás y queda tendido en el piso con un boquete en el pecho.
El agujero en la tapa de la mesa humea.
Clarmont se pone de pie ante la admiración del marino y el atónito silencio general y mira despreciativamente al hombre.
Está despedido dice en voz alta, para que escuchen los demás.
Luego mira al marino y haciéndole un gesto despectivo hacia los otros empieza a salir.
Ya no quedan hombres por acá dice meneando la cabeza.

El indio abre un cuero y entra al interior de una tienda india, un toldo. El fuego está encendido y el humo escapa por el agujero que oficia de chimenea, pero invade el interior.
Entre el humo, se vislumbra la figura de un anciano indio fumando un gran cigarro armado. El anciano habla sin levantar la vista.
Maquinchao... dice reconociéndolo, sin sorpresa.
El indio avanza y se sienta familiarmente frente al anciano.
Tenés más caballos le dice con tono adulador.
El viejo sonríe para sí y sin cambiar de actitud le responde en mapuche.
Estás en tu casa.
El indio Maquinchao marca la repetición en castellano de la misma frase que ya dijo¬.
Tenés más caballos.
El anciano sonríe aceptando.
Estás en tu casa le dice, entonces, en castellano.

Amanece. El viejo camina junto a un grupo de túmulos coronados cada uno por una lanza. Llega hasta cerca de Maquinchao que está acuclillado y pensativo observando una de esas tumbas y se lo queda mirando. Así están un momento. Al fin el viejo avanza unos pasos y se para detrás de Maquinchao en silencio. Maquinchao gira la mirada por sobre su hombro hacia el anciano.
Permiso no tenés le dice el viejo. Pero acá todos somos hombres libres.
Maquinchao se levanta, lo saluda con la mirada y gira para irse. El viejo lo llama:
¡Maquinchao!
Maquinchao se da vuelta. El viejo, con tristeza e ironía, mira hacia las tumbas.
¿Qué vas a preferir? le pregunta. ¿Cruz o lanza?
Maquinchao lo piensa un instante. No le contesta. Monta.
A la vuelta le contesto le dice al tiempo que espolea su caballo.

En el interior de una sala del hospital militar, con un vaso de agua en la mano, una joven de tipo aristocrático llega hasta la cama donde descansa semirrepuesto el Capitán Fons. Deja el vaso en la mesa de luz y, muy solícita, le acomoda las almohadas. El oficial le sonríe. Un asistente entra.
¿Capitán Ignacio Fons? dice entre preguntando y anun¬ciando.
Tiene recomendado reposo se apresura ella a con¬testar.
El asistente la ignora y mira al capitán.
Tiene visitas le dice.
Fons arquea las cejas, inquiriéndolo.
Un francés le informa el asistente encogiéndose de hombros.
El Capitán Fons le hace un gesto afirmativo. El asistente acepta con la cabeza, junta los talones, gira y sale.
La joven va a decirle algo al capitán, pero él, con elegancia, le hace un ademán gentil para que se aparte y los deje solos.
Clarmont entra sombrero en mano. La joven se cruza con él y va hacia un extremo de la sala. Allí se pone a acomodar unas rosas en un florero mientras observa con curiosidad hacia donde Fons habla con el francés.

Un mayor del ejército, de unos treinta años, con gesto seco, abre un gran cortinado. Mientras pasea su mirada hacia afuera escucha a sus espaldas una voz grave.
Gracias, Mayor. Venga, siéntese por favor.
El despacho es amplio, sobrio y elegante. El mayor avanza ner¬viosamente hacia el escritorio con una carpeta en la mano.

Un coronel está sentado con los codos apoyados sobre la tapa del escritorio y las puntas de sus dedos en las sienes. Tiene los ojos cerrados. El mayor coloca la carpeta sobre el escritorio. El coronel no le presta atención. El mayor la empuja un poco más hacia el coronel que levanta la vista.
No se preocupe, Mayor le dice en tono amable.
El mayor se sienta y señala la carpeta.
Es que lo que dice no tiene ningún sentido, mi coronel. Esa historia que cuenta...
Tenga paciencia lo corta el coronel. Tres semanas de campaña, dos días arrastrándose por el campo más muerto que vivo...
El coronel se queda un momento pensativo, saca un cigarro de una caja y se lo lleva a la boca.
Perdió mucha sangre concluye.
Y toda la tropa agrega el mayor, sarcástico.
El coronel acerca un fósforo y chupa el cigarro, encendiéndolo.
Gracias, Mayor le dice dando por concluída la conversación. Buenas tardes.
El mayor se pone de pie, incómodo.
A sus órdenes le dice al coronel y gira para salir.
Mayor Ibáñez... lo llama el coronel.
El mayor vuelve a girar dando frente al coronel y se queda en posición de firmes.
El Capitán Fons fue ascendido en Boquerón y con¬decorado en Curupaytí le dice tajante el coronel. Fue destinado a la frontera por sus virtudes, no por sus defectos, Mayor. No creo que sea merecedor de ese sarcasmo.
El mayor se queda mudo. Luego se recompone y asiente en silencio con un gesto.
Puede retirarse lo despide el coronel.
El mayor golpea los talones y se retira.
El coronel arroja el humo de su cigarro. Luego se queda pensativo hasta que oye la puerta que se cierra.

En el hospital, Clarmont tiende su mano para estrechar la de Fons, despidiéndose. Fons en vez de corresponderle lleva sus manos bajo la nuca.
¿Con quién tuve el gusto? pregunta Fons despectivo.
René Clarmont contesta el francés recogiendo la mano extendida que ha quedado en el aire. Ya sabe donde encontrarme agrega.
Si. En la otra vida... le dice Fons.
¿Piensa irse al infierno? le pregunta Clarmont, irónico.
Fons no le contesta y cierra los ojos. Clarmont lo mira un momento esperando una respuesta que no llega; entonces se da vuelta haciendo un ademán de burla y se retira. Fons abre los ojos y lo deja irse.
A un par de pasos, la joven se cruza nuevamente con Clarmont que la saluda con gentil caballerosidad. Ella llega junto a Fons.
¿Ese caballero, quién es? le pregunta.
Un profesional le contesta Fons con desgano.
Ella lo mira dubitativa.
¿Médico? insiste ella.
Fons cierra los ojos y cambia de tema.
¿Como me dijiste que estaba tu padre?
Bien le contesta ella. Después de todo parece que no lo envían como agregado al Brasil.

El Capitán Fons, ya repuesto, y de impecable uniforme, camina por una calle de Buenos Aires, paladeando la ciudad soleada. Dobla una esquina y baja una pendiente aspirando la brisa que llega desde el Río de la Plata que se extiende a su frente.







El coronel se pone de pie y da la vuelta alrededor de su escritorio. Llega hasta Fons, que, rígido en la posición de firmes, espera con la vista fija.
El coronel le pone una mano en el hombro y le ofrece la otra, con una sonrisa entre cordial y cómplice. Fons se afloja y se pone al tono. El coronel le señala la silla y, mientras Fons se sienta, toma dos cigarros de una caja.
La estrategia eficaz se compone, en la práctica, los que somos veteranos lo sabemos le dice señalando hacia sí mismo y hacia Fons, no tanto de la aplicación de grandes principios, sino, ¿cómo diríamos?...de la suma de una correcta planifica¬ción en la aplicación de tácticas menores.
Fons lo escucha algo intrigado. El coronel hace una pausa y le ofrece un cigarro. Fons lo rechaza con un leve movimiento de cabeza. El coronel deja ese cigarro sobre la mesa y enciende el suyo.
La astucia continúa, oportunamente aplicada, vale más que todos los manuales de estrategia. ¿O vos no viste a los paraguayos en Curupaytí?
Fons lo mira. El coronel pita el cigarro mientras piensa un momento. Luego cambia de tono.
Vas a tener que presentar un informe escrito le dice secamente. Eso también hay que manejarlo con estrategia agrega, aflojando algo el tono.
Fons, comprendiendo a donde va el Coronel, empieza a ponerse algo rígido. El coronel sigue como si nada.
Tenés que pensar muy bien lo que vas a poner ahí lo aconseja.
Fons lo mira serio.
Lo que vos contaste es muy poco creíble le dice el coronel amigablemente.
Fons, imperceptiblemente al principio, empieza a ponerse de pie, algo rígido.
Puede sonar a justificación indebida continúa. Es posible que eso agrave tu situación ya bastante complicada. Un acto de temeridad grave....
En ese momento entra el Mayor Ibáñez y se acerca a ambos con gesto serio. Le da la mano a Fons y mira al coronel como pidiendo tácitamente autorización. El coronel asiente. El mayor se dirige a Fons mientras le extiende un papel.
Capitán Fons le dice. Debo informarle que ha sido pasado en disponibili¬dad mientras se sustancia el sumario. Deberá esperar la citación del consejo de guerra. Firme acá.
Fons, ya de pie, firma sin leer y le devuelve la hoja. El mayor pide autorización con una rápida mirada y se retira.
Fons permanece en posición de firmes.
No debió haber enfrentado ese malón en inferioridad de condiciones, Capitán le dice el coronel, paternal, pero serio. Fons comprende.
No era un malón, mi Coronel le dice manteniendo la mirada al frente y en rígido tono militar.
El coronel menea la cabeza y hace un gesto de contrariedad.
Se produce un momento de incómodo silencio.
¿Puedo retirarme, mi Coronel? pregunta Fons, seco.
El coronel, enojado, lo despide con un gesto.

Varios perros de caza corren husmeando entre los pastizales. El Mayor Ibáñez camina por el campo junto a otro militar. Ambos llevan ves¬timenta de cacería y empuñan escopetas.
Lo conozco. Va a insistir con lo mismo dice el mayor oteando hacia donde van los perros. Hay que evitar a toda costa que presente el informe.
¿Por qué sería tan grave? Nadie va a creerle dice el otro.
Ni siquiera el Coronel confirma el mayor. Pero mis superiores de inteligencia sí. Ellos saben que bien pudo haber sucedido como él lo dice. Pero se supone que yo debía haberlo conocido.
El otro escucha con interés.
Si no lo informé continúa el mayor, es porque no lo sabía y si no lo sabía es por incompetencia. Para ellos no puede haber otra explicación. Pero en estos asuntos, un error así es el último.
¿Y...? pregunta el otro esperando la conclusión.
Que no voy a terminar en el frente paraguayo le con¬testa el mayor al tiempo que apunta y le dispara a una liebre.







Los perros corren ladrando. Ellos se encaminan a buscar la presa.
¿Entonces, Mayor? pregunta el otro.
Lo dejo en sus manos, Capitán contesta el mayor. Usted sabrá.
El Capitán se acuclilla y levanta la liebre que están sujetando los perros.
A sable no hay quien me gane dice con suficiencia.
Y no es difícil de provocar concluye el Mayor.

El filo del sable arranca salpicaduras de sangre. La camisa blanca se empapa de rojo a la altura de la tetilla. El cuerpo trastabilla y cae hacia atrás entre la neblina. El herido trata de incorporarse. Otros hombres, vestidos de riguroso traje, lo rodean.
Primera sangre anuncia el juez del duelo y mira hacia Fons, que aguarda tranquilo con el sable bajo, a pocos pasos.
¿Cuestión de honor concluida? le pregunta con tono afirmativo.
Fons asiente con un despectivo gesto de cabeza.
De pronto, el grupo de hombres que rodea al herido se desmadeja, y éste trata de abrirse paso furioso enarbolando el sable. Los otros lo retienen.
¡Con un cobarde que pierde su tropa, nada más voy a muerte! grita el amigo del mayor, enfurecido.
Capitán le dice Fons con expresión serena y soberbia. Usted ya me pagó su felonía.
Esto no hace más que aumentar la furia del otro, que se le va en¬cima y le tira un par de sablazos sin estilo. Fons los bloquea con soltura pero también fuera de las reglas de duelo y vuelve a bajar el sable. Los padrinos y el juez se miran atónitos e in¬decisos.
El otro escupe a Fons en la cara y Fons, que estaba tratando de evitar que las cosas pasaran a mayores, termina por encolerizarse y levanta el sable.
Comienza entonces una batalla silenciosa, sórdida y brutal. Los golpes de sable se repiten cada vez con mayor fuerza. De pronto, cuando el otro se abalanza desmañado, Fons lo cruza con un sablazo que le produce un profundo corte en el cuello. El hombre se derrumba como un árbol talado.

Agustina se saca una medalla del cuello y se la coloca a Fons. Fons mira la medalla. Es un relicario con el retrato de ella. La celda es oscura y ascética. Ella está muy triste sentada a su lado.
Para que me tengas con vos -le dice dulcemente.
Fons se queda mirándola, pensativo.
¿Cuándo murió? le pregunta Fons.
Esta mañana. ¿Cómo pudo haber pasado una cosa así? se pregunta ella, desolada. Primero ese malón, y ahora...esta muerte.
Una cosa trae la otra dice Fons, sereno, pero enigmático.
Ella lo mira sin entender. Fons se pone de pie tomando un papel que está sobre el banco.
Devolvele ésto a tu padre. Decile que le agradezco mucho su ofrecimiento -le dice Fons, y le muestra su mano derecha vendada.
Pero que cuando se me cure la mano yo mismo voy a escribir el informe.
Mi Capitán se oye una voz áspera, firme.
Un sargento está el otro lado de las rejas
Lo siento, señor, pero el tiempo de visita concluyó le informa a Fons respetuosamente.
Fons toma el relicario que tiene colgado y lo mira. Luego a ella.
Agustina le dice con ternura. Vamos a tener que pasar sin vernos mucho más tiempo del que pensás.
¿Cómo?... ¿Te van a trasladar? se alarma ella.
No. No es eso le dice Fons y mira hacia el Sargento que se ha quedado observando.
Sargento Godoy le dice Fons con firmeza.
El Sargento asiente y se retira.
Tengo que irme -le confiesa Fons. -Vos no vayas a decir nada y esperá noticias mías.
Pero...
Fons le tapa la boca con suavidad.






Ella se calma y saca del interior de su bolso de mano dos condecoraciones. Fons la mira. Ella abre la mano y se las ofrece. Fons se cierra la mano, rechazándolas.
A dónde voy no las necesito le dice bajando la vista.

Agustina está llorosa y angustiada en el despacho del coronel.
Es una locura. ¡Hacé algo! ¡Está pensando en fugarse! le dice como rogándole.
El coronel se acomoda en el sillón de su escritorio. Su expresión es tranquila.
A esta altura, quizás sea lo mejor para él dice como quien está de vuelta.
¡Papá! ¡Está en juego su carrera! ¡Estoy yo! - insiste ella, enojada.
El coronel la mira en calma.
Hasta sería mejor que lo manden de vuelta al Paraguay. ¿No es así? -termina preguntándole..
-La estrategia, hija, es una cosa mucho más complicada de lo que vos creés. ¿Vos no estuviste en Curupayti, no? le responde el coronel sonriendo, y con tono comprensivo.
De repente, el coronel se interrumpe. El Mayor Ibáñez acaba de entrar.
Haga duplicar la guardia al Capitan Fons, Mayor le ordena secamente.
Voy a ocuparme, mi Coronel contesta el mayor.
Mañana a primera hora, sin falta le recomienda el coronel y mira a Agustina.
Andá tranquila, hija le dice con cariño.
Agustina se recompone y sin agregar más lo besa y se dispone a salir. A un gesto del coronel, el mayor se retira, acompañándola. Un cabo estafeta entra, cruzándose con ellos en la puerta.
Me mandó llamar, mi Coronel?
El coronel espera a que se cierre la puerta. El estafeta per¬manece en posición de firmes.
El Capitán Fons ha solicitado autorización para asis¬tir a misa le informa el coronel.
El estafeta asiente.
¿Mi coronel?
Las devociones religiosas no deben hacerse esperar, Cabo. Haga escoltarlo esta misma tarde a Santo Domingo -concluye con una sonrisa.

Atardece en el suburbio. El hombre es pobre y tiene una actitud sumisa, expectante.
La bendición, padre implora.
El monje encapuchado resopla. Se detiene, hace una rápida cruz con la mano sobre la frente del hombre y luego con una suave palmada en el hombro lo insta a retirarse. El hombre se aleja por el callejón polvoriento, agradecido.

Ya es de noche. La puerta de un prostíbulo se abre. La capucha del monje oculta parcialmente a la mujer que acaba de abrir. Ella se queda indecisa, sorprendida. Otras prostitutas, adentro, pasan y miran hacia la puerta con curiosidad.
¿Que hacés acá? pregunta la mujer saliendo de su es¬tupor.
El monje entra bajándose la capucha. Descubre su rostro. Es Fons.
Necesito quedarme acá unos días le dice.
La mujer le sonríe con picardía.
Fons mira fugazmente hacia afuera antes de cerrar la puerta.
Con mucho gusto le dice ella mirándolo fijamente.

Una delgada columna de humo se eleva en medio de la llanura. Maquinchao está vivaqueando junto a un arroyo. En cuclillas ante un pequeño fogón, hace girar lentamente una liebre que se asa al fuego. Con la misma parsimonia, se pone de pie y va hacia su caballo. Lo palmea cariñosamente y le dice unas palabras al oído, en mapuche, con tono afectuoso.
Luego va hacia el borde del arroyo y se saca el facón con mango de plata y el cinturón de cuero. Hace un atado envolviéndolo todo con su chaquetilla y lo arroja al arroyo. Cuando está por volver junto al fuego, se acuerda de algo. Mete la mano en el bolsillo chico del pantalón y saca un reloj. Lo mira un momento y luego lo arroja al agua. Las ondas se alargan alrededor del lugar donde el reloj se hundió.






Fons cabalga por el campo. Lleva su uniforme de capitán. La barba algo crecida, el quepis ladeado y la guerrera semiabierta. Corona una loma y detiene su caballo.
Junto al bosquecillo, hay una tienda prolijamente armada. A su frente, una mesa y dos bancos plegables igualmente de campaña y un pequeño fogón.
Fons se acerca y desmonta. Sobre la mesa hay dos tazas de café, una azucarera del mismo juego y un ataché de cuero fino. Fons se acerca al fogón, toma la cafetera, va hacia la mesa y sirve una taza. Se sienta y le pone azúcar.
Brasilero, el café oye la voz de Clarmont.
Su mano aparece desde atrás de Fons ofreciéndole una botella.
¿Unas gotitas de cognac? Francés le aclara Clarmont.
Fons hace un gesto negativo.
Clarmont, con su traje marrón algo anacrónico en ese paisaje, se saca el sombrero hongo y lo deja sobre la mesa. Fons huele el café en silencio. Clarmont se sienta junto a él.
-Sin servicio, no puedo ofrecerle más, Capitán se justifica Clarmont.
Fons bebe satisfecho. El socio de Clarmont atiende los caballos en el bosquecillo.
Clarmont la habla a Fons mirando al horizonte.
Como ve, nos hemos encontrado mucho antes del in¬fierno -ironiza el francés.
Espere a cruzar la frontera, pasando las sierras, y después me cuenta responde Fons sin mirarlo.
No creo que sea peor que Argelia. Aquella vez era un jeque que vivía... Yo no sé de donde saca agua esa gente. Pura arena, se estropean las herramientas de trabajo.
Fons lo mira con tenue interés. Clarmont saca del ataché dos revólveres Colt calibre cuarenta y cuatro.
Les entra arena y se encasquillan. ¿Cómo dicen ustedes? Se traban. Había arena por todos lados. Había que usar tapabocas.
Fons mira los Colts. Clarmont le ofrece uno.
Americanos le informa.
Fons lo abre y chequea. Clarmont comprueba la habilidad de Fons.
Cuando se lo puse acá continúa Clarmont señalándose la nuca con el dedo índice hizo como un clic. ¿Puede creerlo? Se despertó con ese levísimo sonido, borracho como estaba el hombre.
Clarmont se queda pensando un momento.
Después dicen que los musulmanes no beben.
Fons lo mira inquisitivamente. Clarmont mete la mano en un bol¬sillo interior de su chaqueta y saca con cuidado, casi con ter¬nura, un largo estilete.
Estos no se encasquillan dice y se lo ofrece a Fons.
Fons lo toma y lo observa con detenimiento.
Aprendí a usarlo en Piamonte le cuenta Clarmont mientras hace un leve gesto de degüello. Allá lo usan los car¬bonarios. Política, sociedades secretas, esas cosas. Siempre me informo bien antes de hacer un trabajo. Usted sabe. Aliados, enemigos... Por ejemplo, al día siguiente de estar en Buenos Aires yo ya tenía todos los antecedentes suyos.
Sacándose su chaqueta larga de marino, llega el socio de Clarmont y lo mira socarronamente a Fons.
Parece que se metió en un lío grueso le dice. Pateó el hormiguero y los bichos salieron para todos lados. No habrá traído alguna para acá. ¿No?
No se preocupe. No soy peligroso para que me vengan a buscar tan lejos.
El marino sonríe, burlón.
Con los asuntos de polleras nunca se sabe... bromea.
Fons lo mira perplejo. El otro se encoje de hombros, cómplice.
¿No se escapó en sotana? le pregunta.
Fons se pone de pie imprevistamente, ofuscado. Lo miran sorprendidos. Fons gira para ir hacia su caballo.
Señores, no tengo más tiempo para perder les dice despectivamente. Gracias por el café.
Está bien, Capitán trata de calmarlo Clarmont. Todo lo que quiera saber se lo explico en el camino.
Fons, ya junto a su caballo, gira y le clava la vista.
Se pueden conseguir baqueanos en la próxima posta? le pregunta Clarmont como si nada pasara.
Fons no le contesta. Clarmont mira la carpa y los enseres.
Me da una mano con ésto y enseguida salimos le dice a Fons que ya está montando.
Los chirimbolos se quedan le contesta Fons secamente, y talonea el caballo.

Los tres cabalgan por un campo de lomas bajas cubiertas de un vasto pastizal al que hace ondular la brisa. Los cascos de los caballos ahuyentan unas perdices. Dos garzas se posan sobre el agua de una laguna.

Clarmont arranca una hoja de papel de la pared y se pone a leerla, parado entre las mesas. En el suelo, junto a él, ha dejado un maletín. La posta está vacía, salvo por un indio que duerme la mona en una mesa vecina junto a un porrón de ginebra. El maestro de posta, que se dedica a sacarle el lustre al mostrador con un trapo sucio, lo relojea con desgano.
Fons entra a la posta.
Todo tranquilo le dice a Clarmont secamente.
Pasa junto a él sin mirarlo, va a dejar el sable envainado sobre una mesa y sigue hasta el mostrador.
Clarmont le va a decir algo pero Fons le habla al maestro de posta y Clarmont se contiene. Guarda el papel en el bolsillo.
Una doble dice Fons, señalando con la mirada una botella.
El maestro de posta, algo nervioso, le sirve en silencio una medida generosa.
Clarmont lo ve servir. Piensa un momento, toma el maletín del suelo y lo pone sobre la mesa más cercana.
La posta y los alrededores están tranquilos. Un paisano zambo pasa frente a la ventana delantera. Se detiene y mira hacia adentro con curiosidad. Clarmont abre la cerradura del maletín, saca con parsimonia una petaca y la destapa. Fons gira y se acoda de espaldas al mostrador. Con desgano, ve al zambo que deja de curiosear y sigue de largo.
A cinco metros de distancia Fons y Clarmont se echan su trago. Clarmont le da un golpe corto a la petaca y paladea con ex¬quisitez chasqueando la lengua. Fons bebe lentamente.
El maestro de posta está conversando en murmullos con un chiquilín.
Clarmont, siempre con gestos elegantes, guarda la petaca en el maletín y comienza a cerrarlo con llave.
Por una ventana lateral, fuera de la vista de todos, se ve pasar a paso rápido a un hombre muy delgado, descalzo, con un bulto en la mano.
Tras el mostrador, el maestro de posta relojea las ven¬tanas y luego, con una palmadita, hace ir al chico que sale cor¬riendo y desaparece por la puerta de atrás.
Clarmont termina de poner su maletín nuevamente en el suelo; al erguirse, ve salir al chico y frunce el entrecejo. Fons ve el gesto de Clarmont y gira hacia el mostrador.
Ante la mirada de ambos, el maestro de posta se queda paralizado de miedo. Fons gira hacia la puerta y las ventanas, bus¬cando. Un hombre grandote y rústico entra y empieza a cruzar el interior de la posta.
Fons mira contrariado su sable que ha quedado sobre la mesa, pero el recién llegado se le ha interpuesto.
Clarmont intenta abrir la cerradura del maletín a toda velocidad.
Fons manotea la pistolera para abrir la tapa. Pero el hombretón, rápido como un rayo, saca una faca grande y le tira un hachazo al hombro. Fons lo esquiva arrojándose hacia un costado, cayendo al suelo. El agresor se desconcierta una fracción de segundo pero enseguida se acomoda para rematarlo.
El hombre descalzo irrumpe por la puerta de atrás del mostrador con un trabuco en la mano.
Fons se retuerce en el suelo para esquivar otro tajo del gran¬dote. Clarmont saca el ataché del maletín y va a abrir, pero ve al descalzo apuntándole desde atrás del mostrador y se arroja al piso volteando la mesa. El balazo se clava en la madera. El ataché cae al suelo.
El paisano zambo que había estado espiando, se planta en la puerta de entrada, con una escopeta vieja de dos caños atados con tientos, apuntándole a Clarmont que le arroja una silla. El zambo la esquiva desapareciendo por un momento tras el marco y la silla pasa de largo hacia el exterior.
Fons, incorporándose, trata de llegar a manotear el sable pero el otro no le da tiempo. Le tira un tercer golpe de facón que se clava en la mesa. Fons retrocede agazapado.
El descalzo está recargando con dificultad el trabuco. El zambo aparece de nuevo en la puerta de entrada, apuntando. Fons corre embistiendo como un toro al grandote, sorprendiéndolo, y estrellándolo contra el mostrador.
Clarmont rola en el suelo entre las sillas volcadas hasta el ataché. El balazo del zambo le agujerea el sombrero que vuela a pocos metros. Clarmont abre el ataché y manotea uno de los revólveres Colt.

El descalzo termina de cargar y busca blanco, indeciso. Clarmont dispara tres veces hacia la puerta de entrada y el zambo sale despedido como levantado en el aire.
El grandote está contra el mostrador, arqueado hacia atrás, medio paralizado y dando alaridos, pero intenta incorporarse facón en mano. Fons da un paso atrás, desenfunda y, sin más trámite, le descerraja un tiro en el estómago.
Clarmont se pone de pie y gira hacia el descalzo, pero éste ya lo tiene perfectamente centrado y gatilla.
En falso. El trabuco no dispara. Pasado un primer estremecimiento, Clarmont levanta su arma mientras el flaco vuelve a gatillar en falso. Fons, como un latigazo, lo busca con su arma.
El descalzo sigue gatillando en falso con gesto de creciente desesperación. Fons baja el arma y mira con curiosidad a Clarmont que con toda tranquilidad levanta el revólver lentamente, apunta al descalzo con cuidado y le clava un tiro en la frente.
El hombre se desmorona sin un gesto, pega contra la pared pos¬terior y resbala hasta quedar sentado en el suelo.
Aficionados dice Clarmont a Fons, meneando la cabeza.
El marino entra corriendo con un fusil en la mano. Se para en seco y mira alrededor contemplando el estropicio. Luego dice con ironía como sacando una conclusión:
Acá de baqueanos, ni hablar. ¿No?
De pronto escuchan un leve roce de ropas.
Clarmont ve una figura que se refleja en un espejo de la pared del fondo. Se encamina hacia el mostrador y observa por encima del mismo. El maestro de posta se está deslizando en cuclillas por detrás del mostrador hacia la salida trasera, tratando de pasar por encima del cuerpo muerto del descalzo.
Clarmont le chista. Al verse descubierto, el hombre se estremece. Luego se pone de pie lentamente y se pega contra el mostrador, de espaldas a Clarmont, aterrado e impotente.
Clarmont se sonríe, pega media vuelta y toma distancia acercándose a Fons que está recargando su revólver.
¿Cuánto me dijo que le pagaban los vascos por el trabajo? le dice Fons sin mirarlo.
Clarmont vuelve a girar súbitamente y apunta hacia el maestro de posta.
Mucho menos de lo que cuesta el entierro de este in¬feliz.
Fons mira hacia el maestro de posta y, restándole importancia al asunto, sale.
Ya en el patio escucha el disparo. Inmediatamente sale el marino con el maletín y el fusil. Clarmont se asoma a la puerta. Coloca el revólver en una pistolera sujeta a un cinturón que le hace juego y que carga al hombro. En la otra mano lleva el bombín. Comprueba el agujero que tiene metiendo un dedo desde adentro. Hace un leve gesto de resignación y lo tira a un costado. Luego se agacha a recoger el sombrero de ala ancha del zambo que está tirado casi a sus pies. Se lo pone y mira a Fons, como preguntándo¬le que tal le queda. Fons le dirige una mirada de reproche.
Estaba desarmado, el hombre le dice cabeceando hacia adentro de la posta.
No se preocupe lo tranquiliza Clarmont. No pasó nada. Nunca mato por placer.

Fons se acerca y dirige una mirada vaga hacia el interior de la posta. El maestro está mirando, atónito, al espejito que está colgado frente a él y en donde una bala se ha incrustado justo donde se refleja su frente.

Afuera, Clarmont termina de acomodarse el cinturón con la pis¬tolera baja y comienza a atársela al muslo. Fons lo mira con curiosidad.
Mejicana lo instruye Clarmont, palpando la pistolera. Cómoda; justo a la altura de la mano.
Fons mira la suya, cruzada a la izquierda, y se la baja un poco. Hace un intento de desenfundar y comprueba que la tapa de la pis¬tolera le dificulta la maniobra.
Cuando levanta la vista, ve la mano de Clarmont ofreciéndole un cuchillo. Lo toma y corta la tapa de la pistolera de un tajo.
¿Qué fue lo que pasó? pregunta el marino.
En respuesta, Clarmont mete la mano en el bolsillo y le da a Fons el cartel que arrancó de la pared.
Lo felicito, Capitán le dice. Usted es más peligroso de lo que suponía agrega Clarmont con franca ironía. Ahora ya no nos va a poder abandonar.
Fons le echa un breve vistazo a la hoja donde dice . La estruja y la arroja al piso.
Los caballos dice por toda respuesta.


Pegan la vuelta a la esquina de la posta y los ven. Son tres hombres armados de Remingtons plantados en medio del patio trasero. Al verlos a ellos, se abren en abanico dando un par de pasos hacia los costados. Están vestidos como de ciudad, con pantalón y saco al tono.
Profesionales dice Clarmont y da también un paso al costado, hacia el marino.
Con ustedes no es les dice a Clarmont y al marino el que parece ser el jefe.
Clarmont hace un gesto de aceptación.
-Vamos, Maurice le dice Clarmont por lo bajo al marino, se aparta seguido por él y se queda apoyado en un pilote de la galería, con Maurice a sus espaldas.
Va a tener que venir con nosotros le dice el jefe a Fons clavándole la mirada.
Con los pies para adelante le contesta Fons.
La respuesta de Fons genera un tenso silencio. Clarmont observa la escena con curiosidad.
De pronto el jefe hace un gesto de levantar su arma. Fons desen¬funda y dispara. El segundo hombre está a punto de disparar cuando Fons lo derriba de un solo tiro. El tercero cae casi al mismo tiempo. Fons, sorprendido, busca con la mirada. Clarmont, con el arma humeante en la mano, lo saluda con un guiño.
Fons se afloja y baja el arma. Clarmont enfunda y acompañado de Maurice se acerca a observar los cadáveres.
Fons, enfundando su revólver, pasa por entre los muertos sin mirarlos y llega hasta donde están los caballos.
Esos venían de Buenos Aires le dice Maurice llegando junto con Clarmont.
Ya sabía dice Fons con suficiencia.
Parece que nosotros tampoco lo podemos abandonar le replica Clarmont. Usted es un hombre que sabe muchas cosas.
Fons saca una hoja de diario del interior de su chaqueta y se lo entrega a Clarmont con un ademán cortante.
Más cosas de las que usted cree le dice.
Clarmont le echa un vistazo al papel.
La última vez que vino dejó un tendal agrega Fons haciendo un gesto hacia la hoja del diario.
Esto fue hace mucho tiempo le contesta Clarmont dándole el papel a Maurice.
Maurice lo mira y hace un gesto de respetuosa comprobación hacia Fons.
Fons monta. Los otros dos se miran y lo imitan.

En el interior de la posta, el maestro sigue atónito mirándose al espejo. El galope de los caballos se aleja. Recién cuando casi se pierde en la lejanía, el maestro reacciona y mira alrededor. En la posta quedan sólo los cadáveres y el indio que duerme la mona. De pronto, el maestro sale corriendo hacia afuera. El indio, en¬tonces, levanta la cabeza. Está perfectamente lúcido y sereno.

Los tres cabalgan por los campos. Clarmont, que va más retrasado, talonea el caballo y se aparea a Fons que va silencioso y pen¬sativo.
¿Cómo un soldado de su estirpe ha caído en semejante desgracia? le pregunta Clarmont.
Cosas. Pasan en la guerra se limita a contestar Fons.
¿Desde cuándo la guerra se vino para acá? Yo pensaba que el frente estaba más allá del Paraguay.
Fons hace un gesto negativo al tiempo que una sonrisa irónica.
Esa guerra está por todas partes le contesta Fons. Y ni miras que se termine agrega.
Eso no lo entiendo. ¿Cómo es que Argentina no obliga al Brasil a terminar de una vez con esos patapila paraguayos?
Primero. Porque esos patapila, como usted dice, están dispuestos a todo, y pelean como nadie. Segundo. Porque esta guerra es un grandioso y magnífico negocio.
Clarmont lo mira sin comprender.
El abastecimiento de las tropas brasileras se hace desde Buenos Aires y el litoral le informa Fons. El oro del im¬perio ha comprado muchas voluntades; es bueno que lo sepa, francés. Si es que no lo sabe.
Con la última palabra, Fons talonea el caballo y se corta adelante.
Clarmont mira a Maurice y sonríe.

Un turco dicharachero sirve ginebra con un porrón. El mostrador es la culata de un carro grande de mercader de frontera. El carro está detenido, sin los caballos, a un costado de la huella. Los clientes son cuatro paisanos de diverso pelaje ya bastante bebidos. El clima es de alegría, como después de cobrar el jor¬nal. El sol está alto y los rodea a lo lejos un cinturón de lomas bajas.
El turco, con calculada simpatía, los hace seguir bebiendo.
Otra doble, Alí le pide uno de ellos.
El turco vuelve a servirle, contento. De pronto, una mujer morena y bien formada descorre la lona en la parte delantera del carro. Un hombre baja abrochándose los pan¬talones, satisfecho.
El que sigue anuncia la mujer.
¿Que esperás? le pregunta Alí a uno de los clientes.
A la nueva le contesta el tipo.
Entonces andá vos le dice a otro.
El aludido se apura a ir hacia el carro mientras el que acaba de bajar pasa junto a Alí. El turco lo detiene y le extiende la mano. El tipo saca unas monedas y se las coloca sobre la palma. Alí, con un gesto, le indica que no alcanza y le señala el bol¬sillo del pantalón. El hombre, de mala gana pero sin retobarse, le da otra moneda. Alí, entonces, le convida un vaso de ginebra.
Dentro del carro se escuchan las risotadas de las mujeres. A la distancia, por detrás del carro, Fons, Clarmont y Maurice se acercan cabalgando al paso.
Llegan, desmontan y se llegan hasta el carro. Los paisanos los ven llegar como a cualquiera. Alí mira el uniforme de Fons y contiene un rictus de contrariedad. Enseguida se recompone.
A ver. ¿Una copita para mi Capitán?
Fons le hace un gesto de desechar. Maurice toma el vaso mientras Clarmont saca su petaca y bebe.

Ya está atardeciendo. El hombre que esperaba a la nueva termina de acomodarse los pantalones y monta su caballo mientras Fons carga harina y sal en las alforjas del suyo. Alí hace la cuenta. Un jinete llega al galope y frena rayando.
¿Llego a tiempo? pregunta algo agitado, y desmonta.
Antes que Alí pueda contestarle, el hombre se dirige a Clarmont y Fons.
¿Alguien andaba necesitando baqueano? les pregunta.
Fons y Clarmont le dirigen una mirada.
¿Conoce bien la zona? le dice Fons acercándose.
¿Como para qué lado? pregunta el hombre.
Fons se aparta un poco del carro llevándose al baqueano con él.
Hacia el sur le dice Fons.
¿Hasta dónde quiere llegar? pregunta el hombre midiéndolo.
¿Conoce o no? lo apura Fons.
El hombre duda. Clarmont no pierde detalle.
Conozco todas las aguadas de acá hasta Patagones dice, al fin, el hombre. Ese cruce lo hice varias veces.
Fons se queda un momento evaluándolo.
¿Por donde se cruza para Guatraché? lo examina.
Si me quisiera hacer matar, por Alpachiri contesta el baqueano con suficiencia.
¿Y si no quisiera? pregunta Fons provocándolo.
Me quedaría en mi casa. Otro paso no hay contesta con absoluta seguridad.
Fons lo mira a Clarmont, le hace un gesto de aprobación y va hacia su caballo, pensativo.
Alí se acerca restregándose las manos.
¿Van a agarrar por la rastrillada chica? pregunta.
Un trecho sí, después no sé le contesta el baqueano y mira hacia Fons que se apoya sobre la montura.
Entonces voy a aprovechar para cortar con ustedes hasta el cruce de Sauce Muerto y de ahí me voy al Fuerte Chasicó agrega Alí.
Salimos al amanecer decide Fons mirando a Clarmont y al baqueano.








Clarmont, entonces, se encamina hacia el carro.
¡Maurice! grita, acercándose.
Luego de un momento, el marino asoma bajo la lona.
¿Qué? ¿Ya nos vamos? -se lamenta.
No, hacemos noche acá le contesta Clarmont.
Ah, bueno se alegra. ¿Tengo crédito todavía?
Clarmont le contesta haciéndole un gesto de complicidad. Maurice, entonces, desaparece dentro del carro y de inmediato comienzan a escucharse risas.

Dos hombres están acuclillados frente al arroyo, ambos con las manos tomadas bajo las rodillas, a la manera mapuche. Sus figuras se recortan en el agua. Mas allá, el sol ya está poniéndose en el horizonte. Uno de ellos es Maquinchao.
Son tres. Bien armados. Y son peligrosos dice el in¬dio que aparentaba dormir en posta. Uno es militar agrega.
Maquinchao asiente en silencio. Tiene calzadas botas de potro. Toma su par de botas de montar, que tiene al lado, y se las da al otro indio, que está descalzo. El indio las acepta y ambos se levantan lentamente.
Mientras se dirigen hacia los caballos, Maquinchao se saca el chaleco y se lo ofrece al otro que lo mira y comprende. Se saca el poncho raído que lleva puesto y se lo da Maquinchao. Mientras Maquinchao se calza el poncho, el indio va a ajustar la cincha de su caballo. Maquinchao se acerca. El indio lo saluda con afec¬tuoso respeto, monta y parte al galope.
Maquinchao se queda viéndolo irse, mientras acaricia a su caballo.

Fons y Clarmont, en el campamento, están acostados cerca del fogón. El fuego arde. El carro está más allá, casi en penumbras. La noche se está cerrando.
¿Cómo sabe que los de la emboscada pueden ser los mis¬mos que atacan y roban a los colonos vascos? pregunta Fons.
No lo sé le contesta Clarmont. Lo deduzco.
Fons hace un gesto de burlona incredulidad.
Vamos, Clarmont....
Es verdad, Fons le dice Clarmont. ¿Por qué habría de mentirle?
Fons lo mira fijamente. Clarmont mira al fuego.
Los vascos fueron a ver a Maurice desesperados dice Clarmont. -Lo único que dijeron es que los tipos eran ladrones y asesinos. Dejaron una bolsita con unas cuantas monedas de oro, y se fueron.
¿Y entonces por qué aceptó? pregunta Fons sarcástico.
Pobres vascos. No tenían ni idea de cuánto cuesta un profesional como yo. Pero, usted sabe, compatriotas...
Qué buen corazón le dice Fons irónico y se da vuelta para dormir, tapándose hasta la cabeza con el capote.
Clarmont continúa mirando el fuego.

La noche se ha cerrado. Maquinchao se acerca al arroyo, se acuclilla de nuevo en la orilla, toma una piedrita y la arroja al agua. Las ondas se agrandan teñidas por el reflejo del fuego y la luna.

Sobre el filo de una loma se recorta una figura acuclillada con una carabina cruzada sobre las rodillas. El sol que nace a sus espaldas hace que su cuerpo se extienda en una larga sombra, loma abajo, llegando hasta el campamento y ensombreciendo el rostro dormido de Fons. La sombra se mueve y el sol le da al Capitán en los ojos, entonces el hombre se despierta. La sombra vuelve a moverse y nuevamente le oculta el sol. Fons mira, pero el fuerte contraluz le impide reconocer la figura.
Fons se pone de pie y se dirige hacia la silueta con la mano sobre la empuñadura del revólver, lista para desenfundar.
Clarmont se despierta y observa en silencio.
Fons llega hasta la figura acuclillada.
¡López! la reconoce con sorpresa.










Es la mujer que lo tomó de la guerrera cuando llegó herido al fuerte. Ella no le contesta.
¿Qué hacés acá? le pregunta Fons intrigado.
Lo estaba esperando le contesta la mujer. Vamos para el mismo lado.
No te puedo llevar le dice Fons con firmeza.
Usted tiene una deuda conmigo y me la va a pagar le advierte la mujer.
¿Que deuda? pregunta Fons contrariado.
Usted volvió vivo y mi López se quedó muerto, para nada le explica con serenidad la mujer.
El Sargento López murió como un héroe afirma Fons.
Como un perro lo contradice la mujer. Ni se pudo defender.
Fons baja la vista.
La López se para y suelta el ruedo de la pollera que tenía sos¬tenido sobre las rodillas. La falda cae hasta cubrir sus botas de potro. Luego, la mujer se cuelga una alforja al hombro y se en¬camina fusil en mano hacia el carromato.
Fons la sigue con la mirada.

Marchan por una huella en medio de un gran campo levemente on¬dulado. El carro se bambolea. Alí, en el pescante, conduce y la López, sentada a su lado, va fumando un grueso cigarro de hoja. Fons y Clarmont, a caballo, abren la marcha. El caballo de Maurice va atrás, atado al carro.
A espaldas de la López, se levanta la lona y aparece una mujer joven y rubia.
¿Por dónde vamos? pregunta mirando hacia afuera.
Metete adentro, vos le ordena Alí.
Cortamos por la rastrillada chica y hacemos codo al Fuerte Chasicó le contesta la López, ignorándolo al turco.
La mujer la mira sin entender nada.
Bueno, gracias dice con ánimo de ser gentil. Era lo que quería saber agrega, y mira el campo soleado.
Desde el interior del carro llegan risas. De pronto la mujer es tironeada hacia adentro.
¡¿No se cansa nunca?! atina a decir antes de desaparecer bajo la lona.
La López sigue mirando hacia horizonte, indiferente.

Los ojos de Maquinchao se entrecierran por la resolana. Está oteando con la mano haciendo visera en la frente. Parado sobre el anca de su caballo, oculto detrás de una loma, ve a lo lejos, la polvareda del carro y los jinetes.

Una bota de Fons sale del estribo. El Capitán se encamina hasta el carro detenido. La López, desde el pescante, mira a su al¬rededor. El terreno se hace más ondulado hacia la derecha de la huella. Alguna que otra loma incluso se corta a pico ahí nomás. Hacia la izquierda, la pradera se extiende hasta donde se pierde la vista.
¡Maurice! Hasta acá llegamos grita Fons a través de la lona.
Luego se acerca a Alí y le señala hacia adelante, en la misma dirección en que venían.
De acá, recto hasta los chañarcitos. Ahí va a tener el fuerte a la vista, no se puede perder -le dice.
De pronto Fons ve a la López a punto de bajar del carro, con su alforja al hombro y su fusil en la mano.
López, vos sabés que no te puedo llevar trata de hacerle comprender y gira para ir hacia su caballo.
La López baja del carro.
Usted no me lleva. Yo voy para el mismo lado le dice con dureza desafiante.
Fons, todavía de espaldas, medita un momento. Con aire resignado saca su revólver y gira lentamente hacia ella.
Te lo estoy diciendo por tu bien le dice con un último resto de paciencia, mientras levanta el arma y le apunta.
Ella levanta el fusil en un gesto casi imperceptible y también queda apuntándole. Su mirada es de absoluta determinación.
Fons sin convicción y la López totalmente resuelta, quedan parados enfrentados en silencio a unos veinte pasos.







Clarmont va a interponerse entre ambos.
Señores dice con soltura. Soy de la idea que, bajando las armas, la discusión ganará; si me permiten la expresión.
Clarmont gira la cabeza hacia la López y le hace una sonrisa sardónica. La mujer sigue allí, inmóvil. Entonces mira a Fons con seriedad cómplice. Fons, finalmente, baja el arma.
La López, aún tensa, hace lo mismo. Clarmont se acerca a Fons dándole la espalda a la López y va a pararse justo a su lado, sin girar. Quedan mirando en direcciones opuestas.
Tiene tanto rencor adentro le murmura Clarmont, que nos puede venir bien. Además. ¿Qué va a hacer? ¿La va a matar?
Fons piensa. Al galope, llega el baqueano hasta el carro y frena rayando.
Está seca informa y se apea.
Los tres lo miran. El hombre observa las armas en las manos y percibe el clima de tensión.
Se puede tomar nomás por la cañada dice tratando de disimular.
Fons, que advierte la actitud del hombre, guarda el revólver y, dando por concluido de hecho el incidente con la López, se en¬camina hacia el baqueano.
Clarmont le hace un gesto amistoso a la López y lo sigue a Fons.
¿Cómo es la cosa? pregunta Clarmont al llegar junto a Fons que ya está junto al baqueano que se acuclilla.
Vamos a cortar camino le informa Fons mientras se acuclilla también, frente al baqueano.
Clarmont observa. El baqueano toma una ramita, dibuja una raya en el suelo y señala uno de los extremos.
En tiempo de lluvia, la cañada es un barrial. Pero ahora podemos subir por el lecho casi hasta arriba dice señalando el extremo opuesto de la raya.
Hace una raya más larga, casi perpendicular a la otra, y que la toca por el extremo que recién ha señalado.
Esta es la sierra explica. Si nos metemos por la cañada, a más de cortar, podemos encarar la sierra por el lado que la trepada es menos brava.
Fons se pone de pie, le indica a Clarmont que lo siga y hace un aparte con él junto al carro.
Esta bien dice Fons. Cortamos camino, ganamos tiempo y no maltratamos los caballos. Además, de ahí enfilamos derecho para Laguna Amarga. Por ese rumbo no nos van a estar esperando.
Si usted lo dice; para mi está bien contesta Clar¬mont, confiando en su decisión.
Fons gira y ve que la López asiente en silencio, a sus espaldas, pero reprime un gesto de contrariedad. Al mismo tiempo, advierte que Alí, ahí nomás, en el pescante, ha estado escuchado la conversación.
Clarmont no pierde detalle. Fons piensa un instante.
López. Vos quedate acá y abrí bien los ojos le ordena a la López.
La López le dirige una mirada de rechazo.
Voy a hacer una descubierta. Necesito alguien con tripas que se quede cuidando a los civiles le explica Fons.
La López acepta en silencio, no muy convencida.
Después hablamos agrega Fons con firmeza.
Luego le hace una seña a Clarmont para que lo siga, pega media vuelta y se va.

El cañadón se abre tranquilo y silencioso. Es un cauce seco que viborea entre dos farallones de tierra, a pico, como de quince metros de alto, coronados por contrafuertes mas o menos parejos.
Los cuatro hombres van montados: Fons, el baqueano, Clarmont, y Maurice cerrando la marcha.
Llegan ante la boca del cañadón y Fons detiene su caballo y gira.
Usted dice señalando a Maurice. Desmonte y quédese acá, cubriéndonos le ordena. Esté atento y no se me mueva aunque vea que se cae el mundo.
Maurice echa una rápida mirada a Clarmont, que asiente en silen¬cio. Entonces desmonta y queda plantado con las piernas levemente abiertas y aferrando el fusil.
Como a cincuenta metros ha quedado la carreta, con Alí y las mujeres, y la López vigilante.




A una indicación de Fons, los tres emprenden la marcha nuevamente, encabezados por el baqueano. Se introducen en el cañadón silencioso. Desde lugares invisibles llega el chirrido de los pájaros, cortando ese silencio en rachas cortas. Van al paso, encaran un recodo amplio. El baqueano va tranquilo; Fons casi a su lado vigila las crestas de los farallones; Clarmont cierra la marcha a un par de cuerpos.
El baqueano deja a su caballo hacer un trotecito lento que lo aleja unos pasos de Fons. Fons relojea algo nervioso a uno y otro lado del cañadón y apura el paso hasta alcanzar al baqueano. Este alarga el paso. Un instante después, pega un chicotazo a su caballo para arrancar un galope. No llega a concretarlo: Fons tira de las riendas, desenfunda el revólver y le dispara a la espalda. El hombre cae, a la par que ambos contrafuertes se coronan de hombres armados emboscados.
¡Desmonte! grita Fons tirándose del caballo.
Clarmont se apea rápidamente. Fons se pega contra el muro de tierra y cubriéndose tras el caballo dispara varias veces hacia los emboscados. Uno cae y los otros se ocultan. Clarmont está pie a tierra y dispara a la descubierta.
¡Contra las toscas! le grita Fons
Clarmont lo mira perplejo por un instante.
¡Péguese contra la pared!
¡Clarmooont! grita Maurice llegando a la carrera con el fusil en la mano.
Fons lo mira contrariado. Maurice se planta y se pone a disparar hacia las crestas. Apunta con cuidado pero gatilla con rapidez. No encuentra blanco y dispara al bulto.
¡Atrás! ¡Atrás! le grita Fons.
Maurice va a girar pero tres impactos consecutivos en su cuerpo le hacen dar una voltereta en el aire y cae con todo su peso.
Clarmont levanta su revólver, se abre dos pasos y dispara hacia las figuras que asoman desde lo alto del paredón. Apunta con las dos manos y dispara una salva completa. Un cuerpo se desmorona desde lo alto y cae junto a él con ruido fofo.
Fons dispara dos veces contra la cresta de enfrente y se larga a correr hacia la boca del cañadón. A la carrera vuelve a disparar.
¡Cúbrame! le grita a Clarmont pasando junto a él.
Fons pega unas zancadas más, se detiene y en un rápido movimiento abre el tambor de su revolver y mete dos balas.
Clarmont dispara hacia enfrente a la derecha; cambia de dirección hacia la izquierda y dispara de nuevo. Pega una mirada como un latigazo hacia Fons, lo ve disparando y se larga a correr hacia la salida del cañadón. Pasa junto a Fons.
¡Merde! grita Clarmont y sigue corriendo.

La López, que está mirando hacia la boca del cañadón, más allá del carro, gira violentamente hacia la dirección desde donde oye un retumbar de cascos que se acercan.
Son cuatro jinetes que atacan a galope tendido.
¡Métanse abajo del carro! les grita la López a las dos mujeres que están más lejos y va a escudarse detrás del carro buscando blanco con el fusil.
Las dos mujeres corren desesperadas, pero los atacantes se acer¬can aún más rápido. La rubia se zambulle bajo la carreta. La morena, a punto de hacerlo, recibe un balazo en la espalda que la detiene un instante en el aire; cae con su mano extendida arañando inútilmente la tierra al costado del carro. La López dispara y recarga al instante. Los jinetes ya están a pocos metros. La López vuelve a disparar y falla otra vez. Tres se abren por el lado de la culata en donde está atrincherada la López. La López no tiene tiempo de recargar. Uno de los atacantes la va midiendo. Ella toma el fusil por el caño y, pegándole con la culata, lo hace tambalear en su montura.
El cuarto jinete llega junto al pescante. Sin descabalgar y a toda velocidad, desengancha el tronco de caballos y se lo lleva a todo correr. Los otros tres dejan de lado a la López y se le unen: uno ayuda a al que desenganchó los caballos; otro va medio atontado por el culatazo; el tercero, cubriendo la retirada, le apunta a la López que recarga.
¡India de mierda! grita y le tira.
El disparo pasa silbando junto a ella, pero la López no se in¬muta. Se calza el fusil al hombro y le dispara. El jinete recibe el impacto de lleno en la espalda y cae del caballo que sigue su carrera.
India tu abuela murmura la López recargando el arma.







Clarmont y Fons, que vienen reculando hacia la boca del canadón, ven a la caballada que a toda carrera se les viene encima.
Sólo atinan a echarse al suelo hacia el costado, para no ser atropellados. Los jinetes pasan de largo en medio de una pol¬vareda, que los oculta parcialmente, llevándose los caballos de la carreta y arreando los que encuentran a su paso. Hay disparos aislados desde arriba del cañadón. Clarmont y Fons se ponen de pie y disparan varias veces al bulto hasta agotar las balas. Cuando se disipa el polvo comprueban que no le dieron a ninguno.
Los caballos murmura Fons secamente.
Clarmont ya no está a su lado. Se acerca al cuerpo ensangrentado e inerte de Maurice. Mira a la pasada sus ojos abiertos, clavados en el cielo.
Te dijo que no te movieras le dice enojado sin esperar respuesta.
Levanta del suelo el fusil de Maurice descubriendo un manchón de sangre que empapa el suelo reseco.

La López levanta la cabeza hacia Fons que llega a su lado.
No hay nada que hacer le dice.
Acuclillada, tiene ante sí el cuerpo muerto y crispado de la mujer morena.
La rubia está petrificada, a un lado, con los ojos fijos en el suelo frente a ella y las ropas cubiertas de polvo.
Fons gira la cabeza hacia el cadáver del bandido abatido por la López.
Te ganaste el viaje le dice Fons, secamente, a la López.
Alí levanta lentamente la lona del carro y se asoma desde adentro con rostro culpable y avergonzado.
Fons lo mira despectivamente y le señala a la muerta.
Subila a la carreta le ordena.
Alí, obediente y silencioso, empieza a bajar.
Fons le hace a la López un movimiento de cabeza señalando a la rubia.
Revivímela a ésta le pide cortante.

Alí empieza a arrastrar el cuerpo de la mujer muerta. La López se lleva a la rubia hacia un lado. Clarmont llega bebiendo de una cantimplora. Fons lo mira.
Nos estaban esperando reflecciona Clarmont, con¬cluyente, mientras toma un último trago y comienza a tirarse agua en la cabeza.
Fons se trepa al carro y empieza a quitar la lona. La va desanudando y plegando sucesivamente, con ritmo vivo.
Es peor de lo que usted se imagina le dice a Clarmont sin detenerse. Esta emboscada fue idéntica a la que me hicieron la otra vez. Es la misma gente.
¿Entonces? le pregunta Clarmont mientras saca sus cosas de la culata del carro.
Fons, subido al otro lado del carro, desata un nudo de la lona.
Nos mandaron el baqueano al cruce, servido y en ban¬deja. Nos concocían, y sabían qué rumbo tomamos.
Fons cruza por sobre el carro y la emprende con el ultimo nudo.
Alguien les está pasando la información.
Clarmont acomoda sus cosas en un bolso marinero.
Parece que de verdad usted es mas importante de lo que suponíamos reflexiona Clarmont.
Fons termina de plegar la lona y se la tira a Alí.
Vamos a tener que conseguir caballos reflexiona. A la posta no podemos volver después del desparramo que hicimos.
La López está junto a la rubia que con surcos de lágrimas en las mejillas polvorientas bebe ávidamente de una petaca.
La partida que me trajo seguía de largo para Fuerte Chasicó, con esos no hay peligro les dice la López llamando su atención. En un par de días podemos estar en Dos Venados les informa. Hay caballada fresca.
Ni lo sueñe la frena Clarmont. No me pagan por jor¬nada de trabajo. Podemos robar caballos cruzando la sierra.








La López le saca la petaca de la boca a la rubia.
Este franchute se cree que cruzar la sierra es como jugar a la rayuela le dice a Fons.
Clarmont se pone el bolso al hombro, va hasta el carro y des¬cuelga una cantimplora.
Capitán le dice a Fons de manera terminante. El trayecto que recorrimos hasta acá, perfectamente podríamos haberlo hecho caminando. Arroyos por todos lados, agua no falta.
Piensa un momento y luego dice con tono de problema resuelto:
No se diferencia mucho de ir de Marsella a Niza cruzando por la campiña.
Fons, subido al pescante, está tomando algunos bultos del inte¬rior del carro. Se detiene e, impaciente, lo encara a Clarmont.
Oiga le dice. Lo que viene a partir de acá, se parece mucho más a lo que vio en Argelia que a los jardines fran¬ceses. Dejesé de joder. Seguro, es mejor que pronto.
Clarmont emprende el paso hacia el cañadón. Al pasar junto a Fons, le dice con una sonrisa:
Usted quería saber cuánto me pagan los vascos? Me pagan por muerto, y no preguntan de quién es el cadáver.
Fons salta a tierra, enojado y totalmente resuelto.
Acá el que manda soy yo le espeta con la mano en el cinturón, cerca del revólver.
Clarmont, a unos pasos, gira lentamente, tenso. Mira a Fons y sonríe con ironía.
¿Así es la cosa? le pregunta, dándose por enterado.
La López se interpone sin sutileza.
Señores comienza a decirles con tono burlón. Si me permiten. La discusión ganará si miran la polvareda completa señalando a lo lejos.
Ambos dirigen la mirada hacia una densa nube de polvo que, levan¬tada por una tropa numerosa, se acerca con rapidez.
Soldados dice Fons. ¡Nos vamos! grita manoteando una cantimplora.
¿A dónde? pregunta la López.
Para la sierra. Es el único camino le contesta Fons.
¿Quién era que mandaba? se burla Clarmont.
Las circunstancias le contesta Fons y va a buscar su capote del carro. Ocupate del agua le ordena a la López a la pasada.
La López lo mira confundida. Fons se detiene un momento.
Mira, López, la única oportunidad que tenemos es al¬canzar y sorprender a los tipos esos antes que se manden al desierto. Con el ejército, ni hablar y otro camino no hay.
Cuando gira para emprender la marcha, lo ve a Alí muy feliz subiéndose al carro.
¡Buen viaje, Capitán! le dice el turco sobrándolo.
¿Qué buen viaje? ¡Vos venís con nosotros! lo sorprende Fons.
Automáticamente Clarmont lo baja del carro.
Pero... ¿Por qué? musita Alí.
Porque sabe demasiado, hombre le dice Clarmont y em¬pieza a arrastrarlo, suave, pero férreo.
La López termina de anudar un arnés a un barril con agua.
Mi amigo, eso le pasa por ponerse a escuchar lo que no debe le dice Clarmont a Alí como retándolo.
¡Esperen! interviene de pronto la rubia.
Fons, que ya emprendía la marcha, se detiene bufando. La rubia se acerca a Alí y empieza a tironearlo. Clarmont lo suelta y la rubia se lo lleva aparte.
¿Ahora qué pasa? le pregunta Fons a Clarmont ansioso por partir.
Déjela que se despida le pide Clarmont.
¿Dónde pusiste la plata? lo apura la rubia a Alí, susurrando.
¿Qué cosa? ¡¿No ves que me quieren raptar?! le dice él haciéndose el enojado.
¡¿Dónde escondiste la plata que me gané trabajando, imbécil?! lo interroga la rubia en un murmullo, pero furiosa.
¡Compré todo eso y les di de comer a ustedes! grita Alí señalando el carro.
La rubia renuncia y encara a los otros.
Yo también voy les informa decidida.
Para esto vos no servís le dice Clarmont.





Fons ve que la polvareda se ha agrandado y ya está más cerca.
Vamos de una vez, Clarmont le dice Fons.
¿Qué está pasando acá? interviene la López acercándose a la rubia y a Alí con el barril con el arnés.
¡No me quiere decir dónde guardó la plata! se le queja la rubia.
¡¿Qué plata?! reclama Alí.
La López los semblantea rápidamente a los dos y le da a ella una cantimplora. Mira a Fons y a Clarmont.
La rubia viene les dice.
Clarmont se encoje de hombros y Fons le hace una seña para que partan de inmediato.
Vos llevá el barril le ordena la López a Alí empren¬diendo la marcha.

Todos entran al trote al cañadón, con Fons cortado adelante y la rubia atrás, tropezando al tratar de seguirles el paso.
¡Fons! le grita Clarmont desde el pelotón del medio.
Fons le dirige una mirada sobre la marcha.
¡Linda tropa nos hicimos! le dice irónico Clarmont.

A revienta caballos llega por la huella un pelotón de soldados bien uniformados y con armamento completo. Los hombres viborean alrededor del carro y observan los cadáveres. Uno de ellos des¬monta. Es el mayor Ibáñez. Inmediatamente se apea el sargento Godoy.
No debe hacer mucho que salieron le informa el sar¬gento al mayor.
Que la tropa desmonte le ordena el mayor. Haga des¬cansar los caballos y que registren los alrededores.
El mayor inmediatamente se dirige hacia el carro.
El sargento llama a un cabo, le habla brevemente y va hacia la lona que está tapando un bulto.
Los soldados se desplazan en todas direcciones.
El mayor bebe de una cantimplora.
Acá hay tres cuerpos grita el cabo desde la boca del cañadón.
El sargento y el mayor, desde sus lugares, miran hacia allí, expectantes.
Ninguno es Fons les aclara el cabo.
Y éste tampoco reflexiona el sargento con un extremo de la lona levantado, contemplando el rostro de la morena muerta.
¿Y éste? pregunta un soldado, rodilla en tierra junto al atacante que mató la López.
El mayor lo mira y enseguida desecha.
Debe ser un malonero.
El sargento le dirige una mirada intrigada. El mayor no da tiempo a más preguntas.
Sargento. Todos a caballo le ordena.
Se nos hace la noche, Mayor le indica el sargento.
El mayor le dirige una mirada fulminante.
Todavía no se nos hizo, Sargento.

La tropa monta y parten al galope introduciéndose en el cañadón.

La cabeza de Maquinchao emerge desde atrás de una repecho que domina la entrada del canadón. Se queda un momento mirando la polvareda que se aleja y luego retrocede agazapado descendiendo entre los arbustos.
Muy cerca de las toscas, en una casi in¬visible quebradura lateral, está su caballo.
Maquinchao monta y mira fugazmente hacia el interior del cañadón. Luego de una mirada inteligente, vivaz, talonea el caballo y se sumerge al galope por la quebradura.

El grupo de Fons va ascendiendo por un sendero de cornisa que los interna en la sierra. Fons, a la cabeza, se detiene un instante y observa unas huellas de cabalgaduras. El sendero presenta dos direcciones posibles.
Siguieron por acá informa Fons y continúa la marcha.
Toma por uno de los senderos, decidido. Los demás van tras él.







El capitán lleva el capote enrollado en bandolera, sable, revólver y una caramañola. La López viene inmediatamente detrás, algo a un cos¬tado, manteniendo estrictamente la distancia. Lleva sus alforjas al hombro y el fusil tomado con ambas manos al frente. Se ha cal¬zado una punta de la pollera a un costado de la cintura lo que deja ver sus botas de potro con los dedos al descubierto.
Detrás de la López, viene Clarmont con su maletín, empujando a Alí, que carga el barril con agua a la espalda. Tratando de no quedar atrás, la rubia cierra la marcha tropezando con las piedras y lidiando con su ancho vestido que se le enreda en los matorrales pinchudos.
Fons se detiene un momento esperando a los tres últimos: Clarmont retrasado por Alí y Memé por su ropa y su torpeza.
Automáticamente a la detención de Fons, la López se planta a su lado, siempre sesgada un poco atrás y a la derecha, como un in¬formal lugarteniente.
Apurate vos, flojita le dice la López a la rubia.
Me llamo Memé se ofende ella y redobla el paso, su¬perando a Clarmont y Alí.
El turco se pone a seguir el tren de marcha de Memé.
Esto no es para vos, Memé le dice Alí alcanzándola. Volvete ahora que estás a tiempo.
¿Dónde pusiste la plata? lo interroga ella.
Si te lo digo, te la vas a llevar toda.
No, agarro mi parte y la otra mitad la dejo.
Alí hace un gesto de desconfianza y vuelve a retrasarse.
El grupo se pierde tras un recodo.

Anochece en la sierra. El grupo ha recompuesto su alineación y se ha estirado un poco, pero todos marchan de una manera más pareja, casi a un mismo ritmo: Fons, la López, Memé, Alí y Clar¬mont. Llegan a una cresta, siempre siguiendo las huellas. Fons se detiene un momento y otea los cordones serranos de los al¬rededores. López se planta a su lado de la manera habitual.
Vamos a cortar por acá dice Fons señalando la abrupta pendiente del barranco que se abre a sus pies.
La López mira hacia un costado, hacia las huellas que siguen de largo, y hace un gesto de aprobación.
Los demás se van agrupando. Clarmont interroga a Fons con la mirada.
Cortamos camino le dice Fons y empieza a bajar.
Atrás, Alí y Memé también lo hacen, trabajosamente.
A caballo, por acá no pueden bajar le aclara la López a Clarmont. Con un par de atajos más, nos vamos a ir poniendo a tiro.
Clarmont asiente. La López se acomoda bien la punta de la pollera en la cintura y se descuelga. Clarmont hace un gesto de resignación, se sienta en el borde y echa una ultima mirada al camino que dejaron atrás. Se apoya en las mano y se deja caer, desapareciendo hacia abajo.

Ya es de noche en la sierra..
Ordene alto dice el mayor mientras frena su cabal¬gadura.
El sargento levanta la mano y los soldados detienen sus caballos.
Que desmonten. Hacemos noche acá indica tajante el mayor mientras se apea de su caballo.
El sargento hace una seña al cabo que inmediatamente se pone a dirigir la operación.
La columna está en un vallecito, apenas una ensanchadura del camino que les permite desplegarse un poco.
Los soldados se ponen a organizar el vivac, entre charlas y risas.
El mayor se ha quedado, ceñudo, contemplando las huellas que se pierden por el camino, adelante. El sargento se acerca y se pone a su lado a mirar con interés.
Son dos grupos reflexiona. Vaya a saber cuánta diferencia se sacaron entre sí.
Se agacha y palpa con la yema de un dedo el reborde de la huella de un casco, haciendo deshacerse apenas la tierra.
Difícil sin viento. Yo le calculo... duda el sargento.
Lo que necesito saber, Sargento, es cuánto nos falta para alcanzarlos lo corta el mayor, secamente.
Luego pega media vuelta y se encamina hacia el fogón recién en¬cendido. El sargento menea la cabeza.



Por momentos, se ve un casi imperceptible parpadeo de luz en la noche, a lo lejos y más abajo, un par de valles atrás.
¿Son ellos? pregunta Clarmont sobre la marcha, mirando hacia atrás.
Ya aflojaron los soldaditos le contesta Fons sin detenerse.
Clarmont se aparea a Fons. Ellos cierran el grupo. Más adelante van Alí y Memé, indiferentes el uno al otro. La López abre la marcha.
Es la oportunidad de sacarles...¿como le dicen? ¿Una pizca? Un trecho de ventaja dice Clarmont y hace un gesto hacia los que marchan adelante . Siempre que la gente aguante.
Fons asiente con la cabeza.
¡López! grita apenas Fons.
El grupo se apelotona. La López espera órdenes.
Cinco minutos para tomar agua y descansar las piernas indica Fons.
Alí y Memé se echan al suelo entre murmullos de protesta.
¿Cuánto más seguimos? pregunta la López con voz neutra.
Fons deja de beber y piensa un momento.
¿Dos horas le parece bien? sugiere Clarmont.
Van a tener que aguantar cuatro advierte Fons.
La López sonríe, deja la cantimplora en el suelo, se sienta y comienza a secarse el sudor con la pollera.

Una mano toma una cantimplora del suelo y la escabulle detrás de una roca. El cuerpo se aleja un poco y se yergue entre las peñas. Es Maquinchao. El indio bebe en silencio, lenta y golosamente. Se seca la boca y observa, ahí nomás, al grupo de soldados que vivaquean ignorantes de su presencia, a pocos pasos.
En un gesto automático va tapar la cantimplora para dejarla sobre una piedra. Pero de pronto detiene el movimiento y, con una mueca de burla, deja caer el resto del agua. Luego tapa la cantimplora y entonces sí la deja. Se agazapa y desaparece en la oscuridad.

Es noche cerrada en una quebrada en plena sierra. Memé se deja caer en el suelo, muerta de cansancio. Alí y la López, exhaustos, se sientan sobre unas piedras.
Clarmont llega al lado de Fons que observa a la distancia.
¿La primera o la segunda? le pregunta.
Por mí, empiece usted. Me gusta ver amanecer le con¬testa Fons.
Yo no estoy de adorno interviene la López desde el rincón que se ha agenciado entre unas piedras.
Está bien, López le dice Fons, dándose por enterado.
Clarmont se trepa a una piedra grande y se sienta.
Saca una cigarrera de plata, toma un cigarrillo y se lo lleva a la boca.
Fons, que ya está acostado, tapándese con su capote, le dirige una mirada intensa. Clarmont entiende, sonríe cómplice reconociendo el error y guarda el cigarrillo.
Alí se acerca a Memé, que se acurrucó como pudo. Se tiende a su lado con suavidad y cautela y comienza a acariciarle el muslo.
Primero la plata reacciona Memé.
Se levanta y se va a acostar junto a la López, que duerme tan prolijamente como Fons. El roce de la ropa al acomodarse despierta a la López.
¡Rajá de acá! le dice ésta con mal talante.
Memé, entonces, se va como perro apaleado.
Como para entenadas estoy yo se queja enojada la López, y sigue durmiendo.
Memé se va gateando junto a Fons, como formulando un plan. Se acuesta a su lado dándole la espalda. Fons la percibe y no dice nada. Ella comienza a acomodarse tratando de rozarse con él de manera que parezca casual. El ronquido de Fons le interrumpe el trabajoso intento.
De pronto escucha un chistido y mira. Es Clarmont. Ella comienza a levantarse.
Usted está de guardia, Clarmont dice Fons sin abrir los ojos.
Memé resopla, contrariada, y se vuelve a acostar . Clarmont hace un gesto resignación y se pone a revisar sus revólveres.









Aparecen los primeros rayos de sol. Las botas chapotean en el agua, cruzando un arroyo. El grupo de Fons ya está en camino.

El sol de la mañana baña la sierra. El sargento desmonta y observa las huellas que dejaron los per¬seguidos. al bajar por el barranco. El resto de la columna permanece a caballo.
Acá se dividieron los dos grupos informa el sargento, acuclillándose.
El mayor lo mira impaciente. El sargento se toma su tiempo.
Los que van a pie llevan una mujer y se fueron por la barranca -agrega, poniéndose de pie.
Sí, pero nosotros no podemos bajar esa pendiente, Sargento le dice, secamente, el mayor
Es verdad -le contesta el sargento yendo hacia su caballo. -Hicieron bien en cortar por acá. Si no van montados, se gana como...
¡¿En cuál de los dos grupos va Fons?! lo apura, ner¬vioso, el mayor.
El sargento hace un gesto de no poder saberlo.
¡En marcha! resuelve el mayor y talonea enojado.
El sargento monta y todos emprenden el galope.

Atardece. El sol comienza a ponerse en las sierras del oeste. Memé, anudándose el vestido a la cintura, como la López, llega hasta donde están Clarmont y Fons. Ambos observan la boca de una quebrada.
No nos estarán esperando otra vez... le dice Clarmont a Fons.
Si supieran que estamos acá... dice Fons.
Los dos miran hacia arriba. A un costado, la López también ob¬serva. Memé los imita. Clarmont se sienta, abre su maletín y saca la cigarrera. Fons deja de mirar hacia arriba y ve que Clarmont le ofrece un cigarrillo. Fons le agradece con la mirada, toma un cigarrillo y se lo lleva a la boca.
Pero ni sospechan que los estamos siguiendo concluye el capitán con seguridad.
Luego se pone el cigarrillo en la oreja y emprende la marcha.
Clarmont lo alcanza. Todos empiezan a bajar por la quebrada.
En realidad tienen razón le dice Fons a Clarmont sin detenerse. Si no fuera porque nos persigue el Ejército, nos hubiésemos pegado la vuelta.

Es de noche. Clarmont, sentado sobre una peña, tiene el maletín a su lado, abierto. Iluminado por la luna, observa con un catalejo un punto de luz en la lejanía. Llega Fons a su lado y mira el aparato.
Alemán le explica Clarmont. Carl Zeiss -agrega, y se lo ofrece.
Fons lo acepta y se pone a escudriñar.
¿Los tenemos? pregunta Clarmont.
A media mañana los alcanzamos concluye Fons.

Amanece. Maquinchao espía entre las piedras y los arbustos a Fons y su grupo que están levantando campamento para partir.
Saque perdigones y cargue bala, López le ordena Fons.
La mujer se pone a descargar y recargar el arma con la munición indicada. Clarmont chequea uno de sus revólveres y se lo da a Alí que hace un ademán de temeroso rechazo. Clarmont le insiste con un gesto tajante. Alí lo toma con aprehensión. Maquinchao, dándose por satisfecho, se escurre retrocediendo hasta su caballo. Lo acaricia, lo calma y se lo lleva de la rienda, cuidando de no hacer ruido.

El sol revienta las piedras en las últimas estribaciones de la sierra. Más allá, el desierto plano y polvoriento.
Maquinchao se detiene y escucha el trote de varios jinetes. Deja su caballo tras un recodo y corre a esconderse trepando por las rocas. Escala con habilidad en la ladera irregular y empinada. El trote se hace más cercano. De pronto Maquinchao pierde pie y cae, resbalando un par de metros.
El paso de los jinetes se hace inminente. Maquinchao mira con¬trariado hacia el lugar por donde intentó subir y se arroja al suelo, bajo el follaje de los espinillos, ocultándose desesperadamente. A pocos metros pasa de largo un tropel de caballos, algunos montados.



Fons corre loma arriba, revólver en mano.
¡Vamos que ya los tenemos! grita animando a los que vienen atrás.
El grupo entero lo sigue, incluso Memé que, en¬tusiasmada, apura el paso y deja atrás a Alí.
Clarmont y la López esgrimen sus armas, preparados.

Maquinchao camina, limpiándose con la palma una raspadura en el brazo, sin darle demasiada importancia.
Llega hasta su caballo, lo acaricia y le dice unas suaves palabras en lengua mapuche. Mira hacia la polvareda que se aleja desierto adentro. Le dice una ultima frase y le palmea el anca.
El caballo hace un trotecito corto y se detiene a mirarlo. Maquinchao hace un gesto ampuloso y pega un grito en su lengua. El caballo se aleja al galope y Maquinchao regresa hacia los espinillos. Se queda meditando un momento. Se mira la ropa algo desgarrada y se la desgarra un poco más.
Luego se acerca a una roca y, cuidadosamente, se frota la frente produciéndose un feo raspón.
Con unas ramitas comienza a improvisar un fueguito.

Fons y su grupo vienen bajando la loma a la carrera. A su frente una loma más baja.

Maquinchao se tira cerca del fuego haciéndose el desmayado. Se percata de algo, patea un poco el fogoncito desde donde está tirado, desarmándolo un poco, y le echa un puñado de tierra.

Fons y Clarmont aparecen a la carrera desde atrás del filo de la loma. Ahí nomás se clavan.
¡Se nos acabo la sierra! ¡Los perdimos! ¡La remil puta que los parió! grita Fons.
Aparece Memé.
¿Y ahora qué vamos a hacer?
Fons y Clarmont empiezan a bajar la loma, seguidos de los otros hacia el bosquecito de espinillos.
Fons se detiene bruscamente y, con un gesto rápido, los hace agacharse a todos. Obedecen. Clarmont se acuclilla a su lado. Fons, con el brazo extendido, le señala una tenue columna de humo y, con señas, los distribuye a todos en abanico.
Se separan. Empiezan a avanzar sigilosamente rodeando objetivo.
Maquinchao esta inmóvil. Cuando Fons aparece en el claro, ve que la López está acercándose cuidadosamente, apuntándole al cuerpo inerte. De pronto la López da un paso atrás. Fons corre.
¡Está vivo! grita la López dispuesta a dispararle.
¡Pará, López! le grita Fons llegando hasta el indio.
La López se detiene. Fons lo remueve con la punta de la bota sin dejar de apuntarle.
¡Hay que rematarlo! ¡Hay que rematarlo! grita la López fuera de sí y vuelve a apuntarle.
¡No eran indios, López! le grita Fons.
La López, desconcertada, lo mira inquisitivamente sin dejar de apuntarle a Maquinchao.
Maquinchao, haciéndose el desmayado, suda.
No eran indios. Ni era un malón, López, lo que mato a tu marido.
La López baja el arma y avanza hacia Fons en actitud amenazante, exigiendo un explicación.
Los demás se van haciendo presentes.
Ustedes dos le dice Fons a Alí y Memé, -atiendan a este hombre.
Se la lleva aparte a la López, haciéndole un gesto con la cabeza para que lo siga..
Clarmont, evaluando la situación, se queda a mitad de camino entre ambos grupos, cubriendo a Alí y Memé con su arma, pero es¬cuchando la conversación de Fons y la López.
Los que lo mataron están allá señala con la mirada en Laguna Amarga.
Eso ya lo sé lo corta la López.
Y no son indios.
A mí me dijeron otra cosa. ¿Qué soy yo? ¿La idiota del regimiento?
Somos, López. Somos.
Fons pega media vuelta y va hacia Maquinchao, al que Memé y Alí le están dando de beber.
Clarmont le habla al pasar.
¿Ahora que lo menciona? ¿Los indios? ¿Qué pito tocan?

Fons se detiene junto a Clarmont.
Ninguno. Este es un asunto entre blancos, y los indios no son estúpidos. No se van a meter.
Empieza a caminar de nuevo, se detiene otra vez y lo mira.
Es más agrega. Nos van a dejar llegar sin ningún problema. Y si no llegamos, nos van a dejar morir, también. Se dirige a Maquinchao que está sentado en el suelo, ya casi repuesto.
¿Y vos que pito tocas?
La voz impaciente de la López llega desde más atrás.
Mátelo de una vez y vamos que se viene el Ejército.
¿Y a donde van a ir? atina a decir Maquinchao.
Las preguntas las hago yo. ¿Qué mierda hacés por acá?
Yo nada, señor. Me iba para Fuerte Chasicó, a vender unas plumas, y unos cueros.
¿Y?
Me agarraron de sorpresa. Si no, no me agarraban se justifica Maquinchao. Eran como siete y se fueron por ahí señalando hacia el desierto.
¿Y? insiste Fons.
Me llevaron el caballo concluye Maquinchao.
Puta que habías sido indio sonso. ¡Dejarte robar el caballo!
Maquinchao baja la vista avergonzado. Fons se va acuclillando, pensando.
Y... ¿que carajo hacemos, Fons? lo apura Clarmont, im¬paciente.
Alí interviene, dubitativo:
¿Y... no nos podemos esconder por acá?
Si traen un buen rastreador nos encuentran en menos de diez minutos desecha despectivo Fons.
De enfrentarlos ni hablar, son de los suyos ironiza Clarmont.
Fons lo ignora y apura a Maquinchao.
¿Por dónde ibas a agarrar para cruzar la sierra?
Por la quebrada honda... ¿Ustedes no vinieron por ahí? se hace el tonto Maquinchao.
Si, pero no ha de ser el único camino lo indaga Fons.
Otro... no hay... miente Maquinchao.
¿Conoces el camino del desierto?
Maquinchao se encoje de hombros:
Vine por ahí...
Fons se pone de pie súbitamente.
¡Bueno, nos vamos!
Todos empiezan a alistarse para partir, menos Alí, que se queda sentado.
¿A dónde vamos? pregunta Clarmont.
La única solución que nos queda es mantener el plan: Alcanzar a los tipos y recuperar los caballos.
¿Por la planicie esa? se extraña Clarmont. Sin cabal¬los lo veo difícil.
Caminando día y noche tercia la López.
Clarmont entiende el plan y asiente mientras se va a echar un trago de agua. Con una fija mirada a la cantimplora, Fons detiene la intención de Clarmont.
Acuérdese de Argelia le recomienda.
Clarmont comprende y guarda la cantimplora. Fons satisfecho gira y lo ve a Alí que no se ha movido.
A mí ya no me necesitan más... se justifica Alí y se encoje de hombros. Diga lo que diga, los soldados igual ya saben para qué lado van.
Vos te venís dice irrumpiendo terminante Memé.
Todos se dan vuelta y la miran sorprendidos.
Porque yo voy agrega. Y si yo voy, vos venís conmigo.
La López interviene y la ataja:
¿Y vos a qué vas a venir?
No me gusta dejar las cosas por la mitad le contesta desafiante y mira fijamente a Fons a los ojos.
Clarmont lo fuerza a Alí a ponerse de pie y le da el barril mochila.
Vamos le ordena.







Todos emprenden la marcha menos Maquinchao. Fons se da vuelta.
Vos también venís le advierte.
¿Para qué? pregunta la López.
Necesitamos un baqueano le explica Fons.
Tiene razón la señora...Siguen derechito... no se pueden perder se achica Maquinchao.
¿Qué te pasa, indio sonso? ¿No querés recuperar el caballo? lo azuza Fons.
Busco otro rehuye Maquinchao.
¡Levantate y vamos! grita Fons perdiendo la paciencia.
Maquinchao obedece.
¿Cómo te llamabas, vos? le pregunta Clarmont una vez que se puso de pie.
Juan dice el indio y se sonríe, escondiendo la cara.
Fons gira y le recomienda a Clarmont:
Vigílemelo día y noche. En cuanto nos descuidemos se nos hace humo.
Inmediatamente le advierte a la López:
López. Que no se te vaya a escapar un tiro.

Bajo el sol del mediodía, en medio del desierto marcha el grupo a paso redoblado. Las sierras ya casi no se ven, allá, en el horizonte.

Los cascos de varios caballos frenan en las últimas estribaciones de la sierra. Allí, dónde hace poco se internó el grupo de Fons en el desierto. La tropa está agotada. Los caballos sudados.
Se mandaron por el desierto, nomás dice el sargento, valorativamente, y desmonta.
El mayor se seca la cara con el pañuelo.
A caballo no es un paseo, pero se puede cruzar le dice el sargento, y se pone a hacer visera con la mano.
El mayor mira hacia el horizonte.
Están fuera de la vista le informa.
El sargento se acuclilla junto a las huellas, las observa por un instante, se pone de pie y se dirige hacia el mayor.
Los de a caballo primero, y después, los de a pie. Los están siguiendo reflexiona el sargento. Porfiados concluye apreciativamente, y mira hacia el desierto.
Luego va hacia su caballo.
Ahora ya sabemos cual es el grupo de Fons le dice al mayor como al pasar
Sea cual sea, sin caballos y sin agua, están ter¬minados - le replica irritado el mayor. -Si por milagro se salvan, yo sé donde encontrarlos. No perdamos más tiempo -concluye.
El sargento lo mira de reojo, mientras monta su caballo.
-¡En marcha! -ordena el mayor, y gira su cabalgadura para emprender el regreso, abriéndose paso entre la tropa.
El sargento pasa la mirada por el horizonte, hace un gesto de duda y talonea el caballo.

En el desierto, el sol del atardecer enrojece el horizonte. Clar¬mont echa una mirada hacia atrás. Ya no ve la sierra.
Bueno, ahora está del otro lado le dice a Fons. Acá sí que se acabó la civilización. ¿Qué se siente?
Calor le contesta Fons secándose con la manga.
No es eso le dice Clarmont apareando su tren de mar¬cha con Fons. Me acuerdo que en el hospital me dijo que la gente como yo atentaba contra las instituciones.
¿Y? le dice Fons, impaciente y molesto.
Fijesé. Ahora, acá. ¿Instituciones? Ese uniforme, por ejemplo, no significa nada dice Clarmont ironizando. ¿Aún así va a tener el valor necesario para ir hasta el final? -le pregunta, provocándolo.
Fons, muy tenso y sin detener la marcha, con dos dedos se palpa las insignias de Capitán.
Estas, me las gané en la retirada de Boquerón -le contesta con orgullo.
Clarmont lo mira interrogante, como no comprendiendo.
Porque fui el último en salir le aclara Fons.


Para Clarmont no es suficiente.
¿Y? lo vuelve a provocar Clarmont.
Que aguanto lo que venga le retruca Fons. -Incluyéndolo a usted, si es necesario.
Sí, claro, por supuesto -rehuye Clarmont. Pero inmediatamente vuelve a insistir. -Usted era capaz de todo cuando había ascensos y honores. La muerte... empieza a decir Clarmont, y se detiene.
Fons lo mira. Clarmont hace una breve pausa.
Para gente como usted sigue Clarmont, ¿la muerte no es el fin no?...Piensan que van a quedar en el bronce; imaginan a las nietitas jugando con las medallas del abuelo heroico. Pero acá, la muerte que nos espera, va a ser anónima y rastrera. Sólo van a quedar unos huesos blanqueándose al sol. ¿Lo había pensado, Capitán?
Fons no le contesta y apura el paso.
¡A la muerte, acá, le está negada la eternidad, Fons! le grita Clarmont.
Maquinchao, que va caminando adelante de todos, sonríe para sí.

Ya es de noche. A una seña de Fons, todos se detienen.
Cinco minutos le dice Fons a la López y se va junto a Maquin¬chao.
La López se sienta, se saca una bota y se pone a masajearse el pie. Memé llega y se sienta junto a ella.
¿Por qué no me presta atención? le pregunta refiriéndose a Fons con una mirada.
La López hace un leve gesto de ignorancia.
Porque no sos de su clase, debe ser le contesta.
Memé le dirige a Fons una larga mirada, dubitativa.
Un señor dice la López mientras se masajea el otro pie. De buena familia. Estudió y todo.
Sí, ya me doy cuenta dice Memé para sí, comprendiendo lo que quiere decir la López.
La López, de reojo, la mira de arriba a abajo:
Decime una cosa. ¿Vos cómo llegaste a esto?
Qué se yo se lamenta. Me dijeron que tenía que ser obediente. Me quisieron casar a los quince años con un viejo que se caía. El día que vino a pedir mi mano me aparecí corriendo desnuda por la sala, para espantarlo.
La López sigue en lo suyo, pero ya está interesada en el relato.
Un poco después, me encontraron con el mozo de las caballerizas. Mi padre lo hizo azotar por el mayordomo. A mi me mandaron a una propiedad en Unquillo...
¿Y? le pregunta ya ansiosa la López.
Se enteraron lo del curita. Así que me encerraron en un convento en Alta Gracia.
La López sonríe.
Me escapé confiesa Memé.
Hiciste bien la alienta, cómplice, la López. Yo también me escapé. Con mi López.
En ese momento se da cuenta de que lo nombró, y un velo de tris¬teza le cubre los ojos. Los baja y empieza a ponerse las botas, dando por concluida la conversación.
Memé se la queda mirando, comprendiendo su tristeza. La López se pone de pie.
¿No le vas a decir nada, no? le ruega Memé.
¿De qué? le contesta la López.
Memé sonríe agradecida. La López empieza a acomodar el equipo y le echa una mirada a Fons que cruza unas palabras con Maquinchao. Fons rodilla en tierra y Maquinchao acuclillado a la manera mapuche.
¿Habrán parado a vivaquear? lo consulta Fons.
Sí, pero ya deben estar saliendo contesta el indio.
Fons lo interroga con la mirada.
Van a andar toda la noche y van a acampar de día...en Tres Chañarcitos, calculo completa Maquinchao.
¿Y eso dónde es? lo indaga Fons.
Maquinchao, como dirigiéndose a un neófito, señala vagamente hacia adelante.
Para allá. Tenga paciencia le dice con suficiencia.
Fons lo mira serio.
No te pases de vivo le advierte Fons.
Qué pasa acá dice llegando la López.
Maquinchao cambia de actitud y baja la cabeza, sumiso.
Nada, nada disimula Fons poniéndose de pie. Vamos.

La Luna brilla. Las seis figuras se recortan contra la noche, marchado de uno en fondo. Primero Fons, detrás Memé, después Maquinchao, la López, Alí y Clarmont.
¿No vamos a comer nunca? se queja Alí.
Clarmont se le pone a la par y le ofrece la cantimplora.

Amanece. Un fuego apagado bajo unos espinillos. Maquinchao, acuclillado, mira las huellas. El resto lo observa.
Uno se adelantó con ocho caballos le informa a Fons. Los otros seis acamparon acá.
¡Bueno, vamos! ordena Fons.
La gente tiene que comer, Fons lo frena Clarmont.
Fons lo mira molesto.
En la próxima le dice secamente.
Alí se mete, ansioso:
¡No nos puede hacer esto! ¡Somos seres humanos!
Clarmont se hace un costado y Fons piensa mirando al piso.
No podemos estar sin comer insiste el turco.
Fons opta por la iniciativa.
¿Qué te queda, López? le pregunta.
La López mete la mano en la alforja y le muestra tres tiras de charqui. Fons los señala con un gesto breve.
Repartiles le ordena.
Alí sonríe. La López saca un cuchillo y corta porciones.
A él también le dice Fons refiriéndose a Maquinchao.
La López reprime un gesto de fastidio.
Fons gira hacia Alí y le echa una mirada fulminante que le enfría la alegría.
La próxima vez que hablés, comemos carne de turco lo amenaza sin contemplaciones.

Otra vez en marcha. Desde el fondo de la columna llega el monótono canturreo de Alí, que entona una canción en su idioma. Fons y Maquinchao van a la cabeza.
Parece que usted también se dejó sorprender le dice Maquinchao a Fons en tono sumiso pero algo irónico.
Sin detener la marcha, Fons hace un corto gesto interrogante. Maquinchao, con humildad, va sacando conclusiones.
A los que van adelante les sobran caballos le dice. A ustedes les faltan...
Fons sigue caminado sin darle importancia.
Por lo que escuché, no es la primera vez... insiste Maquinchao.
No es la primera vez qué reacciona Fons.
Que se deja sorprender le contesta el indio.
Fons siente el impacto y le dirige una mirada despectiva.
Sí, pero no eran indios le retruca Fons mordiendo las palabras, algo despectivo.
¿Ah no? ¿Y qué eran? pregunta Maquinchao, ingenuo.
Fons se ofusca.
Una emboscada. No se dejaron ver. Fusiles Remington a los dos lados del cañadón.
¿Y? insiste Maquinchao.
Fons piensa un momento.
¡Y nada! le contesta aún más ofuscado. ¡¿Qué mierda te estoy dando explicaciones yo a vos?!
Está bien, no se enoje conmigo... le dice Maquinchao, conciliador. ¿No me dijo que no eran indios?
Tenés razón contemporiza Fons, aflojando el tono. No conocí indio de lanza que esconda la cara para pelear.
Luego Fons redobla el paso y se adelanta concluyendo la conversación.
Clarmont, apurando espontáneamente el paso, se aparea con la López, que marcha un trecho más atrás de Maquinchao.
Se han hecho muy amigos... le dice como un mero comen¬tario de viaje y sigue como si tal, dejándola atrás.






Cruzan un barranco seco. Clarmont alcanza a Maquinchao, que ya está algo apartado de Fons. La López los sigue. Clarmont mira a Maquinchao y señala hacia atrás con un movimiento de ojos.
Me parece que vas necesitar a alguien que te cuide las espaldas le comenta.
Maquinchao gira levemente la cabeza y ve a la López atrás suyo, en la exacta línea de marcha. Clarmont, entonces, se ubica entre ambos. Memé, que se ha acercado, observa el movimiento de Clar¬mont, con suspicacia.

A media mañana coronan una pequeña elevación, esperanzados por encontrar algo del otro lado. Nada. Sólo el desierto.
De pronto Maquinchao se pone a escudriñar a lo lejos. Los demás lo miran.
Un caballo muerto dice, por fin.
Clarmont saca su catalejo y mira.
Yo no veo nada dice Clarmont.
Hay un caballo muerto insiste el indio.
Vamos a echar un vistazo decide Fons y comienza a bajar la loma.
Nos desviamos del camino -dice Clarmont, en voz alta para que escuchen todos.
Vamos a echar un vistazo repite Fons sin detenerse.
Memé se sonríe para sí. Clarmont lo corre a Fons y se le pone al costado.
Oiga, Fons. ¿Usted le cree? ¿Cómo sabe que no es una triquiñuela del indio?
Fons se detiene y medita un momento. Mira a Maquinchao.
Vos venís conmigo le dice al indio. Ustedes esperan acá le ordena al resto.
De ninguna manera. Yo también voy dice Clarmont alzando la voz.
Se llega hasta Alí, abre la canilla del barril de agua y empieza a llenar su cantimplora.
Fons lo mira hacer reprimiendo un gesto contrariado. Pega media vuelta y se va bajando la loma junto a Maquinchao.
Clarmont termina la operación y va detrás de ellos. Al pasar junto a la López, dice como para que escuche sólo ella, con ironía:
Le cree al indio.
Inmediatamente apura el paso para alcanzarlos. La López se queda pensativa, mirándolos irse. El turco masculla para sí frases en su idioma.
¿En que andás vos, turco ladino? le dice Memé.

Las botas de Fons llegan hasta el caballo muerto. Ahí nomás, hay unos bultos y una caja rectangular.
Tiene un día de muerto dice Maquinchao observando.
La loma es amplia y baja, de un par de metros de altura. Clarmont se queda a pocos pasos, junto a un grupo de algarrobos raquíticos vigilando los alrededores.
Maquinchao observa huellas de pisadas.
Son de recién. El hombre fue para allá. No debe andar muy lejos deduce el indio.
Fons saca el revólver y empieza a caminar hacia el borde a pico de la loma, mirando en la misma dirección hacia donde van las huellas.
Cuando llega y se para en el borde, escucha un gemido. Se asoma. Un hombrón rubio está sentado, medio tirado de costado, al pie de la pared de tierra. Está atontado y jadea con la cabeza ladeada y los ojos desorbitados. Viste chaqueta y pantalón gris con botones plateados. Aparenta estar desarmado.
Fons se aleja un poco siguiendo el borde de la pared, hacia una bajada mas playa.
Clarmont se aproxima. Maquinchao estira la mano, indicándole que le dé la cantimplora.
No nos sobra el agua lo ataja Clarmont.
Maquinchao repite el gesto.
Clarmont lo piensa un segundo y le da la cantimplora. Maquinchao agradece con un levísimo gesto de cabeza y salta desde el borde de la loma y cae al lado del hombre.
Cuando Fons llega, Maquinchao le está dando de beber.
Dejémoslo y vamos, Fons. No es uno de ellos sugiere Clarmont desde arriba.
Vamos a hacerle un par de preguntas. Después vemos -le contesta Fons.







Maquinchao los encara.
No se abandona así a un hombre dice con seguridad.
De inmediato hace un gesto de arrepentimiento. Luego, vuelve al tono sumiso:
Digo...
Fons toma un brazo del hombre como para cargarlo.
Ayudame le pide a Maquinchao.
Clarmont se va a revisar los bultos y la caja. A unos metros de sus botas, Fons y Maquinchao recuestan al hombre bajo la magra sombra de los algarrobos..
¿De dónde saliste vos? le pregunta Fons al hombre.
Venía de peón de unos curas salesianos.
Clarmont, que tiene la mano metida en la caja, se incorpora con un Winchester en la mano y se lo muestra.
Buena manera de catequizar, los curitas.
Luego, Clarmont sopla el polvo. El fusil está flamante.
Fons mira el Winchester, sorprendido. Se para y estira la mano hacia Clarmont.
Winchester. Americano le informa entregándoselo.
Fons hace un gesto de ya saberlo, mientras prueba el mecanismo que funciona a la perfección.
También los usan en Chile aclara Clarmont con suspicacia.
Fons mira la culata, y ve, grabado a fuego, en el lateral, una especie de sello.
Exactamente concuerda Fons y luego lee: República de Chile. Colonia Penal de Punta Arenas.
El hombre empieza a mirarlos atemorizado.
¡Merde! Viene de lejos el hombre ironiza Clarmont.
No, yo... Soy un guardia del penal, que me ofrecí a acompañar a los padrecitos trata de explicar el hombre.
Fons se acuclilla junto a él.
¡Desertor! le grita autoritario.
Maquinchao se sonríe. Fons lo mira al indio y sigue:
Lo de los padrecitos, no te lo creímos. Así que en el primer puesto de frontera te entregamos. ¿Vos sabés, no, lo que les hacen a los desertores?
El tipo se queda mudo unos momentos. Después agacha la cabeza.
Me fugué admite.
Ah, bueno acepta Fons más calmado.
Maquinchao se ha acercado a la caja y saca otro Winchester. Clar¬mont lo mira a ver qué hace.
Dejá eso, vos le ordena cortante Fons.
Maquinchao, humilde y obediente, lo deja. Fons se pone de pie y le tira su Winchester a Maquinchao.
Guardalo. Revisá si hay municiones.
Maquinchao lo hace. Después corta las riendas del caballo muerto y arma un correaje para cargarse la caja a la espalda. El hombre mira los preparativos.
¿Me van a dejar? pregunta angustiado.
Fons hace una seña con el pulgar hacia atrás.
A un día de marcha tenés la sierra le informa.
Clarmont se justifica ante Maquinchao.
No nos sirve para nada le dice.
Pero inmediatamente duda un instante.
Aunque pensándolo bien... murmura para sí.
Con un ademán se lleva a Fons aparte.
Lo podemos llevar le propone.
Es un criminal se niega Fons.
¿Ah, si? le dice Clarmont irónico.
Fons lo mira un momento.
¿Le conté como hacen en Nigeria para apagar los fuegos? continúa Clarmont.
No contesta seco Fons.
Con más fuego concluye Clarmont.
De pronto se escuchan varios disparos a lo lejos.
¡Las mujeres! grita Fons.








Los tres se largan a todo correr. Maquinchao va cargando la caja a su espalda, en bandolera. El hombre se desconcierta un momento y finalmente sale, rengueando como puede, tras ellos.
Mientras corren suenan disparos aislados. Repechan una loma. Clarmont tropieza con una vizcachera y rueda pendiente abajo. In¬mediatamente se para y sigue corriendo.
Una pequeña columna de humo sube desde el lugar hacia donde se dirigen, varias lomas mas allá.
Maquinchao, a la carrera y tratando de no detenerse, va tironeando de un fusil de la caja. Clarmont intenta sacarle ven¬taja a Fons. Se enredan y rasgan al saltar entre unos espinillos bajos. Maquinchao sigue corriendo tironeando del Winchester.
Se escuchan tres disparos seguidos y luego cesa el fuego.
Los tres, a la carrera, se abren en abanico.
Llegan a toda velocidad al lugar donde habían quedado Memé, la López y Alí. Fons frena rayando; observa el panorama, en tensión.
Hay un tipo muerto con el arma tirada al costado. Clarmont empuñando su revólver y Maquinchao, fusil en mano, frenan más allá, cubriendo el área. La López surge de atrás de una barda con el fusil humeando.
Fons mira al muerto, mira a la López y ve el fuego encendido. Un poco más allá, el barrilito de agua agujereado a balazos.
Eran dos informa la López llegando junto a Fons.
Fons baja el revólver con furia contenida.
El otro se me escapó, con los caballos completa la López.
Fons enfunda el revólver y vuelve a mirar el fogón humeante con los dientes apretados.
Hiciste fuego, López le recrimina duramente, mor¬diendo la bronca.
¡Hiciste fuego! le grita furioso.
La López baja la cabeza, avergonzada.
Yo no fui murmura, pero... igual es culpa mía.
¡¿Quién fue?! la aprieta Fons.
La López mira hacia Alí, que está parado a unos metros.
Fons se le va encima y empieza a sopapearlo con violencia y desprecio.
¡Estúpido! ¡Imbécil! ¡Ahora ya saben que los seguimos!
Alí se defiende de los golpes como puede cubriéndose la cabeza.
Clarmont se ha ido acercando.
¡Basta, Fons! le grita con tono imperativo.
Fons se da vuelta furioso y le grita a su vez fuera de sí:
¡Usted cállese! ¿Se cree que no me di cuenta que me está echando la gente en contra? ¡¿Cree que soy estúpido?!
De pronto Fons se frena. Furioso, pero pensando y mordiendo las palabras le dice a Clarmont:
Mientras esté vivo, acá mando yo. ¿Está claro?
Clarmont no le contesta. Lo mide.
¡¿Esta claro?! insiste Fons clavándole los ojos.
Clarmont baja la vista y enfunda, restándole importancia al asunto. Fons le dirige una corta mirada al barril agujereado.
Y desde ahora dice mirando la cantimplora de Clar¬mont. El agua está racionada.
Luego gira hacia la López.
López, hacete cargo le ordena.
Inmediatamente se acuclilla a observar al muerto. La López se acerca a Clarmont y lentamente le estira la mano pidiéndole la cantimplora. Fons, sin dejar de revisar al muerto, no pierde detalle. Clarmont evalúa un instante la situación y le entrega la cantimplora a la López. Fons hace un leve gesto de aprobación. La López se va a recoger las otras. Clarmont se encamina hacia donde está Fons a observar, aflojando la tensión. Fons toma el arma del muerto. Es un mosquetón marinero. Sin levantarse, y sin mirarlo, se lo ofrece a Clarmont.
En el frente del Paraguay, estos los usan los infantes de la Armada Imperial le informa.
Clarmont lo toma y lo examina brevemente.
Inglés diagnostica con suficiencia el francés.
Inglés, el mosquetón. La Armada Imperial, brasileña le retruca Fons y se pone de pie. Bueno. En marcha ordena.






Maquinchao está a unos pasos, terminando de guardar el fusil.
Vos, andando le dice. Y no me toqués más las armas.
Fons... lo llama la López.
Fons se da vuelta fastidiado. La López dirige la mirada hacia Memé, que está todavía tirada en el suelo. Fons, que recién repara en ella, se da cuenta de que algo le pasa, se le acerca rápidamente y se acuclilla a su lado. Memé tiene un manchón rojo en un costado. Fons, con el dedo, la palpa expeditivamente.
No es nada le dice a la López.
La López asiente. Fons le toma el mentón a Memé.
Vas a tener que seguir le dice con firmeza pero con suavidad.
Memé le sonríe asintiendo en silencio. Fons le mira los pies. Sus zapatos están destrozados y los pies sangrando.
Sacale las botas al muerto y ponéselas a ella le or¬dena a Alí poniéndose de pie.
Alí obedece y Fons mira a la López.
Nos adelantamos a explorar le informa. Hacete cargo. Después no siguen.
La López acepta con un corto movimiento de cabeza. Fons hace una seña y empieza a marchar, seguido de cerca por Maquinchao y Clar¬mont.
Sesgándose desde un costado, el hombre que encontraron con el caballo muerto, viene trastabillando tratando de alcanzarlos.

El sol del mediodía cae a pico. Los pies se encolumnan levantando un fino polvillo. Un par de botas militares avanzan hasta desaparecer. Entre ellas se ven, mas atrás, un par de botas de potro. Gotas de sudor hacen surcos en el rostro polvoriento de Fons. La cara de Maquinchao se eleva mirando al sol.
Clarmont camina ya casi exhausto. Mas atrás, el resto sigue el paso arrastrando los pies.

El sol se pone. Las rodillas de Fons caen en tierra. El capitán, desfalleciente, mira hacia atrás. Sólo ve a Clarmont sentado, a muchos metros, tratando de ponerse de pie. Maquinchao aparece por su costado, también cansado y sudoroso.
Vamos a tener que parar... le dice el indio.
No le contesta secamente Fons.
Luego trata de ponerse de pie, pero las piernas casi no le responden.

Es de noche. La López reparte agua. Toman Maquinchao, Clarmont y Fons. Mientras tanto, trastabillando y ayudándose, se acercan Alí y Memé que, obviamente, se habían retrasado.
Fons se deja caer de espaldas, pensativo. La López le da agua a los recién llegados. El hombrón se acerca pero se para a prudente distancia y los mira beber.
Agua les pide, suplicante.
La López, a punto de beber, le estira la mano con la cantimplora.
El hombre corre como puede, la toma y bebe. La López recibe de él la cantimplora y se la lleva en la boca, bebe un trago y en¬seguida hace un gesto de contrariedad. Cuando va a dejar la can¬timplora en el suelo, ve que Fons la está observando. Ella lo mira y Fons la interroga con la mirada. La López mira la can¬timplora y le hace un gesto de negación con la cabeza. Fons se la pide con una seña. La López se la alcanza. Clarmont observa que Fons deja la cantimplora a su lado y mira de reojo a Alí, que se ha dormido.
Descansamos un par de horas y seguimos. No pueden estar lejos dice Fons tratando de alentar al grupo.
Al momento se hecha a dormir, tapándose con el capote hasta la cabeza.

Ya todos duermen. Sigilosamente, Clarmont despierta a Alí. Con señas, le indica que en silencio lo acompañe. Alí duda pero Clar¬mont insiste y entonces lo sigue. A mitad de camino, Clarmont le señala a Fons y desenfunda el revólver. Alí quiere retroceder pero Clarmont, con ademanes, lo tranquiliza y lo anima a seguirlo. Alí sigue adelante. Llegan junto a Fons. Clarmont le señala la cantimplora a Alí, indicándole que la tome. Alí comprende y sonríe. Len¬tamente se agazapa para hacerlo. Mientras tanto, Clarmont tantea la pistolera de Fons para sacarle el arma pero no la encuentra. Clarmont, entonces, cuidadosamente y preparando su arma, levanta el capote.





El revólver de Fons le está apuntando directamente a la frente. Clarmont paraliza su movimiento. Alí retrocede soltando la can¬timplora.
No vale la pena, Clarmont dice Fons con absoluta tranquilidad. Se acabó hace rato.
Clarmont se queda petrificado.
La mirada de Fons se eleva por sobre su hombro. Clarmont gira la cabeza y ve a Maquinchao que está parado a sus espaldas, facón en mano. Clarmont sonríe nerviosamen¬te.
Yo sé donde hay agua dice secamente el indio bajando el cuchillo.
Un mapa militar está extendido sobre el polvo del desierto, iluminado por la luz de la luna.
El grupo está reunido alrededor del mapa, todos atentos.
Memé que está como ausente, a unos metros.
Esa aguada que decís no está en el mapa verifica Fons mirándolo a Maquinchao.
Claro confirma Maquinchao.
¿A cuánto me dijiste que está? le pregunta Fons.
Un día de camino contesta Maquinchao.
Me vas tener que llevar le dice Fons.
Maquinchao niega con la cabeza.
¿Por qué? le pregunta Fons.
Por algo no está en su mapa le contesta Maquinchao lacónico.
Fons lo mira valorándolo de manera distinta.
¿Usted me diría se explica Maquinchao, dónde tienen escondidos los cañones?
¿Juan qué, me dijiste que te llamabas, vos? le pregunta Fons contrariado, pero con interés.
No le dije le contesta fríamente el indio.
Está bien, yo puedo ir interviene Clarmont con ánimo de distender.
Usted no le responde Fons con firmeza.
Inmediatamente Fons gira y mira a Alí.
Y éste tampoco agrega.
Puedo ir yo sugiere la López.
No dice Maquinchao sereno pero firme.
La López lo mira con odio. Fons mira a Memé e inmediatamente hace un gesto de descarte.
Voy solo decide Maquinchao.
Fons lo mira como sospechando de él, evaluándolo.
Solo no vas a ningún lado le responde.
¡Bueno, indio de mierda! se harta Clarmont. ¡¿Vas decir solito donde está la aguada o te hacemos hablar?! le grita.
Inmediatamente se le abalanza. Maquinchao da un salto atrás, plantándose para esperarlo. La López manotea el fusil.
¡Clarmont! grita Fons con firmeza.
Luego clava la vista en la López y le hace una seña tajante para que deje el arma. La López baja el fusil; lo mira con rencor.
Ni aunque le saque las uñas una por una, le va a decir donde está la aguada le informa Fons a Clarmont, lapidario.
Clarmont lo mira interrogante. Fons recoge el mapa con un brusco movimiento y se pone a doblarlo.
Este indio nos engaña le explica. Se hace el sonso, pero se hace nomás. No me extrañaría que fuese una lanza de Calfucurá concluye Fons.
Maquinchao no le contesta. Fons lo mira a los ojos. El indio per¬manece impertérrito. Fons renuncia y baja la mirada, resoplando.

Memé se aproxima a la López que se apresta a dormir.
¿Una lanza de quién, dijo? le pregunta por lo bajo.
Del cacique Calfucurá le contesta la López con aire de respeto.
¿Y qué estaría haciendo acá? insiste Memé preguntando ingenuamente.
Vaya a saber. Con los indios nunca se sabe le con¬testa la López.






La López abre los ojos. El sol del amanecer ya aparece en el horizonte. Vuelve a cerrarlos y, de pronto, se yergue mirando al¬rededor.
Se fue se dice a sí misma y se levanta de un salto. ¡Ese indio hijo de puta se mandó a mudar! grita despertándolos a todos.
Fons se incorpora. La López corre y sube una loma cercana. Los demás van tras ella. La López se planta en la cresta de la loma y se pone a otear para todos lados. Las huellas se pierden en la lejanía.
Fons llega junto ella.
Tendríamos que haberlo estaqueado, hasta que hable o se seque al sol le recrimina la López, furiosa.
Fons le va a contestar.
Así le va le escupe la mujer con desprecio, sin darle tiempo a nada.
Pega media vuelta y se va dejándolo con la palabra en la boca.
Fons baja la cabeza y la menea, contrariado.

La López está levantando sus cosas, nerviosamente. A unos pasos está el hombretón, con cara de perro huérfano. La López, mal¬humorada, de pronto advierte que la está mirando.
¿Cómo te llamás, vos? le pregunta con tono seco.
Salvatierra... contesta tímidamente el hombre.
La López no se puede contener y larga una carcajada.
¡Salvatierra! exclama.
Fons llega inquieto y corta la risa de la López.
¿Dónde esta Alí? le pregunta, tajante.
La López observa a su alrededor. Alí no está. Fons se pone furioso. Empieza a mirar a todos lados, con ira, desconcertado.
Con el indio no se fue le dice la López.
Fons se calma. Trata de pensar. Clarmont llega junto a él.
Su nuevo socio ironiza Fons, mirándolo de costado.
¿Será un delator? se pregunta Clarmont.
Lo único que nos faltaba... murmura Fons.
Salvatierra hace un tímido gesto, primero como pidiendo permiso, y luego señalando apenas, en una dirección vaga. Fons entiende e inmediatamente se lanza en esa dirección, seguido por Clarmont. Ambos desenfundan sobre la marcha.

Avanzan entre las matas espinosas. Empiezan a escuchar un mur¬mullo y se frenan.
Luego siguen cautelosamente. El murmullo crece de a poco. Se agazapan un instante.
Lo dije. Nos está delatando le dice Clarmont a Fons casi en un susurro.
Ambos amartillan los revólveres, continúan el avance, agazapados y cruzan un grupo de espinillos.
El murmullo crece.
Los espinillos terminan justo al comienzo de un declive.
Allí se detienen asombrados mirando hacia abajo.
Luego se incorporan len¬tamente, se miran y vuelven a clavar los ojos más abajo.
Alí, arrodillado sobre su chaleco y con la frente y las palmas apoyadas en la tierra, está rezando en su idioma. Rítmicamente levanta un poco la frente y estira los brazos.
A su alrededor, el desierto se ve imponente e infinito.
Fons y Clarmont circunspectos, enfundan sus armas.
Alí continúa rezando ajeno a todo. Fons, respetuoso, se da media vuelta. Con un gesto hacia Clarmont para que lo siga, se vuelve junto con los demás.

El aire caliente, como un cristal deformante, hace viborear las figuras que avanzan entre espinillos raquíticos aquí y allá.
Memé tropieza y se cae dando la cara contra el polvo. Todos pasan a su lado caminando como autómatas. Fons, que cierra la marcha, al pasar junto a ella, se agacha y la ayuda a incor¬porarse. Ella se toma de él con todo lo que le queda de sus fuer¬zas. Siguen caminando como dos sonámbulos, abrazados.









Es de noche. Está tirados, esparcidos en un monte un espinillos. Fons tapa a Memé con su capote y se va a sentar contra un tron¬quillo retorcido. Dobla sus rodillas y las rodea con los brazos, apretando los muslos contra su pecho. Cerca de él, Clarmont tirita, hecho un ovillo.
¿Cuándo saldrá el sol? pregunta más allá Salvatierra.
Nadie le contesta.
Cuando salga el sol desearemos que llegue la noche filosofa Clarmont sin abandonar su posición.
Fons lo mira de reojo.
La noche siguiente desearemos que salga el sol y luego otra vez la noche, hasta sólo desear la muerte..., desear solamente que todo se termine...
Fons deja de mirarlo y apoya la frente sobre sus rodillas.
¿Que cosa no? agrega Clarmont.

Empieza a salir el sol. Trabajosamente se levantan y se ponen en camino.
Sus rostros están llagados. Sus labios, partidos y sangrantes. La mirada, perdida.
La planicie se corta, en el horizonte, por un cordón serrano.
Parecen tan cerca... murmura Memé.
Pero nadie camina a su lado. Los demás avanzan desperdigados, como ausentes.
De pronto, la López se tira al piso, contra unas matas resecas, y arranca unas raíces. Las aprieta, tratando de extraerles alguna gota de agua. Pero es inútil. Arroja las raíces y se pone de pie, tambaleando.
Alí, más allá, pasa murmurando un cántico monocorde, casi sin abrir los labios.
Memé trastabilla y vuelve a derrumbarse. Fons se acerca y vuelve a ayudarla a levantarse.

El sol del mediodía es implacable. Todos están tirados bajo la inexistente sombra de un arbolillo solitario, como dormidos.
Fons abre los ojos y reacciona, intentando pararse.
López la llama. Si nos quedamos acá, López, no nos movemos más. Me escuchás, López.
La López no le contesta, sólo abre lo ojos y mira hacia la nada. Fons logra pararse.
¡Arriba! ¡Arriba! les grita a todos, afónico.
Nadie se mueve. El rostro de Fons empieza a temblar de ira e im¬potencia. Mira a lo lejos. Sólo ve desierto.
Va hacia Memé y la obliga a levantarse tironeándola de la ropa. Ella logra pararse y lo mira suplicante. Fons toma su capote, lo enrolla y se lo cruza en bandolera. Luego va hacia Memé y cruza uno de los brazos de la mujer por encima de sus hombros. Da un paso, tratando de hacerla caminar.
La López gira la cabeza y lo mira. Con un último esfuerzo se pone de pie.
Los otros empiezan a moverse.
Fons da otro paso, sosteniendo a Memé, y mira al cielo.
Varios caranchos planean sobre ellos.

El sol ya se pone en las sierras lejanas.
Fons lleva a Memé colgada, casi arrastrando los pies en el polvo.
Salvatierra cae y se queda inmóvil en el suelo. La López que camina de rodillas, de repente levanta la vista.
El indio... murmura.
Clarmont, tambaleándose y delirando, pasa de largo sin es¬cucharla.
¡El iiindioooo!... aúlla la López.
Alí da tres pasos, llega hasta ella y se deja caer sentado. La mira con piedad.
Pobrecita. Callate, López le dice con ternura.
La López grita más fuerte, levantando el brazo con un último es¬fuerzo.
¡Viene el indio! dice a punto de llorar.
Fons deja recostada en el suelo a Memé y se yergue lo más que puede. La López cae exhausta.
Los ojos enrojecidos de Fons se humedecen mirando hacia la lejanía.
Sobre el borde de una loma, recortada contra el sol que se pone, está la figura de Maquinchao con los brazos abiertos y las can¬timploras colgando de sus manos.
Fons cae de rodillas en el polvo y mira al cielo.





El agua chorrea por las comisuras de los labios cortados y sedientos de Memé. Maquinchao estira su brazo ofreciendo otra cantimplora. La López levanta la vista. Maquinchao insiste. La López toma la cantimplora y bebe. Luego vuelve a mirarlo. Maquin¬chao le sostiene la mirada un instante y luego gira para ofrecerle la última cantimplora a Fons. La López termina de beber y le ofrece la cantimplora a Salvatierra. El hombre bebe mientras la mira agradecido. La López elude su mirada y gira la vista hacia Maquinchao y Fons que se han sentado muy cerca uno del otro.
Están ahí nomás le dice Maquinchao.
A Fons se le iluminan los ojos.
Pero en un par de horas levantan campamento le ad¬vierte.
Fons hace cuentas mentalmente y enseguida concluye:
Claro. Viajando de noche alcanzan la sierra antes que queme el sol.
Maquinchao asiente.
¿Ahí sí que los perdemos, no? dice Clarmont acercándose.
Hay que sorprenderlos esta noche. O nunca concluye Fons.
¿Y si no podemos? pregunta Memé.
Carne para los caranchos le contesta la López encogiéndose de hombros.

La luna llena los dibuja agazapados, ocultos en el bosquecillo de espinillos. Sólo se escucha un leve murmullo. Con un palito la mano de Fons dibuja un círculo en el polvillo.
Los demás observan con atención. Inmediatamente Fons señala el vivac donde, allá a lo lejos, acampan los bandidos.
Luego, a la derecha del primero, Fons dibuja otro círculo más chico y señala los caballos que están a un costado del vivac.
Luego marca un punto entre él y el círculo mayor y señala al grupo.
Acá estamos ahora susurra.
Clarmont, Maquinchao y la López asienten en silencio. Alí mira reconcentrado y desconfiado. Fons describe un arco de circunferencia, como un cuerno, desde el punto hasta el círculo mas chico y señala a la López. La López asiente con un par de movimientos lentos de cabeza. Luego otro arco desde el punto hasta el círculo más grande y señala a Maquinchao. El indio asiente en silencio con un cerrar y abrir de ojos.
Después, Fons dibuja un arco paralelo al último pero más amplio y que se cierra tomando al círculo mas grande desde atrás; Fons se señala a sí mismo.
Los demás siguen mirando con atención. Luego una recta desde el punto hasta el círculo grande y señala a Clarmont. Este asiente en silencio. Fons gira hacia Alí que lo mira con desconfianza.
Fons señala el lugar donde se encuentran y señala con firmeza a Alí con el palito, y luego el punto.
Vos nos cubrís por acá le susurra.
Alí acepta con un gesto de resignación. Memé observa todo a pocos pasos. Salvatierra está un poco más lejos, sentado en el suelo con los codos sobre las rodillas y el rostro sostenido por las palmas de las manos, como ausente.
Fons echa una rápida mirada a Memé. Previa indicación por señas a los otros de que hagan lo propio, saca su revólver y se pone a controlarlo. Clarmont revisa el suyo brevemente. La López hace lo propio con su fusil. Después se acomoda el facón en el cinturón, a la espalda. Fons toma el mosquetón brasilero y se llega hasta Memé. Con un par de gestos de cabeza, Fons le hace referencia a Alí y Salvatierra. Despues se lleva el índice al párpado inferior del ojo derecho. Memé hace un gesto de comprender. Fons le toma la mano le pone en ella el mosquetón y lo amartilla. Ella pone el dedo en el gatillo; él se lo saca y le hace apoyarlo junto al gatillo. Memé, con delectación, lo mira tocarla.
Fons vuelve hacia Clarmont que lo recibe ofreciéndole un Win¬chester. Luego saca otro de la caja y le dirige una mirada a Fons, que está revisando el fusil. Fons asiente indicando brevemente a Maquinchao. Clarmont le alcanza al indio el Win¬chester y una canana con balas. Maquinchao recibe el fusil y con el mismo movimiento lo pone bajo el ángulo interno que forman sus rodillas. Inmediatamente se calza la canana en bandolera.






Fons los mira. Todos están listos y expectantes; entonces los señala con un gesto rápido que los recorre. Luego dirige una mirada al vivac que se adivina allá adelante y les hace un ademán de aliento. Inmediatamente ordena avanzar con un gesto de cabeza.
Clarmont, haciendo una seña a Alí para que lo siga, parte agachado hacia adelante seguido por el turco. Ambos desaparecen entre los matorrales. Enseguida parte la López, desapareciendo por la derecha. Fons echa rodilla en tierra y pega un vistazo hacia atrás. Maquinchao se apresta a seguirlo. Satisfecho, Fons arranca agazapado hacia la izquierda, seguido por el indio.
Memé, atemorizada, los ve desaparecer en la oscuridad.

Entre los matorrales y los desniveles del terreno, por momentos aparece, adelante, un mínimo parpadeo de luz. Se vislumbran vagas siluetas que se mueven en la penumbra.
Clarmont se detiene y le indica a Alí que permanezca en ese lugar. Alí se agazapa con la cabeza hundida entre los hombros y tomando blandamente el revólver.
Clarmont, algo molesto, le agarra la mano y se la aprieta haciéndole tomar el arma con más firmeza. Luego se acuesta boca abajo con pulcritud y empieza a reptar hacia adelante.

Fons, que se arrastra sobre codos y rodillas, de pronto siente un tirón en la pierna. Mira hacia atrás. Maquinchao, adherido contra el suelo como una rana aplastada, le hace una seña de que se pegue más al piso. Fons asiente y echa una mirada hacia su derecha de donde, tras un talud de tierra, llegan retazos in¬formes de la conversación de los bandidos. De inmediato busca a Maquinchao con la mirada, pero este ha desaparecido sin un sonido. Fons hace un breve gesto de satisfacción y desaparece en la oscuridad.

La López, cubriéndose por los mínimos desniveles, va arrastrándose sobre su costado; de vez en cuando asoman apenas sus ojos. De pronto se detiene y se acomoda, apuntando. A cuarenta pasos adelante y a su izquierda están los caballos. Son seis. Cinco están en pelo. El sexto tiene sobre el lomo una especie de juego de alforjas improvisadas. Están atados con sogas del cogote a un ar¬busto raquítico, casi formando un semicírculo y dando cara al centro del campamento, a la izquierda.
Detrás de ellos un hombre monta guardia con una carabina; lleva al cuello un pañuelo verde. Asoma de la cintura para arriba detrás de los caballos. La mira del rifle de la López lo tiene apuntado. El rostro de la López esta tenso.

Otra mira de fusil gira hacia la izquierda y encuentra otro blanco; mucho más cercano. El bandido está plantado con un fusil en las manos y peinando con la vista todo el espacio a su frente. Lleva una pluma roja en el sombrero. El rostro de Clarmont está en el otro extremo de la mira que apunta. Clarmont, en perfecta posición de tirador cuerpo a tierra, lo acecha. Permanece así unos instantes. Sin mover ningún músculo innecesario echa una mirada hacia atrás. Tras unos espinillos está Alí, agazapado.
Clarmont vuelve a poner su ojo en el alza de la mira. Sin necesidad de corregir la puntería ha mantenido al de la pluma roja centrado en la línea de tiro.

Desde atrás de este bandido, y pistola en mano, llega otro, de chaqueta azul. Ambos conversan breves palabras echando miradas que indudablemente se refieren a los alrededores en sombras.
El de chaqueta azul queda reemplazando al de la pluma roja que se va caminando hacia una cuesta que se eleva muy suavemente; llega hasta un borde y allí se detiene.
Metro y medio más abajo de sus botas, oculto, está Maquinchao al que sólo se le ven los ojos.

Fons pasa arrastrándose mientras controla, allá a su derecha, a este bandido de la pluma roja , que otea la noche desde el borde de la escarpadura. A sus espaldas, en el centro del improvisado vivac, Fons ve que hay dos hombres más. Uno con un poncho marrón y el otro con una rara chaquetilla amarilla. Los dos conversan animadamente aunque su diálogo llega apenas audible. Están junto a los rescoldos de un fogoncito.








El de chaquetilla amarilla esta guardando cosas en unas alforjas, mientras que el de poncho marrón, carabina en mano, bebe de un porrón de ginebra. El primero le recrimina y le saca el porrón de la mano. Con gestos de protesta lo manda a vigilar hacia el lado donde está Fons.
El tipo da un par de pasos tambaleantes y se planta ahí nomás, frente a Fons, pero muy cercano al fogón.
Fons, continúa un trecho reptando y se coloca en posición de tiro. Controla la situación y ve al de pañuelo verde, que cuida los caballos. El tipo se muestra repentinamente atento a algo, y enseguida se agacha.
La López que, desde su posición, lo tenía apuntado, lo pierde de vista un momento. Hace un gesto de contrariedad, pero enseguida lo ve erguirse.
Uno de los caballos se espanta.
El bandido levanta el arma con rápido movimiento y sorpresivamente dispara al bulto hacia donde está la López que recibe el impacto rebotado en el piso. La López pega un grito de dolor.
Fons inmediatamente le apunta al bandido de pañuelo verde, que la ubicó y se apresta a rematar a la López. Fons dispara y el ban¬dido cae herido. La López trata de pararse, pero no puede: está mareada.
Clarmont dispara contra el de pluma roja y lo impacta en el pecho. El bandido cae hacia atrás y queda inmóvil.
Maquinchao salta, toma de una pierna al de chaqueta azul que le va a disparar a Clarmont y lo derriba. Cae sobre él, pero el ban¬dido logra zafarse y corre.
El de pañuelo verde, herido, por detrás de los caballos le dis¬para a Clarmont y lo hiere en una pierna. La López, que logra pararse, le dispara. El bandido rebota contra uno de los caballos y cae.
El de poncho marrón, tambaleando, tira contra Fons que corre tras el de chaqueta azul. Falla. Fons gira, le hace tres disparos con su revólver. El bandido pega un giro y cae.
El de chaquetilla amarilla, asustado, tira el arma y corre hacia los caballos, tratando de escapar. Los caballos se espantan y se desbandan.
Maquinchao se lanza hacia adelante y derriba al de chaqueta azul. Fons también lo alcanza y se tira sobre él.
El de chaquetilla amarilla pasa corriendo muy cerca de Alí que lo ve y le apunta, pero no se decide a tirarle. El bandido sigue corriendo. Clarmont se levanta con esfuerzo, se para todo lo firme que puede sobre la pierna sana. Levanta el fusil.
El bandido sigue corriendo. Clarmont lo mide, dispara y el tipo cae hacia adelante, como fulminado.
Clarmont avanza rengueando hacia Alí que ha bajado el revólver. Se lo saca de la mano y le pega una sonora cachetada.
Cobarde. Ni para ésto servís le dice con desprecio y escupe al piso.

La López llega al campamento. Chorrea sangre por debajo del pelo, a la altura de la oreja.
Fons y Maquinchao traen arrastrando brutalmente al de chaqueta azul y lo arrojan al piso, cerca del fuego todavía encendido.
El bandido sangra por la boca.
¡Empezá a hablar, hijo de puta! le grita Fons enar¬decido.
Fons le pega una patada en las costillas. El tipo se cubre con los antebrazos.
¡¿Te hacés el chancho rengo...?! le grita Fons mirándolo de costado.
Yo no hice nada. ¿Por qué me pegan? lloriquea el ban¬dido.
¡¡Hablá carajo!! le grita Fons cada vez más en¬furecido.
Clarmont viene acercándose, rengueando. Toma el porrón de ginebra del piso y huele el pico.
Déjemelo a mí le pide a Fons. Me debe la muerte de Maurice.
Fons no le contesta, se queda inmóvil, reconcentrado.
Yo no hice nada. Dejenmé ruega el bandido mirando a la López y a Salvatierra, que se ha parado al lado de ella.
Puedo explicarles insiste el bandido mirando a Fons.
¿Ah, sí? le dice Fons, tenso, mordiendo las palabras. Yo te voy a decir lo que me tenés que explicar, y vas a hablar de corrido. Hasta en francés vas a hablar.
¡Dígame qué quiere que le diga! suplica.
Laguna Amarga le informa secamente Fons.



Al escuchar lo de Laguna Amarga, Salvatierra se queda desconcer¬tado y los recorre a todos con la mirada. La López nota el cambio de Salvatierra y lo observa. El bandido se ha quedado mudo.
¿Estás sordo? ¡Laguna Amarga! repite Fons.
El bandido empieza a gimotear.
Yo no soy de esos, señor le contesta. Yo no tengo nada que ver.
¿Y entonces por qué nos emboscaron en el cañadón? le pregunta Fons sin creerle una palabra.
No sé; yo solamente estaba cuidando los caballos.
Hágame caso Fons, yo puedo hacerlo hablar hasta en francés al bruto este le dice Clarmont y se echa un trago del porrón.
Fons no le responde. Mira al tipo y pierde la paciencia.
¿Cuántos son allá? le pregunta subiendo el tono.
No sé... atina a contestar el bandido.
¿Por dónde se llega!? le pregunta a los gritos Fons, cada vez más ansioso.
El tipo lo mira con miedo y niega con la cabeza. Fons empieza a ametrallarlo con gritos furiosos.
¿¡Dónde está el campamento!? ¿¡Está fortificado!? ¿¡Qué armamento tienen!?
El tipo sigue negando con la cabeza. La furia desatada de Fons de pronto se transforma en odio frío. Estira la mano hacia el fogón, toma un leño encendido y se lo acerca a la cara. El tipo intenta arrastrarse y recular.
La López lo mira con rostro tenso pero indescifrable. Fons lo agarra del pelo. Maquinchao lo mira impertérrito. Fons le acerca la braza casi tocándole el ojo. Memé deja escapar un gemido que parece despertar a Fons. De pronto retira el leño y lo arroja sobre las brazas.
¿Me permite? le pregunta Clarmont.
No. No le permito le contesta secamente Fons.
¿Le conté el tormento que usan los beduinos? le pregunta Clarmont, insistiendo.
Fons se queda pensativo.
Si no hablan,...después de eso, cantan insiste Clar¬mont. Pero mudos no se quedan.
López, hacéte ver la herida dice Fons, levantándose de un envión, dando por concluido el tema.
El bandido respira aliviado.
¡Juan! lo llama a Maquinchao. Maniatalo bien. Que no se vaya a escapar.
Maquinchao asiente y obedece.
No voy a permitir torturar a un hombre dice Fons, ante la mirada de Clarmont.
Clarmont le da un largo trago al porrón y se lo ofrece. Fons lo toma y bebe a grandes sorbos.
Salvatierra, tiene otro porrón. Le ofrece un trago la López. Ella lo mira con un gesto de rechazo. Pero ve beber a Fons, entonces acepta y se echa un trago.

Todos descansan tirados, no lejos del fogón, en el campamento de los bandidos. Por detrás, aparece Alí, como perro con el rabo entre las piernas. Clarmont lo ve y le espeta con desprecio:
¡Fuera, perro!
Memé le está limpiando a Fons los raspones con el borde de la enagua. Fons mira a Alí.
Mas vale no te hubiera traído, cobardón le dice despreciativamente.
¡Fuera, fuera perro! lo echa Clarmont como si de ver¬dad fuera un perro.
Alí, totalmente compungido, va retrocediendo hasta acurrucarse bajo un espinilla. Memé lo mira con lástima. Alí se larga a llorar en silencio.
Un chorro de agua cae sobre la cabeza de la López. Sangre aguada corre hacia adentro de la blusa. La López se estremece, luego se echa un trago.
Va a cerrar rápido le dice Salvatierra dejando a un lado la cantimplora.
La López deja de beber. Salvatierra mira el porrón que tiene la López al costado. Ella se lo da. Salvatierra bebe un trago y se pone más animado.
¿Puedo ir con ustedes? le pide.
Mañana vamos a llegar a la sierra. Ahí veremos le contesta la López.
Luego de pensar un momento, gira la cabeza por sobre su hombro para mirarlo.
¿Por qué querés venir con nosotros? le pregunta.
Decía nomás. Otro lado a donde ir, no tengo.

Fons despliega el mapa. Clarmont, con un torniquete sobre el muslo, se para a su lado apoyándose en la otra pierna. Fons mira la pierna herida y le ofrece una botella. Clarmont la toma y desecha su preocupación.
En un par de días estoy bien lo tranquiliza. Lástima los caballos agrega.
Mala suerte le dice Fons.
Maquinchao se acerca con el fusil en la mano y lo muestra.
Me lo quedo les dice.
Clarmont lo consulta a Fons con la mirada. Fons le hace a Maquin¬chao un gesto de asentimiento.
Maquinchao se acuclilla junto a ellos, con el fusil sostenido en el ángulo interno que forman sus rodillas. Sus brazos descansan a los costados.
Clarmont le pasa la botella. Maquinchao bebe.
Al otro lado de las sierras está el Colorado les in¬forma Fons, señalando en el mapa. Más al sur del río no pueden estar. Por lo que sé, no tendrían aguadas agrega.
Maquinchao confirma con un movimiento de cabeza.
Si estuvieran más al este interviene Clarmont cabeceando hacia el prisionero, éstos no hubiesen enfilado tan derecho para la sierra.
Salvo que quisieran evitar las batidas del fuerte de Bahía Blanca deduce Fons, pero inmediatamente desecha la posibilidad: Aunque...deben saber que la guarnición fue reducida para mandar tropas frescas al Paraguay. No están como para mandar partidas.
Al oeste, las lanzas de Calfucurá tercia Maquinchao.
Fons mira de reojo a Maquinchao y asiente con la cabeza. Luego se vuelve a quedar pensativo. Los otros dos esperan que decida qué hacer.
¿Entonces? dice Clarmont.
Fons piensa un instante.
Creo es todo por ahora dice al fin Fons, poniéndose de pie. Ya tenemos algo. Nos ganamos un descanso.
Oyen el crujido de una rama. Giran y miran sorprendidos.

Alí se acerca resuelto hacia ellos, con el rostro helado. Clar¬mont le dirige una mirada sobradora y vuelve a darle la espalda para hablarle a Fons. Alí se le para atrás.
Cuando Clarmont gira nuevamente, Alí le pega una fuerte cachetada en plena mejilla. Clarmont no reacciona. Queda atónito y sorprendido. En el acto, Alí, con un rapidísimo movimiento, le saca la pistola de la funda y la arroja a un costado, lejos.
¡Imbécil! le grita Alí en la cara a Clarmont.
Todos están inmóviles, estupefactos. Alí los mira.
Idiotas... les dice con desprecio. ¿Qué saben ustedes lo que es el miedo? ¿La cobardía? ¡¿Qué saben qué se siente cuando hay que cargar a bayoneta contra una batería de cañones cargados con metralla?! ¿Qué saben? les grita.
Después baja el tono.
¿Cuando hay que enterrar los pedazos del cadáver del mejor camarada? ¿Cuando hay que degollar y se pierde la cuenta de las cabezas cortadas?
Los demás lo siguen mirando petrificados. Alí hace una pausa.
¿Saben lo que fue la guerra de Crimea? les pregunta de imprevisto.
Luego mira a Fons.
Usted sabe. ¿No? le inquiere con tono afirmativo. Curupaití fue una escaramuza, Capitán le reprocha. Teníamos que tomar las trincheras. Los cosacos nos esperaban en todas las quebradas. Duró semanas. Cuando terminó, quedábamos ocho. Ocho sobre quinientos.
Alí vuelve a alzar la voz:
¿Puede entenderlo, Capitán? le grita a Fons.
Fons no le contesta.
Me condecoraron. Me ascendieron dice Alí, volviendo a bajar el tono.
Fons baja la cabeza.
Al otro día tiré las medallas a la fosa común y deserté dice buscando la mirada de Fons.
Fons lo mira a los ojos.
Me vine a este país, escapando de la guerra. Como tan¬tos. Solamente quería olvidarme.



Alí baja la cabeza y vuelve a mirar a Fons.
Ahora puede usted hacer lo que quiera, Capitán le dice Alí, desafiante.
Fons no le contesta.
Alí, entonces, pega media vuelta y se va desierto afuera. Clar¬mont, lo llama con voz quebrada.
Alí...
Alí se da vuelta y lo mira entristecido.
Disculpemé le pide Clarmont. No sabía....
Alí no le contesta. Le da la espalda y se va.
Memé va a ir detrás de Alí, a buscarlo. Fons la detiene con una seña.
Dejalo solo le dice.

En el fogón, sólo quedan algunas brasas humeantes. Todos beben de los porrones de ginebra, en silencio, ya bastante tomados.
En la noche del desierto sólo se oye un murmullo monótono. Maquinchao camina tratando de no hacer ruido. Sube a una pequeña elevación y se detiene a mirar. Iluminado por la luz de la luna, Alí está arrodillado, sentado sobre sus talones, en medio de una planicie yerma, mirando hacia el horizonte. El rostro de Maquin¬chao, severo como siempre, deja vislumbrar, por un instante, un brillo piadoso.

Los demás duermen, en el campamento, con los porrones de ginebra tirados a los lados.

En el cielo del amanecer se escucha el desgarrado alarido de Memé. Fons tira a un lado su capote y se pone rápidamene de pie, revólver en mano.
Memé retrocede espantada ante el prisionero que, todavía maniatado, muestra un amplio tajo en la garganta, con sangre aún húmeda.
¡Lo degollaron! murmura Memé.
Fons se acerca y observa brevemente el cadáver.
¡¿Quién fue?! pregunta exigiendo respuesta inmediata.
La López se levanta.
Clarmont aparece por atrás de Fons.
No se haga el inocente, Fons le dice secamente.
Fons gira.
Fue usted concluye Clarmont.
Fons lo mira tranquilo y curioso.
¿Y por qué habría de matarlo? le pregunta Fons.
Para que yo no lo torture hasta morir le contesta tranquilamente Clarmont. Prefirió matarlo a cargar con el deshonor de permitir un tormento.
Buen razonamiento, pero no fui yo le contesta Fons concluyente. Tampoco cargaría con el deshonor de asesinar a un prisionero.
Clarmont sonríe y menea la cabeza. Fons mira a la López.
¿Venganza? le pregunta.
Mi venganza está más adelante, Capitán le contesta la López segura. Con los que mandan.
La López busca con la mirada a Maquinchao que está impertérrito. Luego mira a Fons.
Ya sabemos que éste no es lo que parecía ser... le dice la López.
Fons lo mira a Maquinchao y mantiene la mirada clavada en los ojos del indio.
Por eso mismo no creo que haya sido él afirma Fons Todas las lanzas que conocí, matan dando la cara.
En ese momento aparece Alí.
Yo no fui dice atajándose.
Clarmont lo mira muy serio.
Nadie dijo que fuera usted le aclara Clarmont.
Pero lo pensó... replica Alí. Si es que no fue usted.












Clarmont sonríe, y niega con la cabeza.
Sea como sea, el muerto, muerto está dice Clarmont recorriéndolos con la mirada. Acá ninguno es un ¬ inocente, y todos estamos condenados les dice. No nos van a aumentar la pena por un cadáver más o menos concluye irónico.
Los demás se quedan en silencio. Salvatierra se acerca trayendo un caballo de una soga atada al cogote.
Estaba ahí nomás. Se ve que no se fue con los otros... les comenta contento y ajeno a todo.
Muy bien dice Clarmont saliéndole al encuentro. No me viene mal este caballo agrega, señalándose la pierna herida..
Ese caballo no es para usted Clarmont dice Fons. Esta mujer agrega, señalando a Memé lo necesita más. Así que...si no le molesta concluye tendiendo la mano hacia la soga.
Sí. Me molesta retruca Clarmont.
En todo caso los corta Salvatierra intempestivamente, si alguien lo necesita es ella les dice haciendo un gesto de cabeza señalando hacia la López.
Yo me sé defender sola le dice la López. Así que mejor te callás agrega, dejándolo desairado.
Salvatierra hace un gesto de contrariedad y se aparta, enojado.
Si hay un caballo, tiene que servir para salir a bus¬car más caballos afirma Maquinchao.
Una lógica impecable ironiza Clarmont.
Tiene razón interviene con firmeza Alí.
Todos lo miran.
Yo voy a salir a buscarlos continúa el turco. Y de paso, a ver si encuentro los míos que perdí por culpa de ustedes.
Disculpemé Alí le dice Clarmont, pero el asunto de sus caballos en este momento es secundario. Hay una cuestión de prioridades.
Sí. Y las pongo yo, que soy el que manda los corta tajantemente Fons.
Usted no manda nada lo provoca Clarmont. ¿O se ol¬vida que me vino a buscar porque no sabía qué hacer con su mal¬dita vida?
Ya me tenés harto, Clarmont le contesta Fons, mor¬diendo las palabras. Estoy harto de tus impertinencias.
Fons se acerca a Clarmont.
¿Por qué no te volvés a Francia? le dice en la cara. Esto, es la guerra, Clarmont. Vos servís nada más para matar jeques dormidos.
Clarmont se encoleriza y le pega un puñetazo que le parte el labio a Fons.
Fons pierde el control y arremete como un toro embistiéndolo y derribándolo. Clarmont se zafa y lo enfrenta como un boxeador. Fons lanza golpes que Clarmont esquiva para luego golpearlo. Le parte una ceja. Pero Fons logra tomarlo de la chaqueta y sujetarlo con una mano mientras con la otra lo golpea una y otra vez. Clarmont se zafa y saca el estilete de la bota. Fons se frena. Clarmont lo hiere en una mano. Fons retrocede.
Clarmont avanza decidido a todo. Memé mira con furia contenida.
Maquinchao salta facón en mano y se le interpone a Clarmont pegando un alarido. Se miran y empiezan a girar, trenzándose en un duelo a cuchillo.
Luego de algunas estocadas fallidas, Maquinchao pega un salto y golpea a Clarmont con un planazo. Clarmont cae y cuando Maquin¬chao va a lanzarse sobre él, la López, rápida como un rayo, se le abalanza por detrás al indio. Lo sujeta tomándolo del pelo con una mano y lo inmoviliza mostrándole con la otra el filo del facón. Maquinchao mira a Fons. La López lo va a degollar. Clar¬mont se levanta y también avanza hacia Maquinchao mostrándole el estilete. Fons apunta con el revólver. Salvatierra levanta un Winchester. Alí también saca el revólver y apunta.

El estrépito del disparo atruena en el desierto caliente. Todos quedan petrificados como están.
La López tiene sujetado a Maquinchao, a punto de degollarlo. Frente a ellos está Clarmont, con el rostro rojo de sangre, ciego de ira fría, estilete en mano, listo para apuñalarlo. Fons, con el rostro decidido, tiene el brazo estirado con el revólver apun¬tando a la sien de la López, a cuatro metros. A sus espaldas, Salvatierra lo tiene a Fons en la mira de un Winchester. Detrás de Clarmont, Alí le apunta con el revólver a la cabeza.





Lentamente giran la mirada. El caballo, herido de muerte, todavía cocea. Memé, con un Winchester humeante en sus manos, los mira con desprecio.
Ahora ya no tienen más por qué matarse les dice fríamente.
La López suelta a Maquinchao. Fons baja el arma, avergonzado. Salvatierra lo imita, aliviado.
Memé arroja el fusil lo más lejos que puede, pega media vuelta y empieza a caminar hacia las sierras lejanas.
Clarmont guarda el estilete y levanta el saco del suelo. Alí mira el cielo y guarda el arma.
Fons va hasta el Winchester que tiró Memé y lo recoge.
¡Mujer! le grita a Memé.
Ella se da vuelta. Fons se acerca hasta quedar a cinco pasos. La mira y le arroja el fusil a las manos.
Todavía tenemos mucho que hacer le dice.
Memé baja la cabeza un instante. Luego la levanta y se lo queda mirando a los ojos.

La bota de Fons da un paso desde el suelo plano y polvoriento y va a plantarse sobre un talud pedregoso.
Las sierras se levantan imponentes alrededor del grupo. La quebrada se abre acechante. Maquinchao señala unas huellas de caballos en el suelo. El grupo mira la quebrada, con descon¬fianza.
Esta quebrada es el único paso a la vista le informa Fons a Clarmont y mira a Maquinchao.
Maquinchao le señala las huellas marcadas en el suelo.
Por acá pasó uno; debe ser el que se adelantó con los caballos informa Maquinchao. Llevaba uno montado y los demás en tropilla.
Bien le dice Fons echándole a las huellas una rápida mirada. Seguro que fue a avisar. Nos van a venir a buscar.
Que vengan nomás propone Clarmont. Necesitamos caballos. Si tenemos paciencia....
La López asiente y mira las crestas con desconfianza. Fons hace un gesto de duda y lo mira a Maquinchao que mira hacia arriba y hace un gesto afirmativo. Luego Fons lo mira a Alí buscando su opinión. Alí también afirma con un cierre de ojos.
Bueno concluye Fons. Tengamos paciencia.
Las sierras se tiñen de los reflejos del atardecer.

Es de noche. Están acostados, en un improvisado campamento. Fons tiene los ojos abiertos. Memé se le acerca. Fons la percibe y cierra los ojos. Ella se acurruca junto a él. El estira el capote y la cubre. Memé apoya su cabeza contra el pecho de él. El la mira y le corre un mechón de su cabello rubio que le cae sobre la cara. La boca de Memé se entreabre. Fons pone su dedo frente a sus labios como pidiéndole silencio. Ella sonríe y se aprieta contra él, cerrando los ojos. Fons mira el cielo, que está estrellado.
Salvatierra, a unos metros, tampoco duerme. La mira a la López, que está de centinela sobre una alta roca con la mirada perdida en la noche.

Amanece. Maquinchao se acerca a Fons y lo mueve para despertarlo. Fons, somnoliento, entreabre los ojos. Maquinchao le señala hacia la quebrada. Fons, abre los ojos bien grandes y lo mira. Memé, que está abrazada a Fons, también despierta. Maquinchao la mira y sonríe melancólico. Fons mira a Maquinchao, mira a Memé y vuelve a mirar al indio, interrogante. Maquinchao inclina su cabeza con tristeza. Fons frunce el entrecejo. Maquinchao lo mira.
Yo también tenía mujer le confiesa.
Fons se incorpora sin dejar de mirarlo.
Ellos, se la llevaron le explica Maquinchao.
Fons mueve su cabeza comprendiendo.
Quise hacerme cristiano. Dejar la lanza. Vivir en paz. No me dejaron...
Fons baja la mirada.
Vi un grupo por la quebrada le informa Maquinchao, recomponiéndose y volviendo a su gesto adusto. Bien montados agrega.
¿Vienen para acá? pregunta Fons parándose y acomodándose la pistolera.
No le contesta Maquinchao. Se apostaron para embos¬carnos.
Fons lo mira. Ambos sonríen.



Todos están en la boca de la quebrada, en plena sierra. Memé llega desde la retaguardia. En lugar de las enaguas, tiene puesto un pantalón que le queda grande, y viene ajustándose el cinturón. Lleva una canana en bandolera y el Winchester al hombro. Al pasar la mira a la López y le pregunta con la mirada si lo que trae puesto le queda bien. La López sonríe y le hace un gesto de cómplice aprobación. Fons las apura con ademanes silenciosos.
El grupo se pone en marcha. Maquinchao los guía.
Bajan una pendiente y luego suben por una cornisa escarpada.
Se desplazan entre grandes barrancos. Salen a una planicie de roca que cruzan a la carrera.

La cabeza de Maquinchao asoma por detrás de un borde rocoso. In¬mediatamente Fons se acuclilla a su lado. Maquinchao señala en silencio. Fons se pone cuerpo a tierra y observa.
Dos bandidos están apostados algo más abajo, acechando hacia una hoya que forma allí la quebrada. Un hilo de agua corre entre las piedras del lecho.
La sierra los rodea por todas partes.
Fons asiente también en silencio y ambos se deslizan reptando hacia atrás.

Fons mira un croquis de la hoya dibujado en el polvo a su frente. Levanta la cabeza.
¿Estamos listos? les pregunta a los otros, que lo rodean.
Todos asienten. Con señas, les indica, entonces, las direcciones a seguir. Fons, Memé y la López por la derecha. Clarmont y Maquinchao por la izquierda.
Cada grupo a un lado de la quebrada les explica. Alí. Usted se queda cubriendo la entrada le indica.
Alí asiente con la cabeza. Salvatierra, con un ademán, le pide un puesto de combate. Fons, de la misma manera, lo manda con Clar¬mont y Maquinchao.
Se cruzan gestos de aliento y los dos grupos parten. Todos llevan fusiles y revólveres.
Fons y las dos mujeres empiezan a trepar una cuesta.
Clarmont, Maquinchao y Salvatierra se desplazan hacia la cresta de enfrente, mucho más abrupta.
Caminan por la cima tratando de no hacer ruidos.
Alí baja a ubicarse en su posición.
Fons se detiene y le señala a la López hacia abajo, a los dos que vieron con Maquinchao. Los bandidos están tranquilos. La López los ve y asiente. Fons sigue adelante haciendo una seña a Memé para que vaya con él. La López le hace un guiño a Memé, que se da vuelta a mirarla. Memé sonríe nerviosa y sigue a Fons.
Maquinchao se detiene. Le indica a Clarmont que se aposte allí. Más abajo hay un emboscado, durmiendo. A su derecha otro, recos¬tado contra una piedra. Clarmont asiente. Maquinchao sigue con Salvatierra. Hace unos cuantos metros y le señala a Salvatierra hacia abajo. Allí están los caballos de los bandidos. Le indica con señas que ambos bajen a buscarlos.
Alí termina de acomodarse detrás de una piedra desde donde tiene a la vista las dos paredes de la quebrada.
Fons le indica a Memé que lo cubra, la besa en la frente como al pasar y comienza a avanzar agazapado rodeando una peña. Memé quiere decirle algo pero Fons ya no puede verla.
Maquinchao y Salvatierra llegan cerca de los caballos. Dos hombres montan guardia. Desde allí ven, sorprendidos que cinco bandidos están escondidos tras las piedras del lecho casi seco de la quebrada y fuera de la vista desde arriba. Maquinchao mira a Salvatierra con preocupación. Mira hacia la pared de enfrente de la quebrada y ve a Fons desplazándose para acercarse a dos embos¬cados que tiene más abajo. Maquinchao hace un gesto de con¬trariedad volviendo a mirar a los que están tras las piedras. Luego mira a Fons. De repente, uno de los emboscados que están tras las piedras lo ve a Fons.
¡Allá! ¡Arriba! grita.
Los cinco bandidos empiezan a dispararle a Fons.
Las balas rebotan muy cerca de Fons que intenta cubrirse. Los que estaban debajo de él, salen de su parapeto y también le disparan.
Maquinchao, de un salto, se ubica para dispararles y tira. Uno de los bandidos cae, pero dos de los que están emboscados en el lecho giran y le tiran. Maquinchao se cubre.

La López dispara contra los que tiene cerca y derriba a uno. Clarmont hace lo propio con los suyos. Dos tiros y dos muertos. Luego salta siguiendo el camino de Maquinchao. Fons intenta dis¬parar pero el fuego que recibe no lo deja asomarse. Memé sale de su refugio y va tras él.
La López le dispara al otro que tiene a tiro y lo derriba. Corre pendiente abajo, hacia el lecho.
¡Alí! ¡En el río! ¡Hay otros! le grita la López a Alí, a la carrera.
Alí sale de su refugio y mira. Luego empieza a correr por el borde del lecho. Le disparan y Alí se tira tras unas piedras. La López sigue corriendo bajando la pendiente.
Memé llega donde está Fons y se tira tras la piedra. Varias balas pican sobre su cabeza.

Salvatierra está aturdido, no sabe qué hacer. De repente, su rostro se desencaja de ira, levanta el Winchester y empieza a caminar hacia los que están parapetados en las piedras del lecho, totalmente a la des¬cubierta. Se les acerca por atrás. Maquinchao lo ve. No entiende lo que quiere hacer. Salvatierra sigue avanzando con el Winchester a la altura de la cintura. Maquinchao empieza a tirar para cubrirlo. Alí lo ve bajar a Salvatierra y también tira desde su lado. La López llega bajando hasta el lecho y lo ve a Sal¬vatierra avanzando. Está a veinte metros de los bandidos, que todavía no lo ven.
¡¿Qué hacés Salvatierra?! grita la López.
Salvatierra no la escucha. Fons salta y comienza a disparar. Los tipos responden el fuego hacia todos lados. Memé empieza a disparar al bulto. El tiroteo se generaliza.
Los dos bandidos que cuidaban los caballos descubren a Sal¬vatierra.
¡Ahí va uno! grita uno de ellos.
Maquinchao inmediatamente le dispara y lo derriba. Pero ya los bandidos han escuchado. Giran y lo ven a Salvatierra.
Clarmont llega a la carrera junto a Maquinchao. Se miran in¬terrogantes un instante y empiezan a disparar para cubrirlo.
Los bandidos se cubren. Fons también baja y dispara. Memé va tras él. Varios bandidos emboscados en las paredes de la quebrada, confundidos por lo que pasa, empiezan a abandonar sus posiciones y a bajar hacia los caballos.
Salvatierra se para a diez metros de los bandidos y empieza a disparar recargando el Winchester a una velocidad sorprendente. Cae un bandido. Otro gira y un disparo lo tumba. Un tercero le dispara y erra. Salvatierra le descerraja dos disparos con¬secutivos. El que queda se aterroriza y suelta el arma. Sal¬vatierra lo acribilla sin miramientos.
Maquinchao salta sobre el otro que cuidaba los caballos y ruedan. Cuando el tipo se para, Clarmont lo abaraja con un tiro en el pecho. Maquinchao se pone de pie y señala a los que bajan a bus¬car los caballos en desbandada.

Salvatierra mete balas cargando su Winchester. Fons llega al lecho y les dispara a los que bajan a la carrera desde sus posiciones en las paredes de la quebrada. Uno rueda, pero cuando Fons quiere girar se tropieza y cae golpeándose en la cabeza, y queda desmayado.
Salvatierra empieza a disparar nuevamente, ahora hacia los que escapan. Maquinchao y Clarmont corren hacia donde cayó Fons. Alí y la López también. Clarmont se para en seco, gira, dispara y cae otro bandido que estaba a punto de alcanzar los caballos.
Quedan dos bandidos. Uno de ellos le apunta a Fons para rematarlo. Maquinchao se lanza desde una piedra y cae sobre él a tiempo para desviar el disparo. Salvatierra sigue avanzando buscando al otro, que se esconde tras una piedra y apunta al lugar por donde Salvatierra va a aparecer. Memé, que se había refugiado, lo tiene a cuatro pasos. Lo ve y ve a Salvatierra avanzando. Le apunta al bandido y gatilla. No sale el tiro. Memé, aterrorizada, gatilla otra y otra vez. A la cuarta, cuando el tipo ya la ha visto y le apunta, para sorpresa de la misma Memé, sale un disparo que le pega al bandido en la frente.
Maquincaho clava de un golpe su facón sobre el bandido que derribó.
Salvatierra sigue de largo. Lo miran sin entender. Va tras una piedra. Un bandido, al que no habían visto, está escondido allí. El tipo arroja el arma y sale con las manos en alto, reculando. Salvatierra le descarga el Winchester tiro a tiro, sin un gesto.
La López llega hasta Salvatierra y lo zamarrea.
¡Pará bárbaro! le grita.
Salvatierra parece volver en sí. La mira y deja caer el Win¬chester, desolado. Luego mira a su alrededor y retrocede temeroso. La López lo abraza, conteniéndolo.


Memé llega donde está Fons, se sienta junto a él y le levanta la cabeza. Fons abre los ojos.
Clarmont llega. Luego, Alí. Están cansados. Clarmont toma por el hombro a Alí y mira alrededor.
Buena batalla, socio le dice amistosamente.
Alí sonríe, algo avergonzado.
Fons se incorpora y se sienta, ayudado por Memé.
Había sido brava la rubia bromea Clarmont.
Fons no entiende bien lo que le dice.
Le salvó la vida a Salvatierra le aclara Alí.
La López, que acaba de saberlo, la mira a Memé y le sonríe agradecida. Memé le devuelve la sonrisa.
Fons se recupera un poco más y se recuesta contra Memé.
El salvó la tuya le dice Memé a Fons haciendo un gesto hacia Maquinchao, que está a pocos pasos.
Fons lo mira. Maquinchao baja la cabeza y se va hacia un hilo de agua que corre a pocos pasos. Se acuclilla y se lava las manos llenas de sangre. Después se hecha agua sobre la cabeza.

El arroyuelo corre. El pequeño torrente se escurre entre los pedruscos y se pierde lecho abajo teñido por la luz del poniente.
El fuego arde. Ya es de noche. Todos se han ubicado en las cercanías del fogón, rodeándolo, menos Salvatierra que está algo apartado.
Bueno dice Fons, de pie, francamente recuperado.
Los demás lo miran.
Ahora empieza otra historia agrega.
Los otros sonríen.
Pero antes de seguir adelante... continúa Fons, sentándose, y recorriéndo¬los con la mirada ...tenemos que resol¬ver una cuestión pendiente.
Todos se ponen serios.
¿Quién mató al prisionero? les lanza a boca de jarro.
Clarmont resopla.
No, francés le dice la López con respetuosa familiaridad. Esta vez tiene razón.
Clarmont asiente a disgusto, pero no dice nada.
Pero antes continúa la López mirando a Fons quiero hacerle una sola pregunta ¿Cuando me tenía apuntada? ¿Iba a tirarme?
¿Lo ibas a matar a traición? le pregunta Fons haciendo un movimiento de cabeza hacia Maquinchao.
La López lo mira a los ojos a Fons unos instantes y luego baja la cabeza.
¿Algo más antes de resolver lo del prisionero? pregunta Fons, ya dueño de la situación.
¿Cuál es la importancia de discutir la muerte de un enemigo? pregunta Clarmont. Y menos ahora, después de semejante estropicio que hicimos agrega el francés señalando hacia la quebrada.
En primer lugar le contesta Alí con tono firme, adelantándose a Fons. -Eso no fue no ejecución de un prisionero, sino un vulgar asesinato y, tal vez, una traición. Pero lo que importa ahora, y que no puede esperar, es quién. Y sobre todo, por qué.
Capaz que si nos enteramos quién es él, podemos saber si tenía motivos dice la López mirando hacia Maquinchao. Usted debe saberlo concluye mirando a Fons.
Soy Juan Maquinchao se adelanta a responder el in¬dio, seco, pero cortés. Acá nadie sabe nada de nadie. No vinimos a hacer amigos.
La López mira a Fons.
¿A qué vino? le pregunta, insistente.
No vine, me trajeron dice Maquinchao algo en broma.
Las miradas vuelven a tensarse.
¡Basta! corta Fons. Por última vez. ¿Quién fue?
No puedo creerlo... dice Clarmont meneando la cabeza.
Crealó le contesta Fons, sin dar lugar a más réplica.
Luego los recorre con la mirada. Uno por uno: todos niegan.
Fons se pone súbitamente de pie.
Entonces cada uno por su lado dice resuelto. Una victoria no puede servir para encubrir una bajeza.


Fons levanta su fusil por sobre la cabeza a modo de saludo.
Que tengan suerte les dice, dando por terminada de hecho la reunión.
Nadie articula palabra.
En silenciosa tristeza empiezan a levantarse. Memé se va al lado de Fons.
De pronto, desde un costado se escucha la voz de Salvatierra.
Fui yo les dice bajando la cabeza.
Todos lo miran sorprendidos e interrogantes.
Salvatierra, con la cabeza baja, estruja el borde del ala de su sombrero con las yemas de los dedos.
Tenía miedo de que ustedes me descubrieran confiesa.
Lo miran cada vez más atónitos.
Yo... venía para... unirme... Unirme a ellos.
¿A quién? le pregunta Clarmont, incrédulo.
Salvatierra hace un mínimo gesto hacia el cadáver de un bandido que yace muy cerca.
A ellos le contesta.
La López se queda muda e inmóvil. Lo mira a Salvatierra sin poder creerlo.

Atardece. El mapa de Fons está desplegado. Un dedo morrudo se apoya toscamente en el mapa, señalando un punto.
Tiene que ser por acá dice Salvatierra.
¿Y cómo es que fuiste a dar al medio del desierto? le pregunta Fons intrigado.
Y...cuando me escapé del penal... señala el mapa no tenía uno de éstos dice irónica, pero ingenuamente.
Clarmont lo mira a Fons socarronamente. La continuación de Sal¬vatierra lo interrumpe:
Tampoco me iba a servir. No sé leer.

Maquinchao está revisando los caballos. Fons le pone el mapa delante de la vista y señala el punto que marcó Salvatierra.
Dice que puede ser por acá le indica, consultándolo.
Maquinchao mira el mapa.
Difícil contesta de inmediato.
¿Por?
No hay cómo sacar la hacienda. A los lados, la sierra. Al sur el Coloradoleufú.
¿El Río Colorado? le pregunta traduciendo Fons.
Maquinchao asiente. Fons piensa un instante.
¿Creés que miente? le pregunta Fons.
Maquinchao niega con la cabeza.
¿Y entonces? vuelve a interrogarlo Fons.
Maquinchao se encoje de hombros.
Fons gira y mira hacia atrás.
Salvatierra está medio recostado al lado de la López que prepara su manta para dormir.
Decime, bruto le dice la López ¿Cómo mataste al tipo porque te iba a delatar, si ni siquiera sabía que te les pensabas unir?
Es que me dio miedo. No sabía... explica Salvatierra.
¿Y por qué cambiaste de idea? le pregunta ella.
¿De qué? se hace el tonto, Salvatierra.
¿Por qué te quedaste y no te fuiste con ellos? Tenías la oportunidad ahí, en la quebrada. Y resulta que te cargaste como a cinco... le dice la López y se queda esperando respuesta.
Salvatierra duda un momento, va a decir algo pero se avergüenza y no se anima a hablar. Se va a parar para irse, pero no llega a hacerlo, vuelve a sentarse, en silencio.
La López lo mira de reojo y se da vuelta a terminar de acomodarse para dormir.
Entonces oye el tímido susurro de Salvatierra:
¿Puedo dormir con vos?
Ella lo mira sorprendida. Inmediatamente se da cuenta de todo; baja la cabeza para ocultar una sonrisa.
Va a hacer frío esta noche se justifica Salvatierra.






La López permanece silencio por unos instantes. Arma inte¬riormente la respuesta.
Mirá, Salvatierra. Recién ahora me estoy dando cuenta qué es lo que está pasando con vos le dice meneando la cabeza. Te lo voy a decir de una vez: yo soy mujer de un solo hombre le aclara tajante.
Pero está muerto le replica Salvatierra.
Ante la mirada helada de la López, inmediatamente se arrepiente de lo que dijo.
Sí le responde la López con dureza.
Salvatierra baja la vista, avergonzado.
La López cambia el tono ante esa actitud de Salvatierra.
Pero no lo puedo enterrar hasta que no lo vengue le ter¬mina explicando la López.
Salvatierra se queda mirándola un momento. La López se da vuelta para dormirse y le da la espalda.
Salvatierra toma su fusil, que tiene al lado, y se pone a lim¬piarlo con la baqueta.

El fuego arde en el campamento. La noche ha caído. Memé abraza a Fons, tapados ambos con el capote.
¿Sabés qué...? le dice ella con dulzura.
Fons está como ausente.
...Si salimos de ésta, me gustaría que me lleves a Buenos Aires con vos.
Fons no le dice nada. Ella duda, y se muerde los labios.
¿Te espera alguien, no? se decide a preguntarle.
Fons no le contesta. Sólo la mira.
Yo no soy lo que pensás... trata ella de explicarle.
Lo que vos sos, lo estoy viendo la corta Fons mirándola fijamente a los ojos. Y con eso me alcanza.
Ella se aprieta contra él, enamorada.
Ya falta menos dice para sí Fons, mirando al cielo.

Los siete cabalgan por las estribaciones de la sierra, armados de revólveres y fusiles, con cananas en bandolera.
Los cascos de los caballos atraviesan una corriente de agua, sal¬picando las piedras.
Van bajando una cuesta y encaran una planicie, al galope.
Por detrás de una cresta, aparecen uno a uno, frenando los caballos que se detienen nerviosos, hasta quedar los siete recor¬tados contra el cielo.
Allá abajo corre, imponente, el río Colorado.
Fons, Memé, la López, Clarmont, Salvatierra, Maquinchao y Alí miran las aguas que se arrastran mansamente entre las secas riberas.
Fons talonea su caballo. Los demás lo imitan.
Bajan la cuesta y llegan al borde del agua. Recorren algunos metros por las orillas del Colorado hasta que, a una seña de Fons, desmontan.

El sol cae a pico. Fons, Clarmont y Alí se bañan en el río. Dis¬frutan del agua.
Unos cuantos metros más allá, tras un leve recodo, la López y Memé hacen lo mismo.
El agua les llega arriba de la cintura. La López, que se ha dejado puesta la camisa, se lava el pelo y Memé, desnuda, nada feliz.
Fons se acerca nadando hacia donde están las mujeres y puede ver, semioculta por unas matas de la orilla, a Memé saliendo del agua y tirándose a secarse al sol. Sigue nadando y se detiene a obser¬varla más de cerca, deleitado. Es hermosa.
De pronto escucha un ruido y ve a Salvatierra, escondido en la ribera, observando a la López que sale del agua con la camisa mojada, pegada a su cuerpo.
Fons sonríe ante la mirada avergonzada que pone Salvatierra al verse descubierto espiando.
Fons sigue nadando hasta pasar el recodo y se detiene. Ve algo que le llama la atención de inmediato.

Maquinchao, mojado, viene corriendo por la ribera, poniéndose la camisa. Se detiene y le hace una seña a Fons hacia el mismo lugar.
Ya lo veo le dice Fons levantando la mano.







Todo el grupo, vestido y armas en mano, camina por la ribera. Inmediatamente llega a un atracadero de troncos, bastante deteriorado.
Lo observan detenidamente. Maquinchao se separa del grupo.
El resto sigue observando con curiosidad. Se miran interrogantes.
Raro, ésto dice Clarmont.
Raro le confirma Fons.
La López, observa hacia los alrededores, intentando descubrir algún indicio.
Maquinchao, acuclillado, muy cerca de allí, contra un talud, está observando algo el piso. Aparta tierra con las manos y encuentra, semienterrado, un cuerno de vaca.
¡Fons! lo llama.
Fons lo escucha y, seguido por Clarmont, va hacia él.
Maquinchao termina de desenterrar una cabeza de vaca.
Fons llega, la mira y asiente, comprendiendo. Lo mira a Clarmont que se para a su lado.
La López, a unos cuantos metros, agita algo en su mano.
Buena suerte les dice. Alguien perdió una espuela.

Una trozo de una espuela rota gira entre las manos de Fons. A sus pies yace la cabeza de vaca, un cabestro deshecho, y un trozo de cuero con una marca. Fons deja la espuela y toma el cuero señalando la marca.
Esta marca es de una estancia de Chasicó...La última vez que los sorprendí andaban por el Azul, bien lejos... dice Fons.
Que no eran cuatreros de poca monta no había dudas, Fons le dice Clarmont. Pero que sacaran la hacienda por acá, eso sí es una sorpresa.
No creo que solamente sean cuatreros dice Alí.
Todos lo miran.
Esto se parece más a una operación de inteligencia y logística se explica.
Clarmont frunce el entrecejo. Maquinchao los mira sin comprender.
Está queriendo decir que hay militares metidos en el asunto le aclara Clarmont.
Maquinchao, entonces, mira a Fons, inquiriéndolo.
Puede ser se limita a responder Fons.
Lo que sí está claro es que acá embarcaban al ganado hasta no hace mucho. ¿Por qué lo abandonaron? pregunta Clarmont.
Es obvio responde Alí. Porque era fácil de des¬cubrir. Deben haber buscado un lugar menos accesible.
¿Cómo y dónde llevaban la hacienda? se pregunta Fons.
En balsa, al este arriesga Clarmont.
Fons no responde. Se encoge de hombros.
Una pregunta más interesante por ahora para nosotros, caballeros, es cómo la traen interviene Alí. Tienen que cruzar la sierra. Debe haber un paso. Si lo encontramos, las huellas nos van a llevar directamente al nuevo embarcadero.
Y al campamento agrega Fons aprobando lo de Alí.
Ahí vamos a poder encontrar todas las respuestas que necesitamos concluye Alí.
Pero...¿Y lo del campamento de Laguna Amarga, entonces? ¿Qué significa? pregunta la López.
Nada responde Maquinchao.
¿Una maniobra de distracción? deduce Clarmont.
Maquinchao asiente con la cabeza.
Laguna Amarga está hace tiempo bajo dominio de Calfucurá agrega el indio

Fons despliega la carta. Clarmont, Alí, Maquinchao y Salvatierra lo rodean. El grupo alrededor del mapa está atento a Fons.
Este paso dice Fons señalando en el mapa es el único marcado en la carta, pero está muy al oeste, en territorio pampa, o sea que no lo pueden usar.
¿No tendrán un arreglo con los indios? pregunta la López llegando.
Seguro que no responde Maquinchao.
¿Cómo sabés? le pregunta Fons.







Maquinchao se lo queda mirando sin decir nada. Fons entiende.
Entonces debe haber otro paso... dice Clarmont.
Seguro le contesta Alí.
Fons mira a Maquinchao.
¿Lo conoces? le pregunta.
Maquinchao niega con la cabeza.
Mirá Maquinchao le dice Fons, si llegamos hasta acá...me parece que no podés andar con tanto secreto...
Maquinchao no contesta.
¿Y? le insiste Fons a Maquinchao.
No conozco otro paso le contesta Maquinchao ofendido.
Fons baja la cabeza contrariado. Maquinchao se pone tenso.
No te creo le dice despectivamente Fons. Estás min¬tiendo, indio de mierda agrega mordiendo las palabras.
Maquinchao se siente herido. Baja la vista un momento y la levanta mirándolo con tristeza, pero no le contesta. Da media vuelta y se va a buscar su caballo.
Los demás miran a uno y a otro, sin saber qué hacer. Memé mira a Fons enojada. La López se le acerca, severa.
Eso estuvo de más le recrimina a Fons.
Fons patea el piso, para disimular que está avergonzado.
La López va hacia Maquinchao que ya se dispone a montar para irse. Detiene el caballo sujetándolo por el freno. Maquinchao la mira.
Yo te creo le dice secamente la López.
Eso que dijo, lo oí muchas veces le dice Maquinchao haciendo un gesto de cabeza hacia Fons. Nunca de uno que me debía la vida.
La López no tiene qué contestarle.
Cada uno por su lado le dice Maquinchao, pidiéndole con un gesto que lo deje partir.
La López acepta. Maquinchao monta.
¡Maquinchao! se escucha la voz de Fons.
Maquinchao mira a Fons que se acerca unos pasos.
Está bien. Retiro lo dicho le dice Fons.
Maquinchao lo mira serio.
La soberbia del militar no es más grande que la humil¬dad del soldado le dice Clarmont a Maquinchao.
Maquinchao lo mira un instante. De repente sonríe, comprendiendo lo que ha dicho el francés.
Tal vez eso lo salve agrega Clarmont.
Maquinchao mira a Fons, midiéndolo, y desmonta.

El fuego arde en el fogón. Fons y Clarmont observan el mapa. Alí llega a su lado. Salvatierra monta guardia.
Maquinchao se acerca a ellos y se acuclilla al modo mapuche.
A lo mejor sirve de algo dice el indio llamando la atención de Fons.
Había un paso por el costado de la sierra agrega.
Clarmont y Alí lo miran, con interés.
Contaba mi abuelo continúa Maquinchao que una vez, en la época del Restaurador, su gente escapó de una encerrona¬ por un paso...Pero no creo que pueda ser ése el que buscamos: Está muy cerca del fuerte del Colorado.
Los tres lo miran. Clarmont arquea las cejas.
¿Y por qué no puede ser? ¿A cuánto estará del fuerte?
Como a cuatro leguas...-calcula Maquinchao.
Desde el fuerte se escucharía el tropel dice Fons.
Salvo que el comandante sea sordo ironiza Clarmont.
¿Y la tropa? pregunta la López acercándose.
¿Qué pasa los días de paga con la tropa? pregunta Clarmont, conociendo la respuesta.
Están todos borrachos contesta Fons.
¿Quién decide qué día se paga? pregunta Clarmont.
El comandante contesta la López.






Clarmont los mira esperando que saquen las conclusiones obvias.
Fons y la López se miran. Fons menea la cabeza.
No puede ser dice Fons.
Vamos, Fons le dice Clarmont poniéndose de pie. No se me haga el sorprendido...Esos arreglos son de todos los días. Hasta en la Legión Extranjera pasa.
Algunas cabezas, un par de veces, puede ser. Pero esta operación es muy grande como para estar arreglada sólo con el comandante de un fuerte. Debe haber alguien de muy arriba....Son muchas cabezas de ganado.
Bueno. ¿Qué hacemos? ¿Nos quedamos esperando? pregunta Clarmont, apurándolo.
Fons lo mira, pensativo todavía. Clarmont lo mira interrogante.
No. Hay que buscar el paso le contesta, entonces, Fons, decidido. Después veremos quién los encubre.
Clarmont acepta con un gesto.
Maquinchao le dice Fons al indio. ¿Vas con Alí?
Maquinchao acepta con un golpe de cabeza.
¿Alí? pregunta Fons mirando al turco.
Alí acepta en silencio y mira a Maquinchao. Maquinchao le hace un gesto y ambos van a buscar los caballos.

Delante de una nube de polvo, Maquinchao y Alí cabalgan por la sierra, que los rodea y parece envolverlos.

Memé apunta y tira con el Winchester. Recarga y vuelve a tirar. La bala pega muy cerca de una botella. Fons se acerca a ella y le corrige la forma de tomar el fusil. Memé recarga, apunta y tira. Vuelve a fallar por muy poco. Fons mira al piso. Memé se ofusca.

La López le muestra a Salvatierra y a Clarmont una bola atada a una sola cuerda. Ambos observan con detenimiento. La López se aparta unos pasos y empieza a revolearla. Salvatierra y Clarmont la miran. La López suelta la bola que va a pegar justo contra la botella de barro, como a veinte metros de allí.
Memé gira furiosa. Los demás se ríen. La López le hace un guiño gracioso. Memé, al fin, también se ríe.

Fons va a colocar otra botella. Da dos pasos, apartándose, y suena un disparo. La botella se rompe. Fons gira sobresaltado. Memé tiene el Winchester humeante en la manos. Le sonríe. Fons menea la cabeza, también sonriendo. La López, Salvatierra y Clar¬mont la aplauden.

Maquinchao y Alí siguen cabalgando. Ahora, hacia el este. Detrás suyo, el sol va cayendo en el atardecer.

En el fogón arde el fuego. Clarmont asa una liebre haciéndola girar sobre las brasas, a un costado del fogón. La López fuma un cigarro armado sentada sobre una alta piedra, atenta a los al¬rededores. Las últimas luces del crepúsculo sólo iluminan el cielo allá lejos, en el oeste. Salvatierra, un poco más abajo, reclinado sobre la misma piedra, arma un cigarrillo, silbando una melodía triste.

Maquinchao camina iluminado por las estrellas, tranquilo. Lleva el Winchester en su mano derecha colgando distendida a su cos¬tado. Se detiene y observa a Alí que está, allá, algo más abajo, rezando sobre el chaleco, según su costumbre.
Maquinchao se sienta con las piernas cruzadas colocando el fusil sobre sus muslos y apoyando sus antebrazos sobre las rodillas.

Las botas de Fons se acercan al fogón. Clarmont levanta la vista. Fons se sienta en el suelo.
Todo bien le dice Clarmont.
Todo bien repite Fons.

Alí camina hacia los caballos. La luna ha salido. Maquinchao lo espera teniendo los caballos por el freno. Ambos se encuentran y se saludan con mutuos movimientos de cabeza. Montan y salen al paso.

Memé, en el campamento, se tapa con el capote y cierra los ojos, para dormir.

Los cascos de caballos chapotean en el agua de un arroyo con el sol a sus espaldas. Las primeras luces del día hacen traslucir las gotas que salpican sobre las piedras.

Humean las brasas del fogón. Restos de huesos de liebre han quedado alrededor. Salvatierra se acuclilla y arroja al fuego unas ramitas finas. Sopla y hace brotar pequeñas llamas. Los rayos del sol ya aparecen tras las crestas.

Los caballos clavan los cascos de las patas delanteras en el piso de greda y trepan a sucesivos enviones. Los talones pegan en los flancos de las cabalgaduras transpiradas.

Memé se lava la cara arrodillada frente a un hilo de agua. Fons bebe de una cantimplora, todavía adormilado.

Clarmont, sobre la piedra, monta guardia. De repente se para, viendo algo. Mira hacia abajo y hace una seña con el brazo levan¬tado.

Los caballos frenan rayando. Maquinchao y Alí desmontan saltando, cansados y agitados. Maquinchao va directamente a tomar la cantimplora de Fons, que lo mira. La López despierta y se pone de pie enseguida.
Alí se acerca y Maquinchao le da la cantimplora. Maquincaho mira a Fons que no atina a preguntarle nada. Maquinchao sonríe.
Los encontramos le dice contento.
Fons lo abraza. Maquinchao se sorprende y se queda inmóvil. Fons retrocede y le estira la mano. Maquinchao tiende la suya y las estrechan.
La López llega sonriente y le da la mano a Alí. Clarmont llega y se abraza con Alí. Memé, todavía somnolienta, con la cara mojada, se acerca a ellos. Fons intempestiva¬mente la besa en la boca. Ella no entiende. Los demás se ríen.

Por atrás de una cortadura, se asoma la frente y los ojos de Maquinchao. Inmediatamen¬te los de Fons y luego los de Clarmont que coloca frente a sí el catalejo, para observar.
Recortado por el lente, se ve parte del campamento de los bandidos. Un rancho, una enramada, varias carpas militares y muchos hombres armados.
Clarmont le da el catalejo a Fons. Fons mira. Por el catalejo ve, sobre la ribera del río, un embarcadero muy parecido al anterior con dos hombres haciendo guardia.
Fons mira a Clarmont y vuelve a mirar, corrigiendo la dirección del catalejo.
Ve corrales muy precarios, vacíos, contra la ladera. Dos hombres caminan rodeándolo.
Fons frunce el entrecejo. Ajusta el catalejo.
Los dos hombres se ven más grandes. Uno lleva uniforme verde con vivos amarillos. El otro, botas de potro. Van conversando.
Son ellos le dice Fons a Clarmont ofreciéndole el catalejo.
Clarmont mira y asiente. Le ofrece el catalejo a Maquinchao que lo rechaza con un ademán. Clarmont vuelve a mirar.
Uno es militar, extranjero dice el indio. El otro, un gaucho pendenciero y asesino. Desertor, también. Martín, le dicen.
Fons y Clarmont lo miran a Maquinchao, con algo de sorpresa.
Asesinó al capitanejo que lo albergó cuando se escapó del fortín, desierto adentro.
Fons y Clarmont se quedan callados.
Mala gente concluye el indio.
Clarmont vuelve a mirar. Los dos hombres llegan al rancho. Una mujer se le acerca. Es in¬dia. Les lleva agua. Los hombres beben y le devuelven el cuenco. La mujer india se retira. Los hombres entran al rancho.
Clarmont cierra el catalejo. Los tres desaparecen tras el borde de la cortadura.

La india le lleva agua a otra mujer que está sentada sola, como ausente, contra la pared exterior del rancho. La mujer sentada es rubia, de piel pálida. Lleva un vestido blanco abultado en el vientre.







El sol está cayendo. Fons, Maquinchao y Clarmont descienden por una cuesta, a pie.

Todos están alrededor del fogón. La noche es cerrada.
Hay que decidir una estrategia les dice Fons a los demás, que rodean el fuego.
¿Cuántos serán? pregunta Salvatierra.
Treinta, cuarenta dice Alí.
Fons menea la cabeza.
Hay que atacar enseguida propone la López.
No estoy seguro dice Fons. Ya son muchos y a lo mejor sean más. No tenemos suficiente información...
Nadie dice nada.
Un ataque de sondeo. A distancia propone Alí mirando a Fons.
No está mal le contesta Fons. Pero perdemos en fac¬tor sorpresa.
Pronto, de todas maneras, se van a dar cuenta que los que mandaron a buscarnos no vuelven interviene Clarmont.
Perdemos la sorpresa, pero podemos confundirlos opina Alí. Si conseguimos hacerles creer que somos muchos...podemos ganar la iniciativa.
La López y Maquinchao escuchan sin decir palabra.
Fons gira y los mira a ambos, buscando su parecer.
Lo que usted ordene dice la López.
Maquinchao hace un gesto de duda, pero no dice nada.
Si tomamos la iniciativa, después no podemos perderla dice Clarmont.
Salvo que se la entreguemos para llevarlos a nuestro terreno tercia Alí. Y seguir hostigándolos.
Puede ser dice Fons. Mientras estén ahí, bien abas¬tecidos y en posición de defensa, va a ser difícil. Para ¬ atacarlos frontalmente haría falta una relación de fuerzas que no podemos alcan¬zar...por ahora.
Saquémoslos afirma Alí. Eso es lo que propongo. Nadie conoce la sierra como Maquinchao concluye. Es una ventaja decisiva.
Todos miran a Maquinchao.
Maquinchao los mira serio, como siempre.
¿Qué decís? le pregunta Fons.
Va llevar tiempo... dice Maquinchao. Y no sé si tenemos...
Maquinchao mira a la distancia.
Todos esperan su respuesta. Maquinchao mira a Fons.
Lo que usted ordene...Capitán le dice el indio.

Un balazo rebota contra la pared del rancho. La López recarga el fusil. Otro balazo derriba a un bandido que sale de una carpa. Clarmont recarga. Fons aparece por detrás de una piedra y dis¬para. Uno que corre saliendo del rancho rueda por el piso. Varios bandidos preparan sus fusiles. El gaucho se para en el centro del campamento y empieza a dar órdenes. Alí dispara. Un bandido que se aprestaba a tirar, detrás del rancho cae hacia atrás.
Salvatierra apunta, pero un disparo pega contra la tierra muy cerca de él y debe cubrirse. Tres bandidos ya se han parapetado en los corrales y disparan. Un balazo pega frente a Memé. Otros cuatro bandidos corren y se tiran tras un parapeto, en el borde del campamento. Otro bandido, ya oculto tras una elevación, dis¬para. Clarmont se agacha justo cuando la bala impacta sobre su cabeza. Fons aparece detrás de la piedra y rápidamente dispara, pero dos balazos impactan inmediatamente a su lado. Dos bandidos tiran, rodilla en tierra. Alí se cubre. El oficial extranjero, a los gritos, ordena a cinco bandidos que monten. La López mira a Fons, que está como a veinte metros, sentado, cubriéndose contra la piedra. Fons la mira y hace un gesto de negación con la cabeza. Dos bandidos tiran, mientras los otros cinco montan.
Fons se asoma levemente hacia el campamento y hace una seña con la mano a la López para que se retiren.
La López, a su vez, silba y hace la misma seña a Clarmont. Fons empieza a retroceder. Varios disparos pegan cerca de él. Dos bandidos corren y disparan a la carrera. Los cinco jinetes hacen caracolear los caballos. Maquinchao aparece, dispara y uno de ellos cae. Inmediatamente, Maquinchao mira hacia atrás y ve a Alí que le hace la seña de retirada. Maquinchao dispara una vez más y sale agazapado hacia atrás.





Los cuatro jinetes que quedan salen al galope cruzando el cam¬pamento.
Memé ve a Fons corriendo hacia los caballos. Dos disparos impac¬tan sobre su cabeza. Memé corre. Maquinchao salta entre las piedras y se agazapa. Mira y ve a Clarmont corriendo cruzando un arroyo.
¡Vámonos! le grita Clarmont sin detenerse.
Maquinchao asiente.

Los cuatro bandidos montados ya trepan la cuesta de salida del campamento.

Alí llega hasta donde están los caballos. Salvatierra y la López ya están montando. Memé se trepa al caballo. Fons mira, esperando preocupado. Alí monta de un salto. Clarmont llega a la carrera seguido de Maquinchao. Fons sonríe y monta. Tras él lo hacen Clarmont y Maquinchao.
Los siete talonean los caballos nerviosamente y salen al galope.

Los cuatro bandidos atraviesan el arroyo a todo correr.
Los siete, al galope, doblan un recodo de piedra rojiza.
Los cuatro bandidos pasan por donde estaban los caballos.
Los siete se separan en distintas direcciones.
Los cuatro bandidos doblan el recodo de piedra rojiza y se frenan sorprendidos.
Desde siete lados les disparan. Uno a uno, tres de ellos, caen de los caballos, heridos de muerte. El cuarto quiere girar para es¬capar. Clarmont mide el disparo. El caballo del bandido no le responde. Clarmont dispara. El tipo cae sobre el cuello del animal, que, al paso, se vuelve por donde vino.
¡Que no escape vivo! grita Fons.
Bien muerto está le contesta Clarmont a sus espaldas.

Los siete cabalgan entre las sierras. Maquinchao los encabeza. Cuando llegan a una quebradura vertical, Maquinchao hace una seña para que lo sigan y se introduce por ella. Apenas pasa, Alí, que lo sigue, hace un gesto de complacencia y se introduce en ella.

Clarmont, sobre una peña, observa con el catalejo. Fons se acerca.
No nos siguieron le informa Clarmont, cerrando el catalejo.
Siempre hacen lo que esperamos le dice Fons desde abajo.
Brutos opina Clarmont bajando de la peña.
Pero muchos dice la López desde atrás de Fons.
Cuántos pregunta Fons.
Unos cuarenta contesta Alí, sentado más allá, sacándose las botas. Sin contar los que bajamos.
¿Cómo seguimos, ahora? pregunta Clarmont a Fons.
Con maniobras de hostigamiento y debilitamiento interviene otra vez Alí. Hay que cortarles los suministros. Agotarlos, desmoralizarlos. Recién después aniquilarlos.
Digamé Alí pregunta Clarmont, sorprendido. ¿Con qué grado desertó usted de su ejército?
Capitán, ascendido tres veces en campaña le contesta Alí, sonriendo, sin soberbia.
Clarmont se sorprende aún más. Salvatierra lo mira incrédulo. Fons menea la cabeza, con simpatía.
Parecida a su historia. ¿No, Fons? le dice Alí.
Fons lo mira.
Lástima. A usted también se le terminó la historia concluye.
Eso está por verse le replica Fons, orgulloso.
La López sonríe.
Ese, es mi pollo le dice por lo bajo a Salvatierra.
Maquinchao llega hasta ellos, sudoroso.
Salió uno a la disparada. Rumbeó para el este les in¬forma. Lástima. No lo pude alcanzar se lamenta Maquinchao.
Lo mandaron a buscar refuerzos deduce Clarmont.
Nos temen. Mejor así declama el turco.





Los ocho jinetes de una partida avanzan por un campo de lomas bajas. Dos de ellos llevan ropa de marinería. Los otros, partes de uniformes de diferente tipo y color. Llevan pistolas de infantería de marina y carabinas de asalto.
Maquinchao y Alí los observan, asomados desde una hondonada.
Son esos dice Alí.
Maquinchao asiente. Luego mira hacia atrás y controla con la vista los caballos que pastan atados a unas matas.
Los jinetes se van acercando. Alí y Maquinchao se hacen una seña.
Ambos apuntan con cuidado. Disparan. Los caballos de la partida se arremolinan. Siete jinetes talonean y cargan hacia donde salieron los disparos. Un cuerpo queda tirado en el campo.
Alí y Maquinchao, a toda carrera, van hacia los caballos. Montan de un salto y salen al galope.
Los persiguen.
Alí y Maquinchao bajan una loma y cruzan sin detener los caballos un arroyo poco profundo. Al otro lado se separan y toman direc¬ciones opuestas, paralelas al arroyo.
Los siete jinetes, llegan al arroyo y lo empiezan a cruzar.
Fons, desde la ribera de enfrente, aparece por entre los pastos altos y dispara el Winchester. Uno jinete cae del caballo. Memé dispara y cae otro. Los caballos se detienen y giran nerviosos. Maquinchao y Alí, dando alaridos, avanzan sobre sus flancos y van a cortarles la retirada, cruzando el arroyo.
Clarmont aparece, rodilla en tierra, apunta y tira. Otro jinete cae al agua. Los cuatro que quedan chapotean en el arroyo, con¬fundidos. Uno espolea y corre paralelo a la ribera. Pasa junto a Salvatierra que, de un salto se le cuelga y lo derriba en el agua. La López arroja la bola y derriba a otro que intentaba cruzar. Cuando el tipo se para, tambaleante, Memé lo fusila. Sal¬vatierra termina de hundir en el agua la cabeza del bandido que derribó. Lo ahoga.
Clarmont hace puntería con el último que, ya desmontado, ha cruzado el arroyo y corre hacia una loma.
El arroyo y las riberas quedan cubiertos de cadáveres. Alí y Maquinchao regresan, enarbolando los fusiles.

Fons revisa a uno de los muertos. Algunos pasos más allá, Clar¬mont hace lo mismo con otro.
Maquinchao se acerca a Fons que encuentra un mapa militar, muy parecido al suyo, en la bolsa que llevaba el sujeto en bandolera.
Fons abre el mapa, que está bastante mojado. Alí va hacia ellos.
Maquinchao y Fons se miran. En el mapa hay un camino marcado con lápiz rojo. Alí llega y mira el mapa por detrás de Fons.
Clarmont se acerca a ellos.
Acá hay marcado un camino le informa Fons.
Por algo debe ser opina Clarmont.
Vamos, pues propone Alí.

Entre la niebla de la mañana, un carretón avanza por el campo. Lo tiran cuatro caballos. Dos hombres, van en el pescante. Uno de ellos, con ropa marinera, va sentado con la riendas y el otro parado, con ropa de paisano y quepis amarillo, otea hacia adelante, escopeta en mano. Dos hombres, con uniforme verde, más van atrás, sobre la carga, armados con fusiles Remington. Atados a la culata, llevan dos caballos de carga, con barriles

D e pronto suenan disparos. El que iba parado cae hacia atrás. Cuando el de las riendas las chicotea sobre las ancas de los caballos para hacerlos correr, otro disparo le pega en pleno pecho. El carretón avanza unos metros y los caballos se detienen. Al mismo tiempo que los dos de atrás saltan del carretón mirando hacia todos lados. Un fogonazo estalla entre la niebla seguido de un estampido. Uno de ellos sale despedido hacia atrás, rebota contra una de las ruedas y cae de bruces al piso. El otro retrocede. Otro fogonazo, el estampido, y el tipo cae como ful¬minado, hacia atrás. La niebla espesa que cubre el suelo, sólo deja ver la parte superior de los cadáveres que yacen tirados al¬rededor del carretón. Unas botas de potro emergen lentamente entre la niebla y se paran junto a uno de los cuerpos. Atrás se detienen las botas de Fons. La López mira impertérrita al capitán. Por detrás de ellos van apareciendo, circunspectos, los demás del grupo.



El sol ya está alto. La niebla ha desaparecido. Los caballos de tiro y los dos con los barriles están atados, mansos. Clarmont saca los últimos bultos del carro y se los entrega a Salvatierra quién a su vez se los alcanza a la López que los deja en el suelo, junto a los otros bultos. Allí hay armas y cajas con municiones, además de bolsas de sal y yerba.
Fons se acerca a Alí, que contempla satisfecho el carro capturado y lo aparta con un ademán.
Mientras tanto, Salvatierra comienza a revisar la carga que yace en el suelo.
Fons y Alí caminan unos pasos.
Bueno Alí le dice Fons amablemente. Ahí tiene una carreta y caba¬llos...Elija un par de animales más, para remonta.
Alí se detiene y lo mira sorprendido.
Ahora estamos a mano, no le debemos nada. No quiero retenerlo más. De acá puede salir para Chasicó y de ahí, a donde quiera. Quedamos en paz.
El rostro de Alí muda hacia una contenida y fuerte ofuscación.
No puedo creer lo que estoy escuchando dice Alí mirando hacia el piso, reteniendo un estallido de furia.
Fons lo mira sin comprender.
Pensé que ya se había dado cuenta que yo no valgo una carreta con caballos le dice Alí masticando cada palabra.
Yo solamente quería devolverle lo que había per¬dido...y dejarlo libre le dice Fons ingenuamente.
Dígame una cosa le replica Alí. ¿Cómo va a hacer para devolverme el olvido?
Fons va a contestarle.
Me privó de la paz lo corta Alí. No me va a privar de la victoria.
Fons baja la cabeza. Alí pega media vuelta y se va. Fons no sabe qué hacer.
Alí se acerca a Memé metiendo la mano en el interior del chaleco.
La plata que te debo... le dice Alí dándole un papel. Está en el Banco de la Provincia...en el Azul.
Memé mira el papel y mira a Alí, sorprendida. No atina a nada.
Podés sacarla toda le dice Alí cabeceando hacia el papel.
Memé lo sigue mirando. Un velo de tristeza le cubre los ojos. Alí insiste. Memé toma el papel.
A donde voy, no lo voy a necesitar concluye Alí yéndose.
A los pocos pasos se detiene. Gira y la mira.
La victoria no se obtiene con dinero le dice.
Fons, que se ha ido acercando, se para a sus espaldas.
Sino con sangre concluye Alí girando y mirándolo a Fons a los ojos.
Fons no se aparta.
Me permite le pide Alí haciendo un ademán, para que lo deje pasar. Tenemos mucho que hacer.
Fons se aparta, sin un gesto. Alí va hacia el carro.
Maquinchao, entre tanto, desengancha los caballos. La López termina de colocar pasto seco debajo del carro. Alí llega, se acuclilla, saca el yesquero y enciende el pasto que comienza a arder. La López lo mira. Alí se para y mira satisfecho cómo las llamas van creciendo. El humo viborea, y los reflejos de las llamas se agigantan sobre le rostro de Alí.

A lo lejos puede verse una columna de humo, mientras la tropa avanza encabezada por Maquinchao. Varios caballos llevan la carga de cajas, bultos y barriles. Alí cierra la marcha. En el oeste, el sol ya cae tras las lomas.

Sentado sobre una peña, mirando la noche, Alí monta guardia, con el fusil cruzado sobre sus muslos.
Fons se acerca por atrás. Alí lo percibe, pero no se da vuelta.
Linda la noche dice Fons, parándose a sus espaldas.
Alí lo mira de reojo. Fons le hace un gesto de simpatía.
Alí vuelve a mirar hacia la noche.
Vamos, Alí le pide Fons.
Alí no le contesta.
Tenemos que ver qué hacemos le dice Fons intentando convencerlo. Necesitamos su parecer.



Alí se para, respira hondo y empieza a bajar de la peña. Fons lo mira con simpatía. Alí se acerca al fogón, donde todos, en rueda, están esperándolo. Alí se acuclilla despacio, como con desgano.
Fons viene tras él y se sienta a su frente, junto a Memé.
Ya es tiempo de actuar desde adentro comienza a decir Alí. Están cortados continúa. Sin posibilidad inmediata de recibir refuerzos. Sin abastecimiento.
Alí hace una pausa. Los mira.
Hay que pensar en el asalto final propone.
La López sonríe. Una sombra de temor pasa por la mirada de Memé. Clarmont niega con la cabeza, desaprobando. Alí lo observa al francés por un instante, indiferente.
Pero todavía son muchos, y bien armados continúa Alí. Hay que disminuir su poder de fuego.
Salvatierra mira a la López, interrogante. Pero Fons entiende.
La única forma es dejarlos sin municiones deduce Alí.
Los demás se quedan expectantes, esperando una conclusión. Clar¬mont hace un gesto de duda.
Hay que ir a volar el polvorín concluye Alí sin dudar.
Se hace un silencio. Memé mira a Fons. Fons mira a Clarmont que sigue meneando la cabeza. Luego a Maquinchao que, algo apartado, está con la cabeza baja. Fons sostiene la mirada. Maquinchao levanta la vista y, con un gesto corto de asentimiento, aprueba la propuesta. Fons vuelve a mirar a Alí.
Solamente tenemos que crear una buena oportunidad le dice Alí devolviéndole la mirada.
Cuento con usted le dice Fons.
Me parece bien le contesta Alí.

El sol quema en la sierra. Maquinchao, a la sombra de un peñsco, vigila. Clarmont mira con el catalejo. Una carpa, apartada del resto y rodeada de grandes piedras, se recorta en el lente. Clarmont le ofrece el catalejo a Fons.
Esa debe ser le informa. Contra las peñas.
Fons mira. Alí llega a su lado. Fons baja el catalejo.
Esa es confirma Fons entregándole el catalejo a Alí.

Anochece. Salvatierra lleva, por un sendero de la sierra, los dos caballos cargados con barriles y dos de tiro con los arneses, de los que venían con el carro. Los deja atados a una mata y sube por unas piedras, ocultándose. Por entre una grieta, espía a dos centinelas están apostados a la entrada del campamento.
Salvatierra baja y, dándole sendas palmadas en las ancas, hace ir a los caballos por el sendero. Luego se vuelve rápidamente a su puesto de observación.
Desde allí ve que los centinelas descubren los caballos, que llegan al paso.
Cuidadosamente, uno de los centinelas se acerca, mientras el otro lo cubre. Llega hasta uno de los caballos, mira el tapón de uno de los barriles y lo destapa un poco. Un líquido incoloro empieza a salir. Pone la mano debajo y lo prueba.
¿Agua? pregunta el que lo cubre.
Agua... ardiente le contesta éste sonriendo.

Salvatierra y la López llegan al campamento a la carrera.
Están tomándosela toda dice la López.
Funcionó dice Alí, satisfecho.
Fons y Alí se cargan dos bolsas en bandolera y revisan sus revólveres. Maquinchao se acerca a ellos, preparado para acompañarlos. Fons lo mira serio y niega con la cabeza.
Voy con usted le dice Maquinchao.
Es mejor que no le replica Fons.
Usted sabe...
Por eso. Todavía no es tiempo le corta Fons, firme.
Maquinchao entiende. Clarmont se acerca.
Me parece que necesitan uno más.
No es necesario, Clarmont le dice Fons agradeciéndole amablemente el ofrecimiento. Además, usted es buen tirador. Es mejor que se quede cubriéndonos desde arriba.





Clarmont esta molesto, pero lo disimula.
Claro...Pero tres ojos ven más que dos. Así que si decidieron ir, podemos aprovechar para averiguar algunas cosas. Mientras ustedes preparan la voladura, yo puedo infiltrarme hasta el rancho y ver que hay.
A su tiempo lo sabremos... le contesta Fons.
Sigue con su desconfianza. Creía que éramos los que manejábamos la operación, que éramos socios, usted y yo.
Seguimos siendo afirma Fons. ¿Por qué me dice eso...?
No. Por nada le responde Clarmont arrepintiéndose de lo que dijo.
¡López! llama Fons. Montá una guardia escalonada en las cumbres. Llevala a Memé y a Salvatierra.
Fons gira hacia Clarmont.
Usted, Clarmont, nos cubre desde atrás. Maquinchao, vos prepará los mejores caballos y llevalos cerca, por las dudas.
Maquinchao asiente.
Memé está parada, inmóvil, mirándolo. Fons lo advierte. Se acerca a ella y le da su capote.
Cuidámelo le pide, a la vuelta lo voy a necesitar.
Memé lo toma y sonríe, algo triste.

Fons y Alí parten. Cortan camino por un peñón alto. Llegan a una elevación y comienzan a bajar. Agazapados, se ubican tras una lomada desde donde se domina un sector del campamento. Oyen mur¬mullos aislados, ronquidos y algunos gritos lejanos. A la luz de las antorchas, ven a tres bandidos tirados, durmiendo. A su lado, un borracho musita frases incoherentes.
Cuidadosamente, se desplazan algunos metros. Ven un centinela sentado en el piso, con una botella caída a su lado, dándoles la espalda. Alí saca el cuchillo y se apresta a degollarlo. Fons lo detiene con un gesto.
No vale la pena le susurra.
A una seña de Fons, siguen avanzando y rodean el campamento. Hay un par de bandidos borrachos durmiendo, tirados al lado de unos bancos volcados.
Avistan la carpa del polvorín. Fons le hace señas a Alí para que retroceda. Alí, también con señas le pide que lo deje ir a él. Fons, cortante, le señala la retaguardia. Alí, entonces, le desea suerte con un gesto y sale hacia atrás.

Fons lo ve escurrirse más allá de los dos borrachos y reemprende la marcha con extremo sigilo.
Otros dos bandidos duermen en el suelo. Fons pasa entre ellos, rodea unas rocas y llega hasta la carpa. Entra. Hay cajas de ar¬mas y de municiones. Cananas y armas blancas. Destapa un barril de pólvora y lo vuelca lentamente. Con cuidado de no hacer ruido, abre un orificio en otro barril y empieza a dejar un reguero de pólvora. Asoma de la carpa y escudriña en la oscuridad hacia todos lados. Nada se mueve. Sólo se escucha el oleaje perezoso del río Colorado.
Fons sale de la carpa y caminando agachado. Con el barril, va dejando un reguero de pólvora. Llega hasta un recoveco entre las piedras que rodean la carpa, y deja el barril. Se asoma y escudriña de nuevo. Con la vista, calcula la distancia que lo separa de los dos borrachos tirados. Se acuclilla y saca un yesquero. Acerca la mano al extremo del reguero de pólvora tratando de cubrir con su cuerpo el primer chisporroteo del yesquero. El dedo de Fons se tensa sobre la piedra del yesquero.
Un par de pasos se hacen apenas audibles pero alarmantemente cer¬canos.
Fons se paraliza, mira de reojo. Alguien se para detrás suyo. Con extrema cautela, Fons gira levemente la cabeza. Lo primero que ve son un par de botas de potro. Levanta un poco la vista. Una escopeta recortada le está apuntando a la cabeza.
Fons mira de reojo hacia el extremo del reguero de pólvora que ha quedado casi a sus espaldas y ve que dos bandidos, uno a cada lado, le están apuntando con fusiles, también a la cabeza. Con tensión en la mirada, Fons hace un desesperado cálculo mental. Mira su mano con el yesquero y el extremo del reguero de pólvora. La escopeta recortada se levanta levemente. Fons renuncia. Baja la mano. Una bota de potro se apoya sobre su espalda y lo derriba al piso, empujándolo con fuerza. Fons se queda inmóvil, esperando lo peor.
Unos pasos se acercan desde atrás de las botas de potro, hasta ponerse a su lado. Son un par de botas militares bien lustradas, y un pantalón verde con vivos amarillos.



Fons levanta la vista lentamente y recorre la figura hasta llegar al rostro. Es el oficial extranjero. De porte distinguido y mirada de águila. Luego mira al otro. Es el gaucho llamado Martín, de aspecto brutal y ojos asesinos. El oficial apenas mueve los labios.
Lo estaba esperando le dice con perfecta dicción pero con marcado acento portugués. -Es sin duda por su infinita in¬genuidad, que pensó que yo podía ser tan estúpido. Una trampa tan burda...
Fons está mudo. Respira agitado. El oficial mira las charreteras.
...capitán.
Fons lo mira, tenso. El oficial mira de reojo a Martín y luego otra vez a Fons.
Pensábamos pescar una anguila y cazamos un caimán. Usted debe ser el famoso Fons... le dice el oficial, haciendo un gesto valorativo. Algo me decía que podía atreverse...
Fons no le quita la mirada.
Lo que sí no me imaginaba era que iba llegar tan lejos agrega.
¿Cómo sabe... hijo de puta? pregunta Fons.
La culata de la escopeta se estrella contra el cráneo de Fons.

Alí, desde su escondrijo en una cortadura, escucha un vozarrón ronco en la noche.
!Arriba todo el mundo!
Los dos hombres que estaban tirados en el suelo, entre Alí y el campamento, se incorporan de inmediato, armas en mano, perfec¬tamente lúcidos. Alí se sorprende por un momento. Los hombres van hacia él. Alí dispara. Un cuerpo rueda por el suelo. El otro hace rodilla en tierra y le tira. Alí empieza a recular. Otros dos bandidos corren y le disparan a la carrera. Todos los falsos borrachos se han levantado y recorren el perímetro del cam¬pamento, disparando a todo lo que se mueva.
¡Fons! grita Alí, entre el estrépito de las balas.
Alí espera un instante, se escabulle entre las peñas y se atrin¬chera detrás de una roca. Escucha corridas y gritos. Tiros y órdenes de mando.
¡Fons, carajo! vuelve a gritar.
Un balazo pega en la roca junto a él. Blasfema por lo bajo y se escurre en la oscuridad.
El primer hombre de guardia está atento, con el fusil preparado. Alí pasa por detrás de él, sigiloso y tenso. El guardia no lo es¬cucha. Alí se aleja. De repente, Alí pisa en falso y desmorona unas piedras. El bandido gira y dispara. Alí se tira tras una piedra. In¬mediatamente se arrastra y, poniéndose de pie, corre agazapado. Varios bandidos corren hacia allí. Dos, a caballo, trepan buscándolo.
Alí sigue corriendo, desesperado. Cae y se levanta. Pero vuelve a caerse. Dos bandidos lo ven, todavía lejos, y corren hacia él. Alí se levanta. Con el rostro desencajado, ve que no tiene salida. A su frente hay un barranco. Mira hacia atrás. Los ban¬didos a caballo frenan a unos metros. Alí se lanza rodando hacia abajo por la ladera del barranco. Los bandidos de a pie llegan al borde y se detienen de golpe. Miran hacia abajo. No ven nada. Alí, tomándose de un costado, tambaleando, se escapa por entre los riscos. Los bandidos de a caballo pegan la vuelta. Los otros hacen un gesto despectivo hacia abajo. Uno de ellos escupe al piso, dándolo por muerto.

Dos bandidos arrastran el cuerpo desmayado de Fons, lo introducen dentro de una enramada cercada con estacas y lo arrojan allí. Adentro hay trastos, herramientas y elementos de talabartería.

Alí llega dolorido y sudoroso a un recodo de la sierra. Ahí lo espera Maquinchao con los caballos. Alí se detiene tambaleante. Maquinchao lo ayuda a montar. Luego salta sobre su caballo y se lleva, tirando de las riendas, al de Alí. Maquinchao emprende un galope corto. Alí se tambalea, doblado hacia adelante, recostado sobre el cogote del animal.
Ya está amaneciendo. Maquinchao frena su caballo y desmonta. Memé se abalanza sobre Alí, desencajada.
Lo abandonaste. ¡Basura! le grita zamarreándolo.
Clarmont se acerca y, ayudado por Maquinchao, la aparta. La López y Salvatierra corren hacia ellos.
¿Qué pasó? pregunta la López, deteniéndose agitada.
Memé se zafa y la enfrenta.
¡Que lo dejaron abandonado! ¡Traidores! le grita en la cara, fuera de sí.

La López le pega una cachetada. Memé la mira con odio, pero len¬tamente se afloja. Le tiemblan los labios.
¿Qué le hicieron? atina a preguntarle antes de lar¬garse a llorar, desconsolada.
La López le estira los brazos y Memé se lanza a abrazarla, como refugiándose. La López la aprieta contra ella y por sobre su hombro mira a Clarmont y Salvatierra que desmontan a Alí.
¿Vivo o muerto? le pregunta Clarmont sosteniéndolo.
No sé contesta Alí, mirándolo descorazonado.
Con cuidado, lo llevan contra una lomadita y lo recuestan.
Nos estaban esperando... dice Alí.
¿Cómo? pregunta Salvatierra.
Nos pusieron una trampa. Se hicieron los borrachos. Qué estúpido... se insulta Alí.
¡La puta que los parió! grita la López.
Clarmont termina de revisar a Alí.
Tiene rotas un par de costillas le dice. Nada serio.
Vamos a buscarlo dice la López.
Nada de eso le dice Clarmont. No vamos a seguir haciendo cosas de turco. Ir a meterse en la boca del lobo...
Memé lanza un sollozo.
¡Y basta de lamentos! ordena Clarmont. Tenemos que sacarlo. Vivo, si es posible. Pero desde ahora vamos a actuar con inteligencia.
Maquinchao se acerca. Clarmont lo mira.
Es mi turno le dice el francés.

Los rayos de sol del amanecer ya se filtran dentro de la en¬ramada. El gaucho Martín le pega a Fons una cachetada de revés en la cara. El capitán está amarrado por las muñecas con unos tien¬tos que lo sostienen semicolgando del larguero del techo. Dos bandidos cubren al gaucho mientras le pega varias trompadas en las costillas y en la boca del estómago.
Fons está consciente pero aturdido por los golpes. El gaucho lo agarra del pelo y le levanta la cara.
Así que vos eras... le dice preso de furia helada.
Fons lo mira sin decirle nada. El gaucho le pega un rodillazo en los testículos, con resentimiento.
¡Basta! grita el oficial entrando a la enramada seguido de dos hombres, a modo de edecanes.
Fons lo mira. El gaucho para un golpe a la cara y gira hacia él.
Otra vez usted le dice el oficial al gaucho. Desde ahora, limítese a hacer sólo lo que se le ordena.
Martín y los otros dos se quedan inmóviles.
¡Afuera los tres! les ordena tajante, el oficial.
Martín lo mide durante un segundo y enseguida parte, seguido de sus dos laderos.
El oficial hace una seña, y uno de sus edecanes saca un cuchillo. Corta las sogas de Fons, que cae al piso con todo su peso. El oficial lo mira y niega dos veces con la cabeza, contrariado.
Sáquenlo les ordena.

Maquinchao aparece tras unas matas y observa el campamento que, al otro lado del río, aparece en calma. De adentro de la enramada surgen, borroneados por la bruma, dos individuos sos¬teniendo entre ellos a otro, que apenas puede tenerse en pie. El oficial sale detrás de ellos. El individuo tambaleante se hace soltar. Trata de mantenerse erguido por sus propios medios concentrando todas sus fuerzas en ese gesto de dignidad. Eviden¬temente es Fons. El oficial los apura y los dos sujetos avanzan, apuntándole a Fons, que camina trastabillando.
El rostro de Maquinchao se contrae y desaparece tras las matas de la orilla. Salvatierra está a su lado, también tenso, cuerpo a tierra.
Quedate acá le dice Maquinchao.
Salvatierra lo mira expectante.
Seguí vigilando vos, y no te dejes ver le recomienda Maquinchao. Si se quieren cruzar, ya sabés.
Salvatierra asiente. El indio retrocede reptando y desaparece entre los matojos.
Salvatierra aferra su Winchester. Cuando se pone a escudriñar el campamento que se extiende del otro lado, su semblante adquiere un aspecto brutal.

Los rayos de luz cruzan trazantes por la ventana de la tapera donde seis mujeres miran, paralizadas, hacia la puerta. Una es mestiza, de mirada insondable, ya vieja. Las otras cinco son jóvenes. Dos mestizas y dos indias, de ojos tristes y resignados. Una tercer india, distinta, lleva puesto un manto tehuelche de cuero con dibujos geométricos. Es hermosa, de mirada altiva y odio contenido.
Fons se tira en un camastro.
Atiendan a este hombre. Lo dejan en con¬diciones, tengo que hablar con él les ordena el oficial a las mujeres.
Vos, quedate afuera le dice a uno de sus laderos.
Hace una seña y los tres se retiran.
Las mujeres van saliendo de su parálisis. La vieja se abre paso y, con un par de gestos de cabeza, ordena a dos ellas que se ocupen de Fons. Las otras reinician la actividad menos la del manto, cuya mirada se ha quedado concentrada en el rostro del capitán. Al darse vuelta para volver a lo suyo, la vieja la ve. La mujer lo advierte, la mira y entonces toma un palo y se pone a trabajar en un mortero de grano.
Un chorro de agua cae en la cara de Fons, que abre los ojos y hace una mueca de dolor. Las dos mujeres, una mestiza y una in¬dia, se ponen a limpiarle las heridas. Tiene varios moretones y un par de tajos casi coagulados. La india del manto sigue moliendo. Por momentos derige furtivas miradas hacia Fons.
Todo se ha hecho en silencio, salvo por el continuo y rítmico golpetear del mortero.
Fons se sienta en el camastro, ya más lúcido. Empieza a recorrer con la mirada el espacio que lo rodea, los semblantes tristes e insondables de las mujeres que lo han atendido, la energía de la india dándole al grano en el mortero.
De pronto ve, mas allá, en un rincón, a otra mujer. Está sentada en el suelo contra la pared y con la cabeza gacha. Se queda mirándola. Le cabellera rubia le cae hacia adelante tapándole la cara y deslizándose por el blanco de su vestido hasta reposar en el vientre abultado.
Fons trata de ponerse de pie. Al incorporarse hace un rictus de dolor. Entonces se vuelve a sentar, apoyando la espalda contra la pared, y cierra los ojos. De una cortadura en el cuero cabelludo empieza a caerle un hilo de sangre.

Ha entrado la mañana en la sierra. En el fogón, sólo han quedado brasas.
Está vivo dice Maquinchao y se acuclilla a tomar un trozo de carne de los rescoldos.
Memé va hacia allí con mirada esperanzada. La López también se acerca y se para detrás del indio.
Duro había sido le dice Maquinchao a la López, levan¬tando la mirada por sobre el hombro.
La López le responde con un guiño afirmativo, orgullosa. Clarmont, al otro lado del fogón, los corta.
Bueno. ¿Dónde lo tienen? lo apura a Maquinchao.
De acá para allá le contesta el indio. Ahora lo metieron con las mujeres agrega mirando de soslayo a Memé, con sorna.
Despues de mí, ninguna le retruca Memé.
Maquinchao menea la cabeza y sonríe. Clarmont resopla.
¿Volvemos, señores? se impacienta el francés.
Alí, a un costado, tendido, y con el torso vendado, los mira con semblante preocupado.
Hay que ir a buscarlo les dice.
Usted ya hizo suficiente, Alí le agradece Clarmont.
Alí no le contesta.
Estamos en un impasse... ¿Cómo dicen ustedes? Empan¬tanados les explica Clarmont. Ni ellos ni nosotros podemos mejorar la posición. Hay que obligarlos a moverse.
Clarmont piensa un momento. Maquinchao y la López esperan.
Eso. A mover piezas concluye Clarmont.
La López lo mira sin comprender bien.
Hay que ganarle las cumbres. Para ahogarlos les dice.
La López asiente, circunspecta.
Cerrar el cerco. Sitiarlos explica Clarmont.
¿Nosotros seis? le pregunta la López, sorprendida.
Nosotros sabemos que somos seis. Ellos no le contesta Clarmont.
Maquinchao sonríe, empezando a entender.

Fons duerme, tapado con el manto tehuelche. La luz del sol, que penetra por una hendidura del techo, le hiere en los ojos. Par¬padea primero, y luego los abre. La india dueña del manto le está ofreciendo un cuenco con leche.
Fons se incorpora un poco y bebe. Por encima del cuenco mira a la india. Está vestida con una blusa y una pollera tejidas. Fons deja de beber y observa el crucifijo de hueso que la mujer lleva colgado del cuello. Vuelve a beber y ve que la mujer tirita un poco, por el frío.
De pronto, ella escucha pasos en el exterior e inmediatamente le saca el cuenco de las manos y se dirige rápidamente hacia el mortero, disimulando. Fons la mira sin decir palabra y se limpia una chorreadura de leche.
Un guardia se asoma por la puerta entreabierta, hecha un vistazo hacia adentro, controlando, y se va.
Fons se pone de pie.
La puerta se abre y el guardia deja entrar a uno de los laderos inmediatos del oficial.
Venga dice el hombre mirando a Fons.

Oculto tras las rocas, Clarmont observa con su catalejo. Los diferentes sectores del campamento están casi sin movimiento. Ob¬serva, arriba, en las crestas de los farallones que dominan el cajón del río, cómo se producen los cambios de guardia. Deja de mirar y le ofrece el catalejo a Maquinchao. Pero, súbitamente, el indio le señala un lugar en el campamento.
Clarmont enfoca rápidamente el catalejo en esa dirección. Ve que Fons va caminando hacia una tienda militar algo apartada y más grande que el resto, custodiado por dos hombres que lo siguen, apuntándolo.
Clarmont cierra el catalejo y ambos se escurren hacia atrás.

La tienda militar es amplia y está equipada y amueblada como un comando en operaciones. Mesa de campaña a modo de escritorio, un par de bancos plegables, cartucheras y una cantimplora enganchados de los parantes. Un sable de infantería de marina con su vaina cuelga a espaldas de la mesa, en un lugar preferencial. Al lado, un morrión de oficial, con penacho rojo y escudo imperial. A un costado un armario bajo, rústico, hecho con palos. Al otro lado, un calentador de leña, con una pava. El oficial está de pie detrás de la mesa, con las palmas apoyadas en ella, estudiando un mapa desplegado. Levanta la vista y, al ver entrar a Fons, le señala uno de los bancos con la vista. Fons asiente y hace con la mirada un rápido inventario del lugar, deteniendo sus ojos en el morrión y especialmente en el emblema imperial. Luego se sienta. El oficial le ordena con una seña al custodio que se retire y gira hacia el calentador, poniéndose momentáneamente de espaldas. Fons mira disimuladamente hacia la mesa. El mapa desplegado es militar, idéntico al suyo, sólo diferenciado por las correcciones per¬sonales de puño del propietario. Impreso en un ángulo al pie, alcanza a leer: .
El oficial gira hacia Fons con un jarro de café. Advierte la mirada de Fons que, atrapado por el descubrimiento, no alcanzó a apartar la vista a tiempo. El oficial, sin darse por enterado, le pone el jarro frente a los ojos.
Póngase, si quiere le dice señalándole un azucarero.
Luego, tranquilamente, comienza a doblar el mapa. Lo guarda en un morral y vuelve a darle cara a Fons.
Fons lo mira, inmóvil e inescrutable, calentándose las manos al sostener el jarro.
¿Lo toma amargo? le dice el oficial con cortesía. -Que paradoja. Es la última que tengo agrega haciendo un gesto hacia el azucarero. La que estaba en viaje se la quedaron us¬tedes.
Fons lo mira sin decir palabra.
¿Hasta dónde quieren llegar? lo encara el oficial.
Fons enarca las cejas.
O mejor dicho: ¿Hasta dónde cree que puede llegar? prosigue el oficial, acercando un tanto su rostro.
Fons piensa un momento.
Hasta estar en buenas condiciones de negociación le contesta con tranquilidad.
El oficial hace un gesto entre contrariado, e interrogante.
Hasta el momento, solamente provocamos escaramuzas sin importancia. Imaginesé lo que puede pasar si mi gente decide atacar a fondo.
O sea que usted, Ignacio Fons, es el oficial al mando.


Fons se sonríe apenas, despectivamente.
Mi segundo está perfectamente al tanto del plan de operaciones, y tiene la experiencia suficiente para llevarlo a cabo.
Pero todo puede solucionarse si lo dejo en libertad ironiza el oficial, acercando su rostro aún más.
Correcto. Además, por supuesto, de que nos sentemos a discutir cómo vamos a seguir juntos con el negocio.
El oficial se echa hacia atrás, harto.
¡No me haga reír! le dice enojado. Su inocencia raya... en lo absurdo.
Fons no le contesta.
¡¿Cuantos son afuera?! grita, apurándolo, el oficial.
Más que ustedes contesta tranquilamente Fons.
El oficial hace un gesto de resignación. Resopla y cambia de ac¬titud. Cruza los brazos y se relaja, apoyándose contra la mesa.
Oiga, Fons, esa sangre fría no le va a dar el rédito que espera. Martín me lo esta pidiendo desde ayer. ¿Sabe la can¬tidad de cosas que puede hacer decir ese hombre? No es mi estilo ensuciarme las manos, pero bien puedo hacerme el sordo cuando usted empiece a aullar.
Fons permanece impertérrito. El oficial vuelve a cambiar el tono.
Podemos hablar le dice amigablemente. Como se habrá dado cuenta, no es el primero de ustedes que entra en el negocio. Pero las condiciones las pongo yo. Piénselo Fons. Esto es demasiado grande para usted.
Fons sonríe de costado y baja la cabeza. El oficial se dirige hacia la puerta.
No se me puede correr con veinte zaparrastrosos le dice a la pasada.
Veintitrés lo corrige Fons, sin mirarlo.

La india del manto, ahora nuevamente con él, está acomodando leña lentamente en una pila junto a la carpa. Mira de reojo hacia los lados y apunta, con disimulo, la oreja hacia la pared de lona. Al ver salir al oficial, se apresura a acomodar el resto de la leña.
¡Cipriano! llama el oficial, sin prestarle atención.
Un hombre se acerca cruzándose con la india, que se retira.
Llévelo a la enramada. Engríllelo ordena el oficial.
Luego, hace una seña hacia el interior, a Fons, para que salga. Con otra seña, llama a los dos custodios. Cuando Fons sale, el tal Cipriano lo toma de un brazo para llevarlo. Fons se planta.
¿De quién soy prisionero? le pregunta al oficial.
Souza Neves le contesta secamente el oficial y hace un gesto enérgico para que se lo lleven.
El tal Cipriano lo tira del brazo y Fons empieza a caminar seguido por los custodios. El oficial lo mira irse.
¡Fons! lo llama, de pronto.
Fons se detiene y mira a Souza Neves, que le habla desde la entrada de la carpa.
¿Usted no estuvo en el frente paraguayo?
Fons asiente, como con desgano.
Yo también.
Fons no da signos de reacción.
Estamos en el mismo bando le dice Souza Neves. Piénselo. Tiene hasta la noche.

Atardece. Un jinete galopa entre las lomas. Se acerca a un grupo rocoso, y se mete derecho por un paso poco visible. Un hombre monta guardia en lo alto, entre las rocas. Sigue atentamente el trayecto del jinete, que va allá abajo entre los vericuetos de los farallones.
El jinete sale a una planicie donde están Clarmont, la López, Memé y Salvatierra, levantando campamento. A su lado, un fogon¬cito sobre el que descansa una cafetera. Cerca de ellos, un grupo numeroso de caballos: cuatro ensillados, dos o tres aparejados para carga, la mayoría en pelo. El jinete frena rayando y des¬monta con un solo movimiento. Es Maquinchao. Los otros lo reciben apenas con una mirada.
Desde lo alto de las rocas, Alí, el hombre que monta guardia, le hace señas al grupo levantando un brazo. Clarmont le contesta de la misma manera. En silencio y con movimientos rápidos y precisos, la López ajusta la cincha de un caballo de montar, mientras Clarmont controla las armas largas aparejadas en los flancos de uno de carga.


Memé se acerca a Maquinchao, sirve de la cafetera en un jarro y se lo ofrece. Arroja lo que queda en el fogón. Maquinchao bebe un par de tragos y arroja el resto. Deshace el fogón con el pie y de la misma manera barre un poco la arena. Ambos van hacia Clarmont y los caballos. Memé guarda la cafetera en una alforja y monta. Clarmont le da la soga que con¬duce a la tropilla en pelo y monta a su vez. Salvatierra llega junto a ellos, también monta y se hace cargo de los caballos de carga. Maquinchao salta sobre su caballo. La López monta y se ubica cerrando la marcha y salen al paso.
Alí viene bajando por las rocas. Sin detenerse, Clarmont le da su caballo y Alí monta. Maquinchao talonea y todos parten al galope desapareciendo entre los laberintos.

Fons está sentado, pensativo, en su camastro. Las mujeres preparan comida. Fons se pone de pie, va hacia un ventanuco y mira hacia afuera, por hacer algo. Cuando va a volver a su camastro ve a la mujer blanca que todavía permanece sentada en el suelo. Se queda un momento observándola. Luego se acerca a ella y se acuclilla a su lado. La mujer está evidentemente embarazada y a poco de dar a luz. Fons le apoya la palma de la mano en el vientre.
¿Quién sos? le pregunta con tono suave.
La mujer no se inmuta. Las otras mujeres lo miran por un momento, sin dejar lo suyo. Fons le corre el pelo de la cara, dejándole libre el rostro. Es bella. Tiene ojos azules y pecas en la cara.
¿Qué hacés acá? insiste Fons.
La mujer sigue como ausente. Entonces Fons se da vuelta y busca con la mirada entre las mujeres. La india del manto lo está ob¬servando con el rostro velado por la tristeza. Fons la interroga con la mirada. La india mira a la mujer blanca y niega con la cabeza, apesadumbrada, en señal de que no le puede contestar. Fons, sin responderle, vuelve su mirada a la mujer blanca y luego a la india. Ella ya está de nuevo concentrada en sus tareas.
Fons va hacia su camastro, se tira y se queda pensativo, mirando al techo.

La luna ha salido, dándole a la noche un barniz azulado. Una mano se afirma en una roca y el hombre corona un repecho. Otros lo siguen. Es un grupo armado que sube la cuesta por una cornisa de la pared rocosa. Los hombres llegan hasta la cima donde, más allá, un emponchado monta guardia con un arma larga. Se desplazan por la pequeña meseta que domina el lugar por donde subieron y que, mas allá del guardia, se funde, en la oscuridad, con las serranías circundantes.
El grupo se acerca al guardia y dialoga brevemente en leves mur¬mullos. Uno de los hombres lo reemplaza, el sujeto empieza el descenso, y el resto se disgrega en fracciones de dos y tres hombres, que parten en diferentes direcciones.
Uno de los grupos, de tres hombres, sigue un camino de ascenso. A media altura se produce un segundo relevo. Los dos que quedan bordean un peñón. Luego, el primero desciende unos metros hacia una saliente en donde monta guardia otro centinela y el segundo sigue ascendiendo hasta un promontorio desparejo que parece dominar todos los alrededores. Llega junto al centinela que está enfundado en un largo piloto de abrigo, armado de fusil y con una canana en bandolera. Se saludan con pocos gestos. El del piloto se retira por donde vino su reemplazo. Este último se sube el cuello y las solapas de la chaquetilla, se calza la correa del Remington al hombro y da un par de pasos controlando el espacio a su alrededor. Moquea un par de veces, y exhala vapor por los labios resecos. Una mano le tapa la boca y lo impulsa hacia atrás. La otra, sostiene un cuchillo que lo degüella de un movimiento limpio y amplio.
La cabeza del centinela del poncho se vuelca hacia la nuca, elevando el mentón. Maquinchao lo degüella de un tajo.
Un par de puños sosteniendo por los extremos un arma larga pasan súbitamente sobre la cabeza de otro centinela. De inmediato, un tirón lo estrangula.
Maquinchao corre agazapado en la noche. Suave, tenue, silencioso.
La López se acerca a un centinela, lo toma desde atrás tapándole la boca y lo apuñala varias veces en los riñones.
Otro centinela cae de bruces hacia adelante. Tiene un cuchillo curvo en la espalda. Aparece Alí, que le saca el cuchillo de un tirón. Salvatierra aprieta su Winchester con mas fuerza sobre la nuez de otro y el cuello del hombre se quiebra.




Memé tira de la soga y el hombre cae al piso. La López se abalanza sobre él, levanta los brazos y los baja con fuerza, clavándole el facón con ambas manos.
Maquinchao llega agazapado. El tipo voltea de pronto. Maquinchao le clava el puñal en el pecho, lo abraza, y lo acompaña en la caída depositándolo en el suelo con suavidad. Otro centinela voltea y lo ve. Trata de apuntar con su rifle, pero Salvatierra le descarga un golpe de culata como un mazazo.
Clarmont aprieta con fuerza. El sujeto patalea como electrizado, sostenido de pie, férreamente, por su ejecutor. Sufre un último estertor y finalmente se afloja. Con suavidad, el asaltante lo apoya contra el piso rocoso. Limpia el cuchillo en unas matas resecas.
De pronto escucha un chistido en la noche. Se da vuelta y repite el sonido. Salvatierra también. Memé los imita. Luego la López y, más allá, Alí.
Clarmont, con un yesquero, enciende pasto seco, debajo de unos troncos apilados.
Salvatierra llega, enciende una pequeña tea en el pasto que arde y sale agazapado.

La puerta de la tapera se abre con violencia. Entra Souza Neves, caballaresca pero furioso, y un par de tipos armados.
Fons abre los ojos. Con un gesto seco, Souza Neves le ordena que se levante. Fons lo hace. Souza Neves le señala la puerta. Los tipos le apuntan. Fons se termina de parar y le clava una mirada intensa, interrogante y a la vez acusativa.
Afuera ratifica Souza Neves, por toda respuesta.
Uno de los tipos lo empuja a Fons con la culata. Souza Neves lo detiene con un gesto tajante. Fons sale, sin perder el tono en la mirada.

Afuera hay varios hombres en pie de guerra, inquietos, por momen¬tos escudriñando las alturas a su alrededor, como si los acecharan. Fons los observa sin comprender.
Souza Neves gira y dirige también su vista a las alturas con una mezcla de furia y preocupación. Fons, entonces, imita el movimiento del Souza Neves y los ve.

Arriba, a lo largo de toda la línea de cumbres, desde las lomas del este hasta los promontorios rocosos mas altos del oeste, e incluso más allá de la quebrada de acceso al campamento, hay una sucesión de puntos de luz que, indudablemente, son fogones encen¬didos.
Fons sonríe levemente, pero trata de disimularlo.
Souza Neves le dirige una mirada fulminante y luego mira hacia un costado. Allí, a pocos pasos, hay un poste clavado en el suelo. Dos forajidos están parados a ambos lados. Uno tiene una cuerda en la mano y se la muestra a Souza Neves.
Souza Neves no le responde, se acerca a Fons.
Ocho. Ocho hombres tenía ahí arriba le dice mordiendo las palabras. Tendría que hacerlo fusilar ocho veces.
Yo no fui le dice Fons, insolente.
Dejemeló. interviene el gaucho Martín a sus espaldas.
Souza Neves, sin siquiera mirarlo, hace un gesto de desprecio.
Calculando lo que habrán dejado en reserva, no son más de diez o doce allá arriba... Pero me tienen cercado.
Fons lo mira sin delatarse.
¿Usted lo organizó? le pregunta el oficial.
No. Seguramente mi segundo sigue con el juego Fons.
Para romper un cerco así, relación de diez a uno. ¿No? le pregunta Souza Neves, dando por sentada la respuesta.
Si conozco bien a mi gente, a lo mejor más insiste Fons, descolocándo¬lo.
Bien, vamos a ver que tiene su gente en las venas le retruca el oficial y hace una seña seca.
Dos forajidos empujan a Fons brutalmente y lo ponen de espaldas contra el poste.
Le atan las manos atrás, de frente a los fuegos.
Fons se queda contemplándolos, con mirada intrigada.








Unas ramas grandes, secas, se levantan. Entre varios hombres em¬piezan a destapar un bote, oculto bajo las ramas, a pocos metros de la ribera. Souza Neves imparte órdenes sobre la marcha.
Tres hombres al bote. Río abajo le indica a uno de sus edecanes. Que manden refuerzos. Aunque sean de marinería. Lo que haya.
Los hombres terminan de descubrir el bote y empiezan a empujarlo hacia la ribera. Souza Neves gira y sigue dando instrucciones.
¡Martín! Que la gente no se exponga le dice señalando la explanada. Todo el mundo atrincherado. Haga reforzar las defensas. Una zanja con parapeto cortando el camino de entrada. Todos los centinelas dentro del perímetro.
Inmediatamente gira, enérgico.
¡¿Que pasa con ese bote?! grita mirando a la ribera.
Con actitudes de precaución y miradas intranquilas hacia los fuegos de las cumbres, los hombres bajan el bote a la playa. Tres de ellos se trepan, apenas la embarcación toca el agua. Uno se ubica a popa con la espadilla y dos toman los remos.
Rápidamente ponen distancia de la costa remando en dirección al centro del río. Cuando están sobre la corriente, viran poniendo proa río abajo. Fijan la espadilla y dejan de remar, dejándose llevar. Se acurrucan en el fondo del bote, cubriéndose, con las miradas inquietas hacia las cumbres de enfrente.
Una lluvia de balas les llega desde la espalda. Maquinchao, la López y Salvatierra, al otro lado del río, les tiran a destajo. Cuando agotan la carga toman otro fusil y siguen disparando sin detenerse a recargar. La oscuridad hace que tiren al bulto, pero la granizada de balas abarca todo el bote y sus alrededores. Los disparos cesan de pronto. Los tres del bote yacen inmóviles, muertos.
El bote empieza a hundirse.

Souza Neves no termina de salir de su estupor. Su rostro esta en¬rojecido de furia, sorpresa e impotencia.
De pronto comienzan a encenderse fuegos en la orilla desde donde salían los disparos. Uno a continuación de otro.
Clarmont, en las rocas, gira el catalejo con un gesto preciso. Recortado por el catalejo, Maquinchao llega corriendo y enciende un último fogón.
Clarmont corrige la dirección del catalejo y enfoca Souza Neves que esta parado en el medio del campamento, girando lentamente sobre sí mismo, contemplando anonadado el círculo de fuegos que lo rodea.
Jaque dice Clarmont. -Usted mueve.

Souza Neves sale de su estupor y grita una orden:
!A ver! !Cuatro tiradores!
Cuatro tipos se presentan empuñando armas largas. Sus miradas temerosas relojean las alturas.
¡Antorchas! grita señalando el piso, cerca de Fons.
Un par de tipos, más asustados todavía, traen cuatro antorchas y las clavan en el piso, alrededor del poste.
¡A diez pasos!
Los tipos se forman en hilera, frente a Fons.
Me lo tienen apuntado al corazón les ordena.
Los tipos obedecen.
Al primer intento, lo fusilan concluye.
Fons lo mira.
Relevos cada media hora agrega hacia su edecán.
Luego pega media vuelta y se va.

La india del manto esta observando, por la puerta entreabierta del rancho, hacia el poste, iluminado en la noche por el fuego de las antorchas. La sombra de Souza Neves, yendo hacia su carpa, se proyecta hasta el rancho cruzando sobre la india. Ella se encoje un momento, ocultándose, y vuelve a mirar hacia Fons. El capitán apoya la cabeza contra el poste mirando hacia las sierras. La in¬dia se introduce en el rancho cerrando la puerta.






El sol empieza a aparecer como coronando las cumbres. Clarmont asoma por el borde de un risco. Allá abajo, cuatro tiradores, con el fusil a la cintura, apuntan a Fons. El capitán, atado al poste, se ha dormido. Clarmont se escurre hacia atrás, donde la López, con el fusil en las manos, cabecea intentando no dormirse.
Buena jugada dice Clarmont con gesto apreciativo...
La López se despabila un poco y lo mira.
Ese oficial, sabe, por lo menos, juzgar nuestra lealtad le dice Clarmont.
La López se incorpora un poco.
Con eso, nos está obligando a negociar concluye, dándole el catalejo a la López e indicándole con el pulgar que mire hacia abajo.
La López lo toma y mira. Clarmont hace una seña hacia un risco, a la distancia. Maquinchao se asoma. Clarmont lo llama haciendo un ademán con el brazo.

Maquinchao trota agazapado por las alturas rocosas. Pasa junto a Alí, que está apostado, atento. Se detiene un momento y le señala el pecho vendado. Alí, con un gesto, le resta importancia al asunto. Maquinchao le hace un guiño y sigue de largo. Alí vuelve a mirar hacia abajo, controlando.
Maquinchao llega junto a Clarmont y se acuclilla a su manera.
Vamos a parlamentar propone el francés.
Maquinchao acepta, afirmando con la cabeza.
Pero antes, hay que mover un caballo... Varios, digo.
Maquinchao lo mira.
¿Cómo es esa estratagema? Ese truco. El de los caballos.
Maquinchao asiente.

El sol ya está alto. La carpa se abre y Souza Neves sale con ac¬titud enérgica, ajustándose el cinturón con la pistolera. Un edecán se acerca agitado.
¡Bandera blanca! le informa, señalando hacia la entrada del campamento.
Inmediatamente, rodean al oficial sus inmediatos y el gaucho Martín. Souza Neves avanza un par de pasos y se planta mirando hacia la entrada. Los demás se abren en abanico tras él. Souza Neves aguza la mirada. A la distancia, Clarmont viene saliendo de la quebrada. Porta una caña con una camisa blanca atada en el ex¬tremo.
Souza Neves hace una mueca de satisfacción. Un edecán, con voz trémulo, le llama la atención.
Señor...
Souza Neves lo mira de reojo, molesto. El hombre, con el dedo, le señala a sus espaldas. Souza Neves termina de girar y las ve.
Una larga fila de lanzas cimbreantes asoma tras las lomas que cierran el flanco del campamento por el este.
Souza Neves reconoce inmediatamente la situación. Menea la cabeza negando, con una sonrisa entre nerviosa y admirativa.
Clarmont se ha detenido y espera, fumando, con el cigarrillo col¬gando de la comisura de los labios.
El oficial se vuelve y señala hacia Fons. Con un par de gestos ordena que lo desaten. Los tiradores, aliviados, bajan las armas.
Enciérrenlo ordena. Guardia reforzada.
Dos hombres desatan a Fons y se lo llevan.
No sea cosa que intenten un golpe de mano le comenta Souza Neves a su edecán.
Luego mira a Martín y señala con un golpe de pulgar a las lomas.
¡Martín! Con cinco hombres, a cubrir ese flanco le ordena.
Al tiempo que el aludido sale haciendo un ademán, Souza Neves or¬dena a su lugarteniente:
Destápelo. Póngalo en posición y haga cargar metralla.
El lugarteniente asiente y sale a paso rápido seguido de varios hombres.

De un empujón, hacen entrar a Fons al rancho y cierran la puerta. Las mujeres miran por los ventanucos. En seguida Fons se corre hasta uno de ellos, aparta a las mujeres y se pone a espiar hacia la boca de la quebrada. Clarmont está plantado con el asta de la bandera apoyada en la cadera, fumando.





Clarmont termina de pitar, se saca el cigarrillo de la boca con un gesto admirativo, pero sobrio, y se queda mirando fijamente hacia el campamento.
Ahí, el lugarteniente y media docena de hombres terminan de cal¬zar un cañón de campaña, apuntando hacia las lomas coronadas de lanzas. Los hombres abren una caja de munición y se disponen a cargarlo, con destreza.
Souza Neves hace un gesto de aprobación y vuelve cara hacia el parlamentario. Le hace una seña a su edecán para que lo acompañe, y emprende la marcha hacia la entrada del campamento.
Clarmont avanza cinco pasos y se planta.
Souza Neves se planta también, a veinte pasos y le hace un gesto a Clarmont, para que avance más. Clarmont duda. Souza Neves per¬manece inmóvil. Clarmont mira de reojo hacia los lados y, por fin, avanza hasta estar a diez pasos.
Dos tiradores adelantados, tras la cerca de un corral uno, y sobre una peña elevada el otro, tienen a Clarmont en la mira.
Disimuladamente, hablando con el costado de la boca, el lugar¬teniente le musita a Souza Neves.
Hágalo acercar un poco más le recomienda.
No se va a poner dentro del alcance de tiro desestima la idea Souza Neves, con suficiencia.
Clarmont espera, paciente.
¡A ver! ¿Qué tiene para decir? lo encara el oficial.
Yo, nada responde Clarmont. Ellos agrega señalando hacia las lomas, a espaldas de Souza Neves.
El oficial no se molesta en mirar hacia atrás.
¿Y? lo apura.
Soy lenguaraz dice Clarmont humildemente del cacique coronel Maquinchao continúa el francés, subiendo el tono. Sobrino y lugarteniente del cacique general Calfucurá, jefe de la Confederación de Salinas Grandes concluye solemne. Al cacique Maquinchao no le gusta hablar castellano. Ni en portugués agrega Clarmont, como cosa suya.
Souza Neves se impacienta.
¡¿Y?! lo apura aún más.
Me manda a parlamentar dice al fin Clarmont.
Está bien. Hable.
El tono de Clarmont pasa ser sumamente expeditivo.
Para empezar, inutilizan el cañón. Entregan todas las armas largas, municiones y parque. Pueden conservar diez tiros por hombre.
Souza Neves contiene un exabrupto. El edecán, sorprendido, lo mira de reojo.
Suponiendo que sí responde, rearmándose, el oficial ¿Ante quién, debo rendirme? ¿Ante usted? le pregunta.
Ante la Confederación de Salinas Grandes, en la per¬sona del cacique Maquinchao le informa, señalando con un gesto corto de cabeza hacia las lomas.
Souza Neves gira la cabeza, intentando guardar la calma.

En el interior de la tapera, las dos indias corren hacia un ven¬tanuco de la pared de enfrente y se ponen a espiar con rostro an¬sioso, hacia las lomas. Fons se dirige hacia allí y observa hacia afuera, por detrás de las dos mujeres. Delante suyo, está la del manto.

Por entre las lanzas, tras el filo de la loma, surge Maquinchao. Montado en un soberbio caballo azulejo, con la cabeza des¬cubierta, capote militar sobre los hombros y el pelo al viento. El caballo hace un trote nervioso hasta coronar la loma y Maquin¬chao lo detiene con un gesto enérgico.
Maquinchao... susurra por reflejo la india del manto.
Fons, a sus espaldas, le clava la mirada.
Maquinchao hace caracolear su caballo y se queda plantado, desafiante.
Los artilleros, y los fusileros que los apoyan, se tensan en sus puestos.
El edecán de Souza Neves traga saliva. El oficial domina una reacción y gira lentamente hacia Clarmont.
Bien. Suponiendo que sí. Que me rindo... le dice, dejando en el aire la frase.





Clarmont cambia de tono, adoptando uno más familiar, casi cómplice.
Vea, lo que en realidad quiere esta gente son las vacas le explica. No todas, claro, por eso es un arreglo. La mitad. Hay suficiente para todos. Usted sabe, el tratado dice que mientras dure la guerra, las tribus no van a malonear. Pero el gobierno no ha estado cumpliendo con las remesas, últimamente. Y ustedes, en realidad, lo que han estado haciendo es malonear. ¿O me equivoco?
Souza Neves no se inmuta.
Bien, la confluencia de intereses es obvia continúa Clarmont. Ustedes tienen el negocio y ellos han decidido retomar el dominio del territorio... Es como... que... Bueno, ustedes siguen maloneando... pero entregan la mitad.
Souza Neves lo sigue observando con semblante pétreo.
El cacique, además... agrega Clarmont. Bueno, está muy ofuscado porque ustedes han estado molestando a un grupo de blancos amigos...
Se hace un silencio. Souza Neves lo sondea.
¿Y si no acepto?
Clarmont se retrae y vuelve a adoptar una actitud parlamentaria. Con los brazos hace un par de gestos amplios y precisos en dirección a las lomas.

Fons aparta a las indias para mirar mejor. El cañón, y el grupo de artilleros, se abre ante su vista. Uno de los artilleros acerca la tea encendida a la mecha. El rostro de Fons se contrae.
Maquinchao enarbola la lanza y la hace girar sobre su cabeza.
Fons rápidamente va hacia el ventanuco del lado opuesto.
Junto a Souza Neves, el edecán retrocede un paso, instin¬tivamente. Souza Neves permanece plantado.

Clarmont echa mano a toda su templanza para mantenerse aplomado.
Los tiradores apostados se tensan, apuntando.
Souza Neves afloja la tensión.
¿Y si acepto empezar a negociar? le dice a Clarmont con total frialdad.
Clarmont suspira de manera casi imperceptible y vuelve a adoptar una actitud de amigable componedor.
Vea, la primer prueba de buena voluntad sería dejar libre al capitán capturado. Están rodeados por tropas superiores en número. No tienen salvación...
Souza Neves le dirige a Clarmont una mirada despectiva.
La soberbia de este hombre es infinita le dice a su edecán. Si no supiera que desde aquel risco señala un punto en las alturas hay un tirador apuntándome al corazón, le pegaría acá mismo cuatro tiros.
Alí tiene en la mira a Souza Neves cuando éste termina de señalarlo. Desde su posición ve como, allá abajo, el oficial gira sobre sus talones y se vuelve hacia el campamento con paso seguro. El edecán lo sigue, sin atreverse a dar de pleno la espalda a Clarmont.

Clarmont hace un ademán en dirección a Maquinchao que, entonces, hace caracolear brevemente su caballo y emprende el descenso em¬pezando a perderse por detrás de la lomas.

Fons mira a las dos indias que observan por el ventanuco la retirada de Maquinchao. La del manto está lívida, con la vista clavada allá, adelante.

Maquinchao se pierde entre las puntas de las lanzas, que también van desapareciendo tras las lomas.
Salvatierra en el filo de una de ellas, cuerpo a tierra, cubre la retirada.
Del otro lado, Maquinchao termina el descenso, dejando atrás los caballos sin monta, con una larga lanza atada al costado del apero en posición vertical.

Clarmont va llegando, cabizbajo, al improvisado vivac, entre las peñas altas. Deja en el suelo la caña con la camisa blanca y se sienta junto a Memé. Ella lo mira con semblante inquisitivo.
Maquinchao repecha un desnivel, llega junto a ellos y desmonta. Saluda levantando el brazo hacia Alí, que está apostado algo más arriba. Luego va a acuclillarse a su manera habitual.
No funcionó le dice Clarmont.



Maquinchao lo mira interrogante.
Lo de las lanzas sí. Si no, no hubieran descubierto el cañón le dice Clarmont.
La López llega arreando los caballos, atados uno al otro por una soga.
Lo que no funcionó fue el parlamento aclara Clarmont. Por lo menos ahora tenemos treinta o cuarenta lanzas de nuestro lado bromea la López llegando y mirando a Maquinchao.
¿Qué pasó? le pregunta Alí desde su posición.
Que no va a negociar nada le contesta Clarmont.
¿Por qué? pregunta la López.
Clarmont se queda pensando un instante. Dirige la mirada en dirección al campamento. Luego se para, los mira y respira hondo.
Porque me reconoció les confiesa.

En su carpa, Souza Neves le entrega a Fons un oficio con el es¬cudo argentino impreso al tope. Fons deja el jarro de café sobre la mesa y toma el papel.
René Clarmont le informa el oficial, adelantándole lo que dice el oficio. Fons le hecha un vistaz
Ya me habían informado de la llegada de un agente nor¬teamericano a Buenos Aires -le dice Souza Neves.
Fons acusa recibo con un rictus y levanta la vista. Deja len¬tamente el papel sobre la mesa y sigue a Souza Neves con la mirada.
Cuando se me presentó como lenguaraz, enseguida capté su acento, pero al principio no sospeché. Despues... cuando mencionó lo de inutilizar el cañón... Ahí me di cuenta. No hay lenguaraces tan hábiles. Tenía que ser él. No sabemos desde cuándo ese francés trabaja para los norteamericanos; desde que era agregado cultural en Río, el año pasado, seguro.
Fons lo mira sorprendido e incrédulo.
Hace tiempo que vienen trabajando contra nosotros. ¿Se acuerda de la cañonera que forzó el bloqueo de Humaitá para hacer llegar al embajador norteameri¬cano a Asunción...?
Fons asiente.
Bueno. La sublevación de esclavos, en el sur del Brasil, fue gestada con su apoyo. Ahí mandaron varios agentes. A Clarmont lo destinaron acá. Lo está usando, Fons.
Fons entrecierra los ojos y baja la cabeza, pensando.
Necesitan hundir esta operación concertada por los servicios secretos aliados.
Fons se pone alerta, levantando la cabeza.
La sublevación de esclavos, ente otras cosas, tiene como objetivo impedir el abastecimiento de ganado para nuestras tropas en el frente.
Souza Neves hace una pausa. Fons se mantiene en silencio.
Es probable que sus agentes ya hayan azuzado contra nosotros a los caudillos del litoral... y algo de éxito han tenido. El costo de la hacienda se triplicó en los últimos meses. Por eso el Estado Mayor Imperial pensó en Buenos Aires.
Fons empieza a comprender. Souza Neves se le acerca.
Su gobierno no podía autorizar oficialmente la salida de cabezas desde otro lugar que no fuera el litoral... Las relaciones de su gobierno con los caudillos ya estaban bastante deterioradas, como para sacarles el negocio de las manos.
Souza Neves vuelve al otro lado de la mesa. Fons termina de com¬prender.
Así que la compra de ganado en pie desde el sur de la provincia debía permanecer en secreto.
Fons empieza a reaccionar.
Pero, ¿los aliados, decidieron comprar las reses, o robarlas? le pregunta directamente.
Comprarlas le contesta Souza Neves.
¿Y el cuatrerismo? lo interroga Fons.
Fue idea mía le contesta Souza Neves, algo orgulloso.
¿Por qué un oficial de la Armada Imperial se involucró en una maniobra así? le pregunta acusativamente Fons.
Souza Neves va hacia un costado de la carpa y abre un cofre que rebosa de monedas de oro con el escudo imperial.
Por codicia le responde con naturalidad Souza Neves, y cierra el arcón.

Fons no se inmuta. El oficial toma el jarro y da un sorbo.
El Tesoro del Imperio me manda las partidas puntual¬mente le explica encogiéndose de hombros. Y yo, puntualmente, le entrego la hacienda.
La codicia, entonces, lo llevó al saqueo, al rapto, al asesina¬to... sigue acusándolo veladamente Fons.
Souza Neves pone el jarro sobre la mesa.
Con eso no tengo nada que ver le dice con firmeza.
Fons lo mira, dudando.
Martín y su gente no están bajo mi autoridad.
Pero...¿Quién reclutó esos hombres? ¿A quién obedecen?
No se lo voy a decir.
Claro asiente Fons.
Su tono de voz se hace progresivamente intenso.
Tampoco me va a decir que el que contrató a esa gente, es el mismo que se asoció con usted para terminar convirtiendo una operación político militar en una vulgar piratería concluye ya con franco desprecio.
Eso es otro asunto desestima Souza Neves, cortante. El objetivo de la operación se estaba cumpliendo con todo éxito hasta que usted y ese Clarmont aparecieron.
Se produce un silencio incómodo, espeso.
Bien, Fons, resumamos empieza a concluir Souza Neves. Clarmont es agente norteamericano. Los norteamericanos apoyan al Paraguay. Y ese país, Fons, está en guerra con su país y con el mío. Le guste o no, usted está trabajando para el enemigo.
Fons le clava una mirada insondable.
¿Y? ¿Qué me contesta? lo apura Souza Neves.
Fons se toma un instante y luego le descarga sin afectación:
Que usted es un hijo de puta.

Maquinchao, apostados entre las rocas, de repente se sobresalta y se pone a observar, tenso, hacia abajo.
A patadas sacan a Fons de la carpa de Souza Neves. Martín y dos forajidos más lo llevan, por momentos a la rastra y golpeándolo por el camino, hasta la enramada.
Alarmado, Maquinchao se escurre entre las rocas.
Dos pares de manos, brutalmente, anudan las muñecas de Fons a un larguero del techo, en el interior de la enramada. Fons queda colgando, los pies apenas apoyando en el piso. Martín le pega un brutal golpe en el estómago. Fons, furioso, lo escupe en la cara. Martín le pega un culatazo en la frente. Se le abre una herida de donde saltan gotas de sangre.

Se escuchan fuertes voces de mando. Martín y los otros dos miran hacia afuera. Se oyen corridas, gritos y bruscos galopes cortos. Fons también trata de ver qué pasa afuera. Martín hace una seña a los dos forajidos y los tres salen a la disparada.
Souza Neves, en medio de la explanada, grita órdenes, pistola en mano. Una veintena de hombres se van juntando cerca de él. Al galope un jinete viene tironeando de una tropilla ensillada.
Entre las rocas, Salvatierra se echa el Winchester al hombro y apunta. Maquinchao, con un par de gestos apurados, le dice que no dispare y que vaya a avisar a los otros.
Los hombres montan. Souza Neves grita un par de órdenes y el grupo de jinetes se acomoda dando frente a la quebrada, como para cargar.
Fons trata de mirar hacia afuera.
Salvatierra arrastra una caja de municiones y le da una pal¬mada de aliento a Memé, que deposita cuatro fusiles junto a él. Inmediatamente, ambos se atrincheran entre los riscos. Clarmont carga el Winchester con un movimiento seco y apunta, en posición impecable. Tiene tres armas largas alineadas en el suelo y, a su lado, una caja de municiones. Alí se acomoda con esfuerzo en su posición. La López deja junto a él dos fusiles y una canana con balas. Rápidamente se desplaza y se parapeta a varios pasos, llevando otros cuatro fusiles y dos cananas. Maquinchao, tenso, tiene el fusil ya en posición.
Souza Neves, a pie, imparte a los jinetes la orden de cargar con un gesto enérgico. El grupo parte al galope y gritando, en¬cabezado por Martín y uno de los lugarte¬nientes de Souza Neves.
Los seis emboscados afinan la puntería.


Los jinetes galopan hacia la boca de la quebrada. A mitad de camino se abren en dos alas, comandadas por Martín y el lugar¬teniente. Los emboscados disparan casi al unísono. Caen un par de
hombres que se han adelantado a sus comandantes.
Las nuevas descargas de fusilería hacen detener en seco la embes¬tida. Los jinetes se arremolinan y se retiran en desorden. Martín y el otro jefe retroceden y empiezan a reordenar los grupos.
Souza Neves gira sobre los talones y revolea el brazo hacia el extremo opuesto del campamento. Un jinete, entonces, arranca a toda carrera, desde extremo de los contrafuertes, junto al nacimiento de la línea de lomas.
Martín mira hacia atrás. Souza Neves se da vuelta y le hace un duro gesto de volver a cargar. Martín pega un alarido y los jinetes hacen una nueva arremetida hacia la quebrada. Los dos grupos van cada uno con dos líneas de hombres en fondo. Martín y el otro jefe los azuzan en medio de la gritería y los disparos. Entran en el sector saturado por el fuego.
Los emboscados disparan con furia. De pronto, Maquinchao en un rápido vistazo de control general, ve algo allá a lo lejos y se alarma.
El jinete termina de recorrer toda la línea del naciente de las lomas y llega hasta la ribera del río. Los cascos del caballo resbalan desprendiendo terrones que caen al agua. El jinete lo endereza a la desesperada. Encorvado sobre el cogote y azotándolo con frenesí, se lanza en loca carrera con la vista clavada a su frente.
La descarga de fusilería es cerrada, los jinetes empiezan a recular. Cuatro monturas están vacías. Un caballo corre en¬loquecido en la tierra de nadie.
Souza Neves gira hacia la quebrada y hace un par de gestos con los brazos. Martín echa un preocupado vistazo hacia atrás, ve a Souza Neves y ordena inmediatamente:
¡Retirada! ¡Retirada, carajo! grita con aire de vic¬toria.
Maquinchao deja de disparar. Enseguida el tiroteo decrece dejando en el aire el sonido del galope que se aleja y desaparece. El rostro de Maquinchao es una mezcla de rabia e impotencia.
Fons, en la enramada, con una chorreadura de sangre que le cruza la cara, trata de espiar hacia afuera, también impotente.
Los jinetes llegan junto al Souza Neves y desmontan. Martín echa una mirada hacia el oficial. El otro jefe también se acerca
Pudo escapar les informa secamente Souza Neves.
¡Lo hicimos! grita su lugarteniente.
El grupo estalla en gritos de algarabía. Los hombres se abrazan y festejan.
Un par de tragos para todos concede el oficial a su lugarteniente.
Inmediatamente da media vuelta y se va hacia su carpa.

Memé y Salvatierra se abrazan con alegría. Aparece Clarmont.
¡Los rechazamos! le dice Salvatierra, alborozado.
Clarmont no le contesta, preocupado.
Llega la López. Salvatierra está radiante.
Decile, López. ¡Los cagamos a los huevones!
La López sondea a Clarmont con la mirada. Clarmont ve venir a Alí.
¿Qué querían hacer? le pregunta.
Tanteo. Me malicio algo raro le responde Alí.
Salvatierra, contento, está a punto de contestarle.
Hicieron salir a uno se escucha la voz de Maquinchao.
A Salvatierra se le borra la sonrisa. Todos miran a Maquinchao, que llega y se acuclilla.
Bien montado. Por la costa le dice a Clarmont. Ni pensar en al¬canzarlo.
Ahora sí estamos jodidos se lamenta la López.
Estamos contra reloj. Si traen refuerzos, no tenemos más nada que hacer.
Hay que jugarse se define la López.
Maquinchao la mira, dudando.
Jugarse, cueste lo que cueste insiste la López.
Maquinchao lleva la vista al suelo y se queda mirando la nada, sin contestar.







Atardece. Tres bandidos beben junto a los barriles de aguar¬diente. La india del manto pasa detrás de ellos con una vasija. Llega hasta la enramada. Su rostro de odio se transforma en uno de sumisión.
¿A dónde vas vos? dice uno de los guardias de la en¬ramada, con un porrón en la mano.
Un poco de agua dice humildemente la india, mostrando la vasija y mirando hacia el interior.
El tipo le va a contestar un exabrupto pero termina por encogerse de hombros. Con la cabeza le hace seña para que pase.
Fons, con ojos febriles, la ve entrar. Inmutable, la india le pone el borde de la vasija sobre los labios. Fons no bebe.
Maquinchao dice Fons.
La india baja la vasija y mira de reojo hacia la puerta. Ve que el guardia no la está controlando. Sin responderle, le vuelve a acercar la vasija. Fons bebe. El agua chorrea por el cuello. Ella vuelve a mirar hacia la puerta y luego a Fons.
Se escapó uno le dice la india, susurrando.
Fons hace una mueca de contrariedad.
Vuelvo dice la india.
Mira hacia la puerta y rápidamente se va.

Ya es de noche. Maquinchao está entre los riscos, vigilando. Tiene el fusil en las manos, con los antebrazos apoyados sobre una piedra, con semblante pensativo. Memé llega y se sienta en el suelo, a su lado, recostándose contra la piedra y dando la espalda al campamento. Luego de unos instantes, Memé lo mira.
Yo sé lo que te pasa le dice con ternura.
Maquinchao no se mueve, pero su rostro se entristece.
Ahora yo también tengo a alguien ahí adentro lo con¬suela Memé.
Maquinchao no le contesta.
Yo creía que los indios no tenían miedo le confiesa Memé, con dulzura.
Maquinchao gira lentamente el rostro hacia ella, y sonríe.

Mientras las otras mujeres duermen, la india del manto, en el rancho, le da de beber a la mujer blanca embarazada. Ella apenas mueve los labios. Por un momento abre los ojos y la mira agradecida. La india le acaricia la cara y le acomoda el pelo. Se inclina sobre la blanca y le susurra al oído. La blanca asiente en silencio, comprendiendo. La india se saca su manto y lo acomoda sobre ella, tapándola.
Luego se va, tratando de no hacer ruido. La mujer blanca la sigue con la mirada.

La india, agazapada, se acomoda la pollera y se escurre en el in¬terior de la enramada. Con toda precaución pasa junto a uno de los guardias, que cabecea a unos pasos.
Su mano tapa la boca de Fons, que se despierta instantáneamente, y mira de reojo hacia los guardias. Fons hace un gesto de afirmación con la cabeza y la india le libera la boca.
Cortalas dice Fons señalando las cuerdas con un golpe de vista hacia arriba. Tengo que ir a avisarles. Los van a matar a todos.
La india niega en silencio.
Por qué susurra imperioso Fons.
Te van a agarrar, milico. A mí me dejan llegar al río. Yo les traigo el agua le explica.
Fons va a contestarle. La india mira nerviosa hacia afuera y de inmediato le tapa la boca de nuevo. Le hace un imperativo gesto de negación con la cabeza y luego una seña de silencio, que Fons acepta resignado con un cerrar de ojos. La india le des¬tapa la boca y se escabulle saliendo por entre las ramas de la cerca. Fons la ve irse y trata de seguir con la mirada esa silueta que, en la oscuridad de la noche, se desliza por detrás de la enramada. Gira la cabeza hasta forzar el cuello hacia un lado y luego hacia el otro, buscando la silueta.

La india toma un balde de madera con asa de soga y se dirige hacia el río aprovechando un cono de penumbra que dejan las an¬torchas. Camina rígida y atenta. Varios hombres dormitan en sus puestos. La india tuerce un poco la dirección de marcha, evitándolos.


Busca con la mirada otros guardias en la oscuridad. A lo lejos, en un costado, un hombre camina con el fusil al hombro. Entonces cambia de dirección. Camina con sigilo pero tratando de demostrar indiferencia. Mira hacia el río, que está a su izquierda, y a la boca de la quebrada, algo mas lejos, a su derecha. Deja el balde, se encoje y empieza a caminar cubriéndose por las peñas. A unos pasos, hay un centinela muy alerta en su puesto. Lo rebasa dando un rodeo entre las rocas. La boca de la quebrada ya está a cuarenta pasos. La india se acuclilla contra el suelo como para iniciar una carrera. Un caño de fusil se apoya sobre su cabeza.

Las botas de Maquinchao dan dos pasos adelante y se plantan en el suelo polvorien¬to. Los pies separados. Las rodillas afirmadas. El pantalón agitado por el viento.
Sus puños se contraen, separándose del cuerpo. Los brazos se ten¬san y el pecho se hincha en una inspiración profunda. El mentón vibra por los dientes apretados, rechinantes. Sus ojos están clavados ahí adelante. Detrás de su rostro pétreo se vislumbra un odio infinito y una profunda desesperación.
A veinte pasos, en la boca de la quebrada, dos largos palos for¬man una equis a la cual está atada con tientos, la india. Desnuda y cruzada por toda clase de cicatrices y surcos de sangre reseca. Dos tientos atados del cuello a la punta de los palos le man¬tienen la cabeza erguida. Los ojos desorbitados y una mueca de locura y asco, hablan de una aterradora agonía.
Maquinchao esta rígido en su posición y todo su cuerpo parece vibrar. Poco a poco, los otros cinco se acercan, a sus espaldas, y se paran tras él, demudados. Maquinchao empieza a caminar. Los demás no atinan a nada. Maquin¬chao llega junto a la mujer india y saca su facón.
Uno a uno corta los tientos que la atan. Los pies, primero, luego la cabeza, que cae sobre un costado. Pega su cuerpo al de ella y corta uno y otro tiento de las muñecas, haciéndola caer suavemente sobre su hombro. La desliza hasta hacerla quedar ex¬tendida, sostenida sobre los antebrazos. La mira, entonces, con tristeza, con amor, con desesperanza.
Maquinchao se deja caer de rodillas, apretándola contra sí. La cabeza y las piernas de la mujer se descuelgan, a los lados, tocando el polvo. Maquinchao baja la cabeza y llora en silencio.
Memé se acerca desde atrás, portando el capote de Fons entre sus manos, como una ofrenda. Llega junto a él y se queda inmóvil. Maquinchao va soltando con delicadeza a la mujer, que queda ex¬tendida sobre la tierra reseca. Memé se arrrodilla junto a él y le ofrece el capote. Alí, a sus espaldas, empieza a entonar una melodía monótona y triste.Con surcos en las mejillas, pero con semblante insondable, Maquinchao comienza a extender el capote cubriendo el cuerpo tor¬turado de la mujer india. Lo hace con movimientos suaves, lentos y precisos. Memé lo ayuda con manos temblorosas y rostro convulso, como a punto de estallar en llanto.
Maquinchao cierra los ojos y contrae el rostro. Memé no puede contener las lágrimas. El capote azul cubre completamente el cuerpo. El canto de Alí se hace eco en las sierras. Maquinchao se empieza a poner de pie lentamente y su rostro se va transfigurando. Cuando termina de pararse hay en él un odio brutal y una fiera determinación.
Memé se para, se echa las manos a la cara y empieza a retroceder. Da unos pasos y se queda contemplándolo. Llora amargamente, pero sin emitir un sonido. Maquinchao, sin volverse, da cuatro pasos hacia atrás.La López se adelanta hasta Memé y le pone con áspera ternura una mano en el hombro. Memé se arrebuja contra ella, sollozando.
Los tres hombres están inmóviles. Así se quedan, mudos, solemnes, cobijados por la oración de Alí.
El azul del capote. El hombre plantado, pétreo. Las dos mujeres abrazadas. Los tres hombres.
El canto crece por las cumbres. Enarbola una nota grave que im¬plora y desafía, para dejarse caer en un lamento desilusionado y fatal. Maquinchao baja la cabeza.
La voz de la López afirma con ternura:
En el cuarto cielo estará, tu hermana; a la diestra del Señor. Como mi López.
Estará le agradece Maquinchao.
Maquinchao, entonces, se abre la camisa de un tirón. Se la saca y la arroja a un costado. La López la deja a Memé y se va a parar un metro atrás de Maquinchao, algo al costado, como un lugar¬teniente. Memé se seca las lágrimas enérgicamente, con los an¬tebrazos. Los tres hombres se acercan, levantando sus armas. Maquinchao se da vuelta y los mira.
Es hora les dice.

En el interior de la enramada, Souza Neves contempla a Fons con sobrio desprecio. Fons lo mira con odio
¿Por qué no me mata? le dice, escupiendo las palabras.
En cuanto lleguen los refuerzos vamos a liquidar a su ejército de zaparrastrosos. Ahí se lo voy a entregar a su amigo.
Fons frunce el entrecejo.
Al Mayor Ibáñez le aclara Souza Neves.
Souza Neves hace una pausa y lo mira a Fons.
¿Ahora cierra, no? le pregunta.
Sí. Cierra le confirma Fons, entendiendo todo.
Ibáñez le va a pegar cuatro tiros. Pero es cosa de él.
Deme un sable le dice, imperioso y desafiante, Fons.
Souza Neves lo mira sobrador.
Déjeme morir con honor le exije Fons.
Su honor está tan fuera de duda como su estupidez le espeta Souza Neves y se va.
Una última voluntad le dice Fons y lo detiene a la entrada.
Souza Neves gira con una sonrisa de desprecio. Con un gesto de cabeza, le indica que hable.
Cómo sacan el ganado por el río. A dónde va a parar.
Souza Neves menea la cabeza, desilusionado ante la nimiedad.
En balsa, de noche, hasta el mar. De ahí, en transportes orientales, escoltados por la flota, hasta Paysandú.
Fons asiente, comprendiendo.
De todas maneras, ya no tiene importancia. Después de ésto, no creo que se pueda seguir con el negocio.
Souza Neves va hacia la puerta. A punto de salir, lo mira a Fons.
Será cuestión de hacerse humo y empezar de nuevo. Chile no es mala plaza le dice y se va.
Sale a la explanada. Es pleno mediodía y el sol cae a pico. Echa un vistazo a su alrededor, al campamento. Por todas partes hombres apostados con armas a la vista. Inmovilidad total. Expec¬tativa.
Han construido un primer parapeto a la entrada del campamento dando frente a la boca de la quebrada. Allí montan guardia apostados varios hombres.

En la sierra, cada uno trabaja con ritmo y precisión. Maquinchao toma una canana y un par de cartucheras y se las carga a la espalda. Clarmont termina de revisar la mira de un Winchester, y enseguida comprueba el mecanismo con un par de movimientos precisos. Tiene una docena de armas largas frente a él.
La López arrea una tropilla de caballos en pelo.
Salvatierra, junto a un fogón listo para encender, termina de atar un trapo a un palo formando una tea.
Memé carga un juego de alforjas sobre el lomo de un caballo.
Alí le da filo a un arma blanca.

En el interior de la enramada, atado por las muñecas al techo, Fons mira al hombre que le apunta desde el exterior.

Atardece. Una tranquera mal cerrada deja oír un monótono gruñido, cada tanto, un golpeteo. Tras un segundo parapeto, que da cara a la quebrada, otros varios hombres siguen apostados, calcinándose al sol, con los rostros tensionados. El tal Martín otea hacia los flancos, esperando, nervioso.

Más atrás, en un reducto cuadrado de barricadas de tierra, con un foso exterior, dos hombres acomodan varios fusiles.
Souza Neves camina con las manos tomadas a la espalda observando las barricadas satisfecho. Se seca la frente sudada con un pañuelo.

Maquinchao desmonta y se echa al suelo entre el pastizal de las lomas. Lleva un par de cananas cruzadas en el pecho desnudo y un manojo de cartucheras colgando de correajes.
Arrodillada, la López termina de clavar una estaca en la hon¬donada que se extiende entre lomas. Desde allí se extiende un hilera de una veintena de estacas ya clavadas.
Cascos de caballos patean el suelo.

Salvatierra, más allá, avanza a pie, cargando al hombro una gavilla de teas.
Junto a las rocas de un farallón, Clarmont se ajusta la pistolera a la pierna y se acomoda el cinturón. Palpa la pistolera y, con¬forme, toma el Winchester.
Memé y Alí se acercan portando cada uno tres armas largas, revólver y cananas.

Fons, inquieto, trata de escrutar hacia la oscuridad, por entre la cerca de la enramada.

Anochece. Las sombras se alargan. El cañón sigue apuntando hacia las lomas. A su alrededor han construido un perímetro defensivo, un círculo de bolsas rellenas. En el interior del reducto hay seis hombres sentados en el piso, con la espalda contra el parapeto y contra las ruedas del cañón. Están agotados y tensos. Uno de ellos mordisquea una galleta. El lugar¬teniente, con un pie sobre el contrapeso del cañón, lo mira por un momento con ojos cansados y enseguida vuelve la vista hacia las lomas.

Ya es de noche. La luna llena deja ver a Maquinchao arrastrándose por el pastizal. A medida que avanza, saca un puñado de balas de las cartucheras y las esparce, como si estuviera sembrando. Más allá, sumergido entre los pastos, Salvatierra deposita en el suelo, extendida, una canana repleta de balas.

La López, parada inmóvil, espera. Sujeta, de las riendas, tres caballos de monta. A sus pies, el manojo de teas. Atrás, una veintena de caballos atados con una soga larga a cada una de las estacas.

Memé, Alí y Clarmont están parapetados, en la boca de la quebrada, entre los riscos bajos, armas en mano. Tienen la vista clavada en el campamento y, por un instante, se miran, como adivinándose en la noche.

La López recibe a Salvatierra, que viene hacia ella, con un gesto de asentimiento, y ambos montan. Maquinchao llega a su lado, mete las teas en la alforja y salta sobre el caballo. La López y Sal¬vatierra salen al galope hacia la sierra. Maquinchao, sofrena su caballo y espera que se alejen.

La luz de la luna se filtra en el interior de la enramada for¬mando tenues haces plateados en la oscuridad. Fons cabecea ador¬milado. De pronto reacciona y se sacude para despejarse. Echa la cabeza hacia atrás, y se queda pensativo unos instantes. Luego pega un vistazo hacia ambos lados de la enramada.

Los artilleros dormitan junto al cañón. Los hombres apostados en la ladera se revuelven incómodos.
Varios hombres más, sentados espalda contra espalda, con los fusiles entre las piernas, dormitan junto a la carpa de Souza Neves, a modo de retén. La puerta de la carpa se abre y el ofi¬cial sale.

Maquinchao, desde su montura, saca un par de teas de la alforja.
La López y Salvatierra galopan por la sierra, desmontan en un risco alto y se apostan entre las rocas, apuntando hacia abajo. Clarmont, con su reloj en la mano, controla la hora.

El oficial mira hacia la luna, pensativo. Baja la vista, observa hacia los lados y respira hondo.
Fons gira la cabeza, súbitamente atento, tratando inútilmente de ver en la oscuridad.

Memé, Clarmont y Alí tensan los músculos, apuntando.
Salvatierra y la López, en el risco, acechan hacia abajo.
Maquinchao hace saltar chispas de un yesquero.

El rostro de Fons se ilumina por un resplandor lejano.
El oficial gira la cabeza hacia las lomas. Los hombres del reducto del cañón se paran instantáneamente.
¡Alerta! grita uno desde ahí.

Un resplandor intenso se acerca desde atrás de las crestas de las lomas. Una tropa de caballos al galope avanza repechando una subida. Carga y se detiene abrup¬tamente, retrocediendo para volver a armarse.

Dejando atrás el fuego del incendio, Maquinchao corre a todo galope, pasando entre los caballos atados a las estacas. Con la penúltima tea enciende la última.
Luego arroja las dos con intervalo de pocos segundos, sobre el pastizal, delante de los caballos.

El oficial corre hacia el reducto principal.
¡Todos en sus puestos! grita desenfundando su revólver.
Fuego libre en cuanto aparezcan gruñe el lugar¬teniente, acercando una mecha al cañón.
Los servidores, y los fusileros que los cubren, ya están dispues¬tos para rechazar la carga.
Los hombres del retén, saltan dentro del reducto principal y rodean a Souza Neves a modo de guardia personal.
El fuego baja por las lomas devorando el pastizal por delante y por detrás de los caballos.
Todo el mundo en el campamento da cara hacia el sector incen¬diado. Por entre las llamas, se ve la masa confusa de una tropa que se revuelve nerviosa amenazando cargar por sobre el fuego que avanza hacia el campamento.

Las siluetas de los fusileros del cañón se recortan en el con¬traluz del incendio.
Clarmont tensa el párpado centrando la mira con el alza.
Un músculo de la mejilla tiembla en la cara reconcentrada de Alí.
Los fusileros esperan la carga de caballería que amenaza con lan¬zarse entre el crepitar de la quemazón.
De pronto, tres detonaciones estallan entre las peñas. Dos fusileros caen derribados. Memé, Alí y Clarmont hacen otra des¬carga cerrada. Tres fogonazos, y otro hombre cae tumbado hacia adelante. El oficial gira nervioso hacia el lado de la quebrada. Salvatierra y la López disparan. En el reducto principal, un hombre cae redondo y otro se tira, tomándose un brazo, a los pies de Souza Neves, que no intenta cubrirse.
Los cinco emboscados ya disparan continuamente, agotando las balas y cambiando de arma sin detenerse recargar.

Los hombres del primer parapeto responden el fuego.
Maquinchao cabalga a toda carrera por la sierra.
Clarmont, Memé y Salvatierra siguen disparando. Comienzan a im¬pactar balas en las rocas a su alrededor.

Los servidores del cañón, tensados en sus puestos, ven avanzar el fuego, como un mar embravecido, por las laderas de las lomas.

En el interior de la enramada, Fons trata de zafarse de las ligaduras con furia. Dirige nerviosas miradas furtivas al guardia que, desde la puerta, mira hacia afuera. El guardia tiene la mirada atenta al movimiento del fuego y sus oídos puestos en el estrépito de su alrededor. Pero Fons ve que tiene el arma todavía apuntándole, y se queda inmóvil. El rostro del bandido se contrae de furia y su dedo se tensa en el gatillo.
Las llamas avanzan y alcanzan la canana cargada de balas exten¬dida en el pasto seco y estalla la balacera en las lomas. El guardia, por reflejo, apunta en esa dirección y Fons respira.

El lugarteniente dispara el cañón y los fusileros hacen una des¬carga cerrada contra las lomas. El cañonazo explota en la ladera. Los caballos atados se arremolinan en medio del humo y vuelven caras en dirección opuesta. Las siluetas se atropellan entre sí y desaparecen bajo el filo de la loma. En medio de la balacera se escuchan los gritos de júbilo de los artilleros. Pero continúa el estrépito de continuas detonaciones.

La López y Salvatierra disparan y reciben fuego graneado que les dirigen desde el primer parapeto. Un nuevo cañonazo y la subsiguiente explosión, esta vez en el límite de la primera línea de fuego. Las llamas alcanzan otra canana con balas. En el reducto, los defensores se cubren ante lo que parece la descarga cerrada de una guerrilla.



Maquinchao tira de las riendas, frena rayando en la boca de la quebrada y baja a tierra de un salto. Con movimientos felinos llega hasta un borde y comienza a disparar hacia el primer parapeto donde varios hombres, alentados por Martín, lanzan disparos escalonados, que clava a los atacantes en sus posiciones con una lluvia de balas. Maquinchao se agazapa y sale lanzado tras las rocas hasta llegar a la posición de Clarmont. Le señala un risco junto al farallón, apenas un poco más alto que el parapeto, dónde hay un sólo un par de hombres apostados.
El francés asiente inmediatamente.
Cúbrame le dice, y sale sin esperar respuesta.
Hace un gesto seco hacia Alí y se lanza a la carrera agazapado. Alí va tras él.
Maquinchao, entonces, hace una seña y Memé, la López y Salvatierra comienzan a disparar hacia el parapeto.
Clarmont y el turco se atrincheran tras un peñascal, pero de in¬mediato son advertidos y empiezan a recibir fuego cruzado desde el parapeto y de los dos apostados en el risco.
Contestan el fuego disparando hacia abajo.

Un par de balas revientan en los palos de la enramada, apenas a un metro de Fons. Afuera, el guardia se ha apostado contra una pared lateral, cubriéndose de los disparos que vienen de la quebrada. Por un momento echa un vistazo nervioso a sus espaldas, en la dirección opuesta. Es solo un segundo, y en seguida voltea de nuevo. En ese momento se desliza el grupo de siluetas.
Son las cautivas, que huyen en las sombras entre los corrales y las carpas.
Fons, en el interior, tironea de las ataduras brutalmente, con el rostro desencajado.

Souza Neves ordena a cuatro hombres, con gritos y ges¬ticulaciones, que tomen posición para batir a los dos que se han adelantado hasta el peñascal. Los hombres corren. Clarmont dis¬para. Uno cae. Alí dispara y falla. Otro llega a la base del peñascal, se cubre y dispara hacia arriba. Dos más corren, se atrincheran cerca y disparan también. Clarmont y Alí se cubren.

El oficial, satisfecho, echa un vistazo hacia el otro frente y hace una seña a un par de hombres para que lo acompañen.

Maquinchao se desliza por detrás de Alí y Clarmont y los rebasa, perdiéndose en la oscuridad entre las rocas.

Souza Neves pasa corriendo por delante de la enramada, seguido de los dos hombres, en dirección al cañón.
No ve al grupo de cinco mujeres que se desliza hacia el sector de las lomas, bordeando el grupo de carpas. Pese a la insistencia de la vieja, al mujer blanca se queda acurrucada, mirando hacia la enramada. Las otras siguen huyendo. Ella empieza a gatear.

El oficial llega al parapeto del cañón y entra al reducto de un salto, seguido de sus hombres. El cañón dispara de nuevo. Souza Neves se acuclilla junto a su lugarteniente con la vista fija en las lomas, por donde el fuego avanza y estallan las balas.

Maquinchao se parapeta y dispara contra los tres que quieren copar a Clarmont y Alí. Viéndose desahogados por el flanco abierto, ellos se rearman y apoyan el fuego de Maquinchao. El tiroteo cruzado derriba a dos de los bandidos. Maquinchao, en¬tonces, se desliza por ese hueco hacia el campamento. Sobre la marcha se topa con el tercer bandido y le tira a quamarropa. Llega hasta el corral de los caballos, corta el tiento de la tranquera y los azuza haciéndolos salir en estampida.

El oficial, en el reducto, gira hacia el campamento.
Los caballos corren desbocados entre las construcciones, vol¬teando tiendas. Varios hombres corren y se cubren.






Maquinchao se parapeta en el corral y comienza a hacer fuego desde la retaguardia hacia el primer parapeto. Clarmont y Alí, granean fusilería desde su flanco. Salvatierra, la López y Memé repiten las descargas una tras otra, desde la quebrada.

Tres caballos chocan contra las carpas volteándolas a su paso. Las mujeres, asustadas, salen escapando a la descubierta. Un par de forajidos las ven; uno les grita el alto. No le hacen caso y siguen de largo entre las carpas. El guardia de Fons las ve, corre hacia ellas y empieza a dispararles. Una cae herida, y el resto se acurruca contra un pequeño talud.

La mujer blanca se acerca gateando a la enramada. Fons la ve y la llama con voz apagada por el estruendo de alaridos y disparos.
Soltame. Soltame, gringa le pide.
La mujer empieza a gatear, casi arrastrándose, hacia la entrada.

Los caballos sueltos corren desbocados por todos lados.

Tres defensores del primer parapeto caen en seguidilla bajo el fuego concentrado de los atacantes. Los restantes se repliegan en orden, pero uno de ellos cae derribado y echan a correr en desbandada los cuarenta pasos que los separan del segundo parapeto. Martín les grita con voz ahogada por el estruendo del combate. Dos hombres más caen en el recorrido por la larga explanada.

Souza Neves, desde el reducto del cañón, ve su gente reagruparse en el segundo parapeto y vuelve a fijar su vista en las lomas. La caballería vuelve atrás, arremolinándose confusamente, sin decidirse a atacar.

Salvatierra, la López y Memé corren hacia el primer parapeto y lo ocupan. Varios tiradores están tomando de flanco a Maquinchao. El indio se cubre. Las balas rebotan muy cerca.

Fons mira con desesperación hacia afuera. Los caballos sueltos pasan espantados junto a la mujer, que se pega contra la pared de la enramada. Los caballos terminan de pasar. La mujer, tomándose de los palos, se incorpora y entra. Ve a Fons que le ruega con la mirada. Temblando avanza y llega junto a él pero, agotada, se toma de un parante para no caerse.
¡Cortá los tientos! ¡Los tientos! le grita.
La mirada de desesperación de la mujer es elocuente, no tiene con que cortar.

En las lomas, el fuego se está extinguiendo en la primera línea, y no hay mas disparos. Souza Neves entrecierra los ojos, escudriñando. Algo sospecha. La segunda línea de fuego ha llegado hasta las estacas donde están atados los caballos. Las sogas, en¬cendidas, se cortan y los caballos salen en estampida hacia el campamento. El lugarteniente va a disparar el cañón. Souza Neves frunce el entrecejo.
¡No dispare! grita. Era un engaño le dice a su lugarteniente, algo desmoralizado.

Martín, en el segundo parapeto, alienta a los hombres entre el ruido de los disparos.
¡Tiren mierda! ¡Tiren carajo! les grita.
El tiroteo se intensifica hacia las posiciones de Alí y Clarmont. Maquinchao, todavía en los corrales, contesta esporádicamente.

Los caballos, arrastrando las sogas espantados por el fuego, llegan hasta la bajada de las lomas, en el linde del campamento, y giran hacia el río.

Las mujeres, acuclilladas, comienzan a escabullirse, siguiendo el camino de los caballos, llevando a rastras a la herida.







La mujer blanca mira a su alrededor, desesperada, buscando. Revuleve entre unos aperos. Encuentra un martillo y un par de cabestros. Algo se cae. La mujer tantea el piso y recoge una tijera.
Trata de cortar de un tijeretazo el tiento, pero no le dan las fuerzas.
Como un cuchillo. Usalo como un cuchillo le pide Fons con desespera¬ción.

Un hombre llega a la carrera hasta el reducto del cañón.
Tomaron la primera defensa le informa a Souza Neves.
El oficial hace un gesto de comprender
¡Giren el cañón! ordena rearmándose. Están solamente en la quebrada dice para sí, con odio. ¡Rápido el cañón! apura a sus hombres.

Un hombre ve correr a las mujeres, se tira cuerpo a tierra y desde el suelo les dispara. Una cae.
El guardia de Fons se coloca junto al otro y vuelve a disparar hacia ellas, que empiezan a correr desesperadas hacia el río.

Souza Neves grita órdenes, fuera ya del reducto, rodeado de un par de fusileros que lo cubren.
¡Fuego! ¡Fuego a discreción!
Clarmont y Alí reciben fuego de saturación.

El lugarteniente y los servidores del cañón desclavan la cuaderna de anclaje.
Maquinchao quiere asomarse, pero esta copado en su posición por fuego concentrado sobre él. Tres proyectiles pegan casi simultáneamente sobre la piedra que lo refugia.
Las mujeres corren. Varios tiradores, desde las carpas les dis¬paran. Se encuentran entre dos fuegos. Se arremolinan y se atropellan entre sí, hasta que se abrazan, formando un blanco compacto.

Varios hombres empujan una rueda del cañón, haciéndolo a girar.
Memé, la López y Salvatierra están copados del otro lado del primer parapeto, recibiendo disparos continuos.

La mujer blanca no consigue terminar de cortar el tiento.
El cañón gira, dirigiendo la boca hacia el parapeto.
Maquinchao, asomándose, ve a las mujeres tratando de cubrirse. Entonces, desesperadamente, dispara en varias direcciones.

El oficial llega al reducto principal y empieza a gritar hacia el segundo parapeto, ordenando a Martín y su gente que retrocedan. Gesticula señalándoles el cañón.

Desde tres lados les disparan y fusilan a las cuatro mujeres que caen juntas, como derrumbadas.

La mujer blanca logra cortar el tiento de una muñeca. Fons se corre hacia el extremo de la viga, suelta una traba y desclava la viga. Se libera así la otra mano.
Salí afuera. Salí le grita Fons a la mujer.
Ella camina hacia la puerta tambaleándose. Cuando la atraviesa, Fons suelta la viga y sale de un salto. La enramada se vence. La mujer cae desvanecida detrás de la pared lateral, que todavía queda en pie.

Los defensores del segundo parapeto retroceden hacia el reducto principal. Los disparos decrecen.

Clarmont y Alí sonríen desde sus posiciones con los rostros can¬sados. Se hacen un ademán de aliento. Luego Clarmont le hace una seña a Alí y sale de su posición.

Los defensores llegan desde el segundo parapeto al reducto prin¬cipal y se distribuyen en las defensas hacia el interior del cam¬pamento. Souza Neves imparte órdenes. Dos de los que llegan del segundo parapeto van hacia los corrales a apostarse contra Maquinchao.


Uno de ellos pasa corriendo delante de la enramada. Cuando pasa el segundo, Fons aparece y lo golpea con un larguero de la en¬ramada. Cuando cae, Fons lo remata con la tijera de un solo tajo. Inmediatamente le saca el revólver.
Con la tijera llena de sangre saca un clavo de la viga y se lo pone en la boca.

Alí le dispara cruzado al que se adelantó contra Maquinchao y lo derriba. Inmediatamente se descuelga de su posición tratando de bajar. Pero pierde pie y cae sobre sus costillas fracturadas. Ahoga un grito de dolor.

El oficial desde el reducto principal, pega un vistazo hacia el reducto del cañón. Su lugarteniente esta midiendo la puntería. Un artillero carga el cañón por la boca.

Fons se topa con un bandolero armado de fusil y le dispara a quemarropa antes de que el tipo se de cuenta de lo que ocurre. A la carrera, Fons toma una antorcha y la arroja sobre el techo del rancho. La antorcha pega sobre el borde del techo y cae al piso.

Salvatierra, la López y Memé empiezan a avanzar hacia el segundo parapeto, agazapados.
El artillero termina de cargar el cañón. El lugarteniente corrige la puntería un ápice y mira con seguridad un poco más allá del segundo parapeto.
Salvatierra, la López y Memé avanzan resueltos hacia el segundo parapeto.
Las llamas toman las paredes el rancho.
Clarmont llega junto a Maquinchao. Ambos asienten y se aprestan a pasar al asalto.
Pero varios tiradores se atrincheran dominando su posición.
Las llamas corren como un reguero por el techo del rancho.

A mitad de camino entre ambos parapetos, la López sospecha algo.
¡A la carrera! les grita, y con un rápido ademán les indica que la sigan. Salvatierra y Memé corren tras la López.
El artillero va a encender la mecha para disparar el cañón.
Un tiro le vuela la cabeza.
El lugarteniente y los servidores giran buscando al atacante.
Fons dispara tres veces el revólver.
El lugarteniente y dos artilleros caen. El primero herido.
Salvatierra, la López, y Memé se tiran detrás del segundo parapeto y se escudan tras él. Alí llega allí, corriendo y tomándose el costado, con el rostro desencajado de dolor.
Clarmont dispara contra hacia el reducto del cañón. El lugarteniente cae derribado.
Fons avanza a la carrera hacia el cañón, disparando su revólver contra los cinco fusileros que se dan vuelta hacia él. Dispara tres veces. Dos de ellos caen al suelo. Salta la defensa y el tercero le sale al encuentro. Se traban y Fons lo liquida a quemarropa. El cuarto hombre cae bajo las balas de Clarmont. El quinto fusilero del reducto descarga un golpe con¬tra Fons con la culata del fusil. Fons esquiva el golpe y lo sujeta rodando con él.
El techo del rancho estalla en llamaradas.
Los que acechan a Maquinchao y Clarmont se ven súbitamente iluminados. La López y Salvatierra, entonces disparan con pres¬teza contra ellos y los hacen retroceder. Dos caen y el resto llega a las defensas interiores. Memé va hacia Alí, que vomita sangre.
Fons lucha con el fusilero al lado del cañón. El tipo logra zafarse, pero Fons le pega un puñetazo y lo hace caer contra la rueda del cañón. Toma el fusil por el caño y le pega en la cabeza con la culata. Cuando el tipo cae, le descarga otro golpe que le rompe el cráneo.

Maquinchao y Clarmont se deslizan entre las rocas, rebasando las primeras líneas enemigas por el flanco y empiezan a disparar. La López y Salvatierra también tirotean a los defensores que comien¬zan a retroceder, desorientados. Alí se limpia con el antebrazo la sangre que le ha chorreado y se vuelve a poner en posición de tiro.





Fons pone el clavo en el orificio de la mecha del cañón y lo clava con la culata del fusil. Remachándolo. Dos disparos impac¬tan a su lado, en la rueda del cañón. Se arroja al suelo. Mira a su alrededor. Saca un par de revólveres de los muertos y se asoma hacia el reducto prncipal.

Souza Neves va de un lado a otro, en el reducto principal, gritando órdenes y animando a la gente. El desconcierto crece. Un tipo cae junto a él y el oficial, sorprendido, se ve obligado a cubrirse, buscando de donde vino el disparo.
Maquinchao vuelve a abrir fuego sobre él desde el interior del campamento. Souza Neves se cubre. Memé, Salvatierra la López y Alí disparan desde el parapeto.
Clarmont se desliza entre las carpas tumbadas.
Fons dispara con los revólveres desde el reducto del cañón.
Varios hombres caen en distintos lugares.
Souza Neves en el reducto principal, y Martín en el interior del campamento, miran a su alrededor, desconcertados.
Fons, mira hacia atrás, toma el yesquero y un rollo de mecha tirados junto a la rueda del cañón, y sale del reducto corriendo hacia la carpa del polvorín.
Los defensores empiezan a retroceder en distintas direcciones, disparando a todos lados, incluso entre ellos.
Clarmont se interna también en el campamento. Degüella a un hombre que cubre la entrada de la carpa de Souza Neves y penetra en ella. Revuelve el interior de una alforja. Busca a tientas. De pronto ve el cofre y lo abre.
Maquinchao se desliza por el campamento intentando llegar a la enramada. Le dispara a uno que le sale al encuentro y reemplaza su arma vacía por la del muerto.
Fons, en el interior del polvorín, va dejando un reguero de pólvora hacia la puerta. Se detiene y arroja el barril hacia el extremo interior del reguero, junto a los otros barriles y la munición. El barril se estrella y se rompe. Fons deja caer la mecha sobre el extremo del reguero junto a él, corre unos pasos y la enciende. El chisporroteo se desliza rápidamente.
Cuando va a correr se topa con un tipo con fusil a la espalda que va a entrar a la carpa.
¡Corra! le grita Fons empujándolo.
El tipo mira a Fons y hacia la carpa y sale a escape. el chispor¬roteo avanza. Ambos corren y se arrojan tras un talud casi en simultáneo. El tipo se reacomoda y lo apunta, Fons sorprendido manotea el revólver. El tipo gatilla cuando aún Fons está desen¬fundando. El disparo le arranca un borbotón de sangre de la axila, pero Fons clava su propio revólver en el vientre del otro. Al estampido del disparo le sigue un estruendo ensordecedor. Fons se tira al suelo protegiéndose, mientras caen piedras por todas partes y se produce una sucesión de explosiones atronadoras.

Clarmont, que retrocede entre las sombras de los riscos cargando una bolsa, es arrojado al suelo por la onda expansiva.

El desconcierto de los defensores ya es total. El centro del cam¬pamento es como un volcán en erupción. Reciben fuego cruzado desde dentro y fuera del campamento. Souza Neves corre y grita. Dos tipos retroceden desconcertados, disparando al voleo, sin ton ni son. El oficial les grita y ellos lo miran acobardados.
Varios hombres llegan corriendo, con intervalo de pocos metros. El oficial intenta detener a uno, que lo empuja y sigue de largo. Cuando se acerca el segundo, el oficial le dispara a quemarropa. El tercero se detiene en seco. El oficial lo agarra de un brazo y lo arrastra con él, haciéndose seguir por el resto del grupo. Los encamina hacia el reducto principal y vuelve pasos cubriéndose de los fuegos cruzados.

Maquinchao llega hasta la enramada y la encuentra vacía. Hace un gesto de desesperación. Sale, pone rodilla en tierra y dispara dos veces. Un tipo recibe un impacto. Maquinchao se escabulle. Otros dos que estaban junto al muerto se ponen a disparar contra varias siluetas que retroceden hacia la enramada.
Los dos grupos se tirotean entre sí. El oficial llega junto al grupo de la enramada, les ordena hacer alto el fuego y los hace retroceder junto con él, mientras grita a los otros que lo sigan.





Varios hombres se acercan retrocediendo hacia el reducto prin¬cipal. Fons se oculta y los bandoleros lo rebasan.

Maquinchao se escabulle entre las rocas. Llega junto a Clarmont, que está recostado, sangrante. A su lado, la bolsa rota y un reguero de monedas de oro que se pierde en las sombras señalando su trayecto. Maquinchao se agazapa a su lado, ve las monedas y le dirige una mirada de reproche. El francés lo mira fijo sin responderle.
Se están juntando le dice Maquinchao señalando hacia el reducto principal.
Clarmont trata incorporarse. Maquinchao lo ayuda. Clarmont ahoga un quejido. Maquinchao busca el origen del dolor.
No se preocupe. Son esquirlas le informa. Me agarró la explosión grande.
Maquinchao, con cuidado, lo ayuda a incorporarse y arrancan semi¬agachados.

El tiroteo decrece. Sólo se escuchan algunas detonaciones aisladas. En el reducto principal, los sobrevivientes se van juntando. El oficial y el gaucho Martín van hacia el reducto del cañón. Obser¬van y menean la cabeza. Martín descubre el clavo.
No va a servir le informa a Souza Neves señalando el cañón.
Sin perder tiempo, Souza Neves sale de allí. Dirigiéndose al reducto principal, con rápidos gestos, le empieza a dar destino a los hombres en las defensas a medida que van llegando.

Fons, ya rebasado por los últimos dos, ve con desesperación como los enemigos se reagrupan en el reducto. Sangra en la cabeza y tiene una chorreadura roja que le baja desde la axila. Corre unos pasos y se refugia tras unos barriles. Extiende el brazo empuñando el revólver haciendo apoyo en un barril, con la mirada fiera y los dientes apretados.

Ala adelante, en el reducto, iluminados por las desparejas llamas de los incendios, más de una veintena de hombres armados se reagrupa a cubierta de las defensas.
Salir de este infierno dice Souza Neves para sí.
No podemos quedarnos acá le dice Martín, se acaban las municiones. Vamos para las lomas le sugiere.
Nunca llegaríamos le contesta Souza Neves, sentándose, agotado. Es mejor salir a rebasarlos en poder de fuego, que retirarse a la descubierta.

Fons los observa. De pronto cierra los ojos y empieza a balancear la cabeza en gesto de negación. La deja caer y la apoya sobre el brazo aun extendido, exhausto.

Maquinchao y Clarmont llegan junto a Alí, en el parapeto.
¿Que pasa? reclama nervioso Alí.
Se pusieron todos juntos contesta Maquinchao. Ahora van a atacar ellos.
La López se les une.
¿Qué hacemos? pregunta
Ir al otro dice Maquinchao señalando hacia el primer parapeto. Ahí tenemos más campo de tiro.
La López hace una seña a Memé y Salvatierra y los seis empiezan a retroceder. Maquinchao ayudando a Alí y Salvatierra a Clarmont, que está más recompuesto.

En el reducto principal, el oficial ya esta agrupando a su gente en fracciones. Señala a Martín y a cuatro más, que se le acercan.
Fons no puede más. Parece que va a desmayarse. Toma una cantimplora de un cadáver que yace al lado y se echa agua sobre la cabeza.

Maquinchao y los suyos llegan hasta el primer parapeto y se atrincharan tras él. Alí cae al piso. Enseguida se recompone y con gesto de dolor se acomoda y asoma su Winchester por el parapeto. Maquinchao lo interroga con la mirada.
No es nada. Las costillas. Me caí sobre la herida. minimiza el turco.





Clarmont empieza a auscultarlo de improviso. Alí intenta evitarlo pero el francés le hace un gesto imperioso que lo inmoviliza.
Se van a venir con todo dice la López mordiendo las palabras.
Nos van a rebalsar completa Salvatierra, echando una mirada hacia ambos flancos.
Maquinchao asiente.
Se van a dispersar en pelotones dice Clarmont meneando la cabeza.
Hay que recular hasta la quebrada decide Maquinchao. Ahí se van a tener que juntar de nuevo.
Son muchos... dice para sí la López, escudriñando la posición enemiga.

En el reducto, dos grupos de hombres salen sigilosos hacia derecha e izquierda, desplegándose formando guerrilla en los flancos. Un tercer pelotón esta presto a saltar fuera de las defensas. El oficial, Martín y seis mas, se agrupan tras el pelotón del centro.

Fons se recompone, aferra su pistola y empieza a caminar, hacia el reducto principal.

Los tipos se desplieagan en cuatro guerrillas. Tres de ellas en una línea y una de reserva, con Martín y Souza Neves.

Los seis ya están dispuestos a partir.
No vamos a llegar, nos van a cazar por el camino dice Maquinchao, calculando con una mirada la distancia hacia la quebrada. Hay que pararlos acá un poco.
Y se acomoda para apuntar hacia los enemigos.
Yo ya estoy cumplida decide la López, deteniendo a Maquinchao. Vayan ustedes.
Luego pone un revólver sobre el parapeto y con el fusil se acomoda en posición de tirador.
Yo me quedo con vos dice Salvatierra, apostándose a su lado.
Se vienen susurra Memé con tono neutro.

Los bandidos, desplegados en guerrilla empiezan a avanzar hacia ellos agazapados y con precaución.

Memé mira a sus compañeros indecisa. Clarmont trata de hacer in¬corporar al turco, pero este se resiste a la ayuda.
Déjeme, ya le dije que no es nada. ¿Ve alguna herida? dice con una mezcla de orgullo y rabia.
Esta sangrando por dentro -contesta secamente Clar¬mont. Lo que tiene es muy grave.
Por eso dice el turco apartándolo de un manotazo.
Con un rictus de dolor que delata el supremo esfuerzo, se incor¬pora apoyándose en el parapeto. Murmura unas palabras para si, de las que los otros solo alcanzan a escuchar:
...instantes estaré a tu sombra.

Maquinchao mira a Alí un instante. Luego tironea de la López y la obliga a retroceder. Clarmont a Memé. Salvatierra los sigue.
Alí empieza a disparar con el fusil. Dos caen. El resto se detiene en seco y empieza a contestar el fuego. A Alí se le agotan las balas. Toma dos revólveres.
Los demás ya van a la carrera hacia la quebrada.
Fons, también a la carrera, dispara desde la retaguardia de los bandoleros. Uno cae. Sobre el pucho, el oficial destina tres hombres para que cubran con fuego la retaguardia. Fons debe cubrirse. Los bandoleros siguen avanzando disparando.
Alí contesta el fuego tirándoles con ambos revólveres.
Uno cae pero a los otros ya los tiene encima.
Se yergue tras el parapeto y empuña un revolver en cada mano.
¡Vengan, cosacos! grita, mientras tira.
Alí se contorsiona alcanzado por dos disparos y tira dos veces más, al bulto. Los tipos llegan hasta el parapeto y lo saltan.



Maquinchao y los suyos llegan hasta la quebrada y se internan en ella. La línea de atacantes se detiene al llegar al parapeto, rebalsándolo. Varios rodean a Alí, que todavía respira, y le descargan sus armas una y otra vez.

Fons, escondido, termina de cargar un revólver y sale en dirección a los bandoleros.

Se insinúan las primeras claridades del amanecer.
Maquinchao y su grupo trepan por las faldas de la quebrada.
La López y Salvatierra por la derecha hasta llegar a un repecho a media altura. Salvatierra se atrinchera junto a ella, que lo obliga a moverse hacia el interior a un apostadero mas alto, a pocos metros.
Maquinchao y Memé se cubren entre las rocas de la ladera de enfrente.
Maquinchao hace un gesto de cabeza hacia Memé y levanta el brazo señalando. Memé mira.
Fons llega hasta el primer parapeto ya rebalsado por los ban¬didos.
Memé aprieta los labios y asiente.

Clarmont se aposta un poco mas lejos entre unos riscos, en una curva que domina todo el primer tramo de la quebrada.

Los bandidos se acercan a pie, al trote por el llano. A medida que avanzan se van envalentonando y crece su velocidad y su desesperación. Se van agrupando al acercarse a la boca de la quebrada. Hacen una veintena de metros y empiezan a recibir fuego cruzado. Varios caen, otros se arremolinan, pero Souza Neves viene azuzándolos desde atrás, con Martín y los tres segundones.
Clarmont desde los riscos del fondo, y Fons desde la boca de la quebrada, les disparan también, por lo que reciben plomo desde los cuatro costados.
Van cayendo sobre la marcha.
Arremeten por la quebrada, disparando a derecha e izquierda.
Comienzan a ubicar el origen de los fuegos y sus disparos se con¬centran sobre la posición de la López y Salvatierra. La López recibe una herida en el hombro.
Salvatierra, fuera de si, les tira con furia exponiendo su corpachón. Los tipos disparan sobre Salvatierra que queda afuera de combate con dos heridas.
Fons apunta contra Souza Neves, que ya se ha colocado en el centro del grupo con Martín a su lado, ladrando ordenes y enar¬bolando su sable. Fons dispara tratando de acertarle, pero varias figuras se le interponen, cayendo dos de ellos a causa de los disparos.
Otros se desploman por el camino y ya solo queda poco más de una docena. Fons, desfalleciente y empapado en sangre, los per¬sigue disparando.
Clarmont baja a dos mas. Maquinchao se queda sin balas. Desciende la ladera a los saltos como un animal montañés.
Recoge un Winchester, dispara varias veces y vuelve a agotar las balas. Ataja a uno que corre enloquecido tratando de no perder pisada al grueso. Lo voltea de un culatazo. Lo remata de dos culatazos más.
Fons pasa persiguiendo a los últimos que huyen. Rebasan a Clar¬mont que sigue disparando contra el grupo que se aleja. Nueve hombres huyen.
El oficial arroja su sable a un costado para correr mas rápido. Ya va entre los primeros.
Fons se planta en medio de la quebrada y vuelve a gatillar. Cae otro mas. Fons se queda sin balas pero sigue gatillando en falso. Todos los sonidos y sus ecos se han desvanecido y solo se escucha el clac clac del revolver de Fons, parado y gatillando una y otra vez en medio de la quebrada. Con el rostro desencajado y bañado en sangre, de pronto cae de rodillas en el suelo polvoriento.

Amanece. Memé llega junto a Fons. Esta agitada, hipa entrecor¬tadamente y tiene la ropa desgarrada y raspones en el rostro. Se arrodilla junto a él y lo abraza. Pone la cabeza del capitan sobre su pecho. De repente la aparta y se pone a besarle la cara, el pelo, la nuca, la frente. Vuelve a abrazarlo y vuelve a be¬sarlo, contenta, angustiada, fuera de sí.






Clarmont viene por la quebrada con el Winchester en la mano y la pistolera baja, con andar cansado, rengueando. Se sienta a pocos pasos y se pone a recargar el Winchester sacando balas de su bol¬sillo, una a una.
La López viene bajando y ayudando a Salvatierra, que sangra del hombro y el pecho, y se mueve con dificultad.
Ayúdenme, se me esta yendo dice angustiada la mujer.
Fons va hacia ellos, seguido de Memé.
No me aflojes, Salvatierra le susurra la López con dulzura. Que no se diga que no me servís para nada.
El hombretón saca fuerzas y se yergue un poco, picado en el amor propio. Fons y Memé llegan junto a ellos. El capitán ayuda a Sal¬vatierra a sentarse en una piedra. La López se acomoda cerca y Memé se pone a auscultarle el hombro, preocupada.
¿Y el indio? dice la López.
Fons se encoje de hombros.
Cuando terminaron los tiros estaba vivo insiste la López.
El hombre ya hizo bastante se resigna Fons, echando una mirada al estado de Salvatierra.
Lo mataron a Alí le informa Fons a Memé, mientras venda las heridas de Salvatierra. No pude llegar a tiempo.
¿Y que podías hacer? Quiso pararlos él solo, el loco.
De inmediato gira la mirada en dirección al parapeto, donde quedo el cuerpo del turco. Deja a Fons con la palabra en la boca y em¬pieza a caminar hacia ahí.
Se fueron dice la López clavando la vista en el capitan.
Fons la mira.
Los que mandan. Se fueron para el desierto le dice la López.
Ambos siguen mirándose a los ojos. Fons asiente en silencio. Clarmont se echa la correa del Winchester al hombro y saca el re¬volver. La canana del cinto está vacía. Saca unas balas del bol¬sillo y empieza a recargar el arma.
Cinco minutos para tomar agua y recargar munición ordena de pronto Fons, y empieza a caminar hacia el interior de la quebrada. Hay cadáveres por todos lados. Fons pasa junto a un par de hombres malheridos que se arrastran intentando alejarse y, al verlo aproximarse, le dirigen miradas desesperadas. Fons no les presta atención. Se agacha y agarra el sable que quedo tirado.
La López, con fiereza, se pone de pie de inmediato.

Memé llega hasta el parapeto donde yace el cuerpo del turco, criado a balazos. Se arrodilla a su lado y saca un papel del bolsillo. Es el recibo del Banco de la Provincia. Conmovida, pone el papel sobre el pecho todavía sangrante.
Tomá, turco. Yo tampoco lo voy a necesitar le dice.
Se queda un momento inmóvil, como tomando conciencia de sus propias palabras. De pronto se pone de pie y se vuelve hacia la quebrada.

Fons da un par de sablazos cansados al aire, como para sopesar el arma, y regresa unos pocos pasos con el arma en la mano. La López termina de recargar una carabina.
Vamos, López dice el capitán, por toda arenga. Vos esperanos acá le ordena a Salvatierra.
Salvatierra ve a la López dispuesta a irse.
López, ayudame a pararme le exige, como una orden.
La López va a contestarle, pero el grandote le dirige una mirada que no admite réplicas. La López obedece.
Fons lo mira interrogante.
Va tardar en doler fuerte le explica Sal¬vatierra, mientras la mujer lo ayuda. Yo de estas cosas sé.
Memé se acerca recogiendo un Winchester sobre la marcha.

Clarmont, que ha terminado de cargar su revólver, mete la mano en el bolsillo. Saca sólo dos balas y una moneda de oro. Mete las balas en la canana vacía, mira la moneda, mira a los otros, y ar¬roja la moneda a un costado con un suspiro de resignación. Se pone el sombrero de un muerto, acomoda el Winchester sobre el an¬tebrazo y la marcha tras el grupo que ya se aleja por la quebrada.






Maquinchao clava sus ojos en la boca de la quebrada, allá lejos. Su rostro está más insondable que nunca. Se escucha el agónico crepitar de las llamas y los ayes quejumbrosos de algún moribundo. Maquinchao, a caballo, sostiene a la mujer blanca, desmayada, cruzada sobre el lomo del animal. Da una última mirada, hace girar el caballo y emprende un galope corto, cruzando el campamento hacia las lomas.
Todo es desolación, humo de las carpas incendiadas, cadáveres, heridos que se arrastran. Maquinchao alarga el galope y deja atrás el campo de batalla. Se interna en el pastizal, ennegrecido y todavía humeante en algunos puntos, hasta perderse de vista entre las lomas.

Fons se seca el sudor de la frente con la manga, arrastrando una costra de sangre seca. Su ojos otean el espacio a su frente. Lleva el sable cruzado a la espalda, sostenido por un correaje improvisado. Un vendaje en el hombro le asoma de abajo de la camisa. Gira y echa un vistazo hacia atrás.
La López se para a su derecha, con la carabina terciada a la espalda y mirada fiera.
Salvatierra viene mordiéndose el dolor. Su brazo laxo sostiene, como si no le pesara, un fusil al que le ha atado con tientos un cuchillo a modo de bayoneta. Bajo la chaquetilla gris, vendajes enrojecidos sobre la piel.
Memé, con la camisa desgarrada, dos cananas cruzadas sobre los senos, aferrando un Winchester, pasa junto con Clarmont.
El francés se limpia la cara y sacude algo el polvo de la ropa, recobrando un destello de su elegancia. Su gesto es adusto, pero con la pistolera baja, el sombrero de ala y el fusil al hombro, pareciera que toda la situación le resultara ajena.
Memé se para junto a Salvatierra. Clarmont sigue, algo mas adelante, y se detiene a la izquierda de Fons.
Atrás de ellos, desde la loma en donde se encuentran, sus huellas marcan un sendero viboreante que recorre un gran tramo de desierto desde las sierras. El sol ya esta alto en el cielo.

Allá adelante, tras una suave bajada, se extiende transversal¬mente, cruzándose en su camino, una ondulación alargada y an¬gosta, de dorso aguzado, como la columna vertebral de un inmenso mastodonte enterrado. Más lejos aún, en terreno ya francamente plano, deformadas por la distancia, se ven las paredes grisáseas y derruidas de un par de ranchos de adobe, sin techo. Allá se mueven las pequeñas figuras de unos hombres inquietos tomando posiciones defensivas.

El francés mueve afirmativamente la cabeza, vaporando el esfuerzo y el resultado.
Los tenemos le dice a Fons.
Fons le dirige una mirada vaga y breve. Luego hacia el otro lado, a la López, que le hace un breve gesto de asentimiento.
Fons empieza a bajar la suave pendiente seguido algo atrás y a su derecha por la López. Salvatierra y Memé se ponen en marcha tras ellos. Clarmont se encoje levemente de hombros para sí y empieza a caminar también, hasta ponerse a la par de Fons.
¿Por qué no me dijo la verdad desde el principio? pregunta Fons sin mirarlo.
¿Quién se la dijo?
Fons levanta el mentón, señalando hacia adelante.
¿Y les creyó?
Fons no le contesta. Clarmont sonríe.
¿Si le hubiera dicho, me hubiese acompañado?
Fons no le contesta.
¿Y los vascos? le pregunta Fons.
De todos modos, cumplí con ellos afirma Clarmont. Seguro que éstos, no van a poder hacerles más daño.
Fons lo mira de soslayo. Clarmont le sonríe. Fons menea la cabeza.
Fue un gusto combatir a su lado le dice, a modo de despedida, Clarmont. Nos vemos en el infierno le corresponde Fons, mirándolo con simpatía.
Luego, el capitán vuelve la mirada hacia adelante, con resolución. Acaban de llegar casi al final de la trepada. Fons echa una breve mirada a Memé. La mujer, con el rostro tenso y agotado, al verse mirada, cambia a un semblante animoso. Luego dirige la vista a la López y a Salvatierra que, reconcentrados, esperan órdenes. Fons, pone cara al frente, da dos pasos y corona la altura.

Allá, a cuarenta metros, los ranchos en ruinas. El más cercano tiene casi todo su tramo de paredes derruido hasta media altura. Una de ellas se continúa en una pirca de piedras mal montadas, formando en conjunto una línea defensiva casi recta. Detrás de esa línea, están ellos. Son ocho, incluidos el oficial y el gaucho Martín. Bien apostados y con los cañones de sus armas asomando por sobre la defensa. Hacen unos últimos y breves movimientos, como para acomodarse mejor.

Fons permanece parado sobre el filo de la elevación.
¡Sargento López! ordena.
La López surge a su derecha aferrando su arma. Fons empuña su revólver y desenvaina el sable. La López hace un gesto haciendo avanzar a los otros. Salvatierra se ubica a su derecha. Memé y Clarmont a la izquierda de Fons. Clarmont se saca el sombrero de ala y lo tira a un costado.

Los apostados levantan los fusiles y apuntan.

Fons da un paso y respira hondo. Luego dos más. Memé lo mira con los ojos humedecidos. Fons avanza. Los otros empiezan a moverse. De a poco, los pasos se van transformando en trote.

Los apostados se miran de reojo y corrigen la puntería.

El trote de los atacantes se hace parejo y firme.

Los apostados tensan los músculos, aferrando los fusiles.

Fons avanza a la carrera enarbolando el sable. Los otros a sus flancos formando una cuña despareja y con las armas en ristre, como una carga de infantería. De la garganta de Fons crece un grito ronco y gutural, y los otros lo imitan con alaridos estridentes, aullidos, vociferaciones, bramidos de furia.

En ese momento estalla la fusilería. Clarmont recibe cuatro im¬pactos en el cuerpo, queda detenido en el aire y se desploma¬. Salvatierra corre dos pasos más. Recibe un impacto, gira sobre sí mismo y rueda por la arena. Fons y las dos mujeres abren fuego sobre la marcha.

Los defensores recargan y disparan. Por la izquierda, repechando una loma cercana, un jinete a toda carrera se abalanza sobre la línea de tiradores, aullando y revoleando una bola.
López recibe dos impactos y se derrumba como un árbol talado.
Fons y Memé la dejan atrás, corriendo y disparando.
Uno de los defensores recibe un tiro y cae hacia atrás, con un aullido.
¡Looopeeez! grita Salvatierra fuera de sí, poniéndose trabajosamente de pie.
Fons y Memé ya están a pocos metros de la defensa.
Desde atrás, Salvatierra, avanza tambaleándose, tropieza y vuelve a avanzar en una agónica carga a la bayoneta.
Uno le apunta a Salvatierra. Otros tres se incorporan, para enfrentar a los dos atacantes que se les vienen encima. Los dos restantes centran sus armas en ellos desde los flancos.
Un tiro de boleadoras se enrosca en el cuello de uno derrumbándolo sobre su compañero. Maquinchao carga a caballo por el flanco izquierdo tomando al grupo en enfilada.
Fons, ya junto al muro, recibe un golpe de culata de uno, mientras dispara a quemarropa sobre otro.
Maquinchao salta del caballo con un alarido sobre el que golpeó a Fons, lo derriba y se lanza sobre él, acuchillándolo.
Memé ve a Souza Neves y, sin dudar, le dispara varias veces. Lo hiere, pero recibe dos balazos y se desploma hacia atrás, golpeando contra el polvo. Fons salta el muro y descarga un sablazo sobre el cuello de un fusilero. El oficial retrocede trastabillando y cae.





El gaucho Martín le apunta a Fons con desesperación, pero Salvatierra, corriendo desde atrás, lo ensarta con la bayoneta. Martín cae de rodillas manoteando el muro.
Maquinchao se pone de pie, listo para atacar, pero todo ha concluido.
Dos tipos boquean en el suelo. Martín está contra el muro con los brazos abiertos y los ojos desorbitados.
La bayoneta le asoma por el pecho. Cuatro más están tirados, muertos.
Maquinchao y Fons buscan con la mirada.
Souza Neves, herido en un hombro, trata de escurrirse arrastrándose hacia el otro rancho.
Bajo la mirada de Maquinchao, Fons camina hasta él y le pone la punta del sable en el cuello. El oficial le dirige una mirada fija, inexpresiva. Fons, en cambio, le clava la vista con furia. Con la punta del sable lo obliga a incorporarse. Souza Neves lo hace lentamente, sin miedo, ni odio. Fons lo empuja a punta de sable hasta llegar junto al muro. Con un golpe de vista le señala un sable tirado en el piso. El oficial, inexpresivo, comprende y se agacha para recogerlo. En ese momento escuchan el galope de un caballo que se aleja. Fons busca con la vista. A espaldas del oficial, Maquinchao se pierde desierto adentro repechando la línea de las lomas. Mientras ese sonido se apaga, el murmullo de un redoble sordo de cascos de caballos crece a espaldas de Fons. El rostro del oficial toma una expresión soberbia.¬ El capitán gira la cabeza y echa una mirada hacia atrás. Una columna como de veinte hombres unifor¬mados se acerca al galope.
El oficial intenta cruzar a Fons de un sablazo. Fons, en un rápido movimiento, saca el revólver y le apunta. Souza Neves se paraliza con el sable en alto. Fons sostiene el arma, que tiembla. Souza Neves baja el sable y lo suelta. Fons levanta el revólver a la altura de la cara. Lo mira con odio. Va a disparar. De pronto, le descarga un culatazo de revés en el mentón. El oficial cae hacia atrás, golpea contra el muro y se desploma con todo su peso. Fons lo mira y tira el revólver a un costado.

La columna se acerca, aumentando en tamaño de manera. Ahora se ve claramente que es un pelotón de soldados con un ofi¬cial al frente. Mientras el sonido del galope crece, Fons gira la mirada para verlo venir, clava el sable en el suelo y recorre con los ojos todo el campo de batalla. Cadáveres junto al muro, el gaucho Martín con la bayoneta clavada. Un hombre muerto, con los tientos de las boleadoreas ahorcándole el cuello y los dedos crispados en el inútil intento de arrancárselas. Un herido se arrastra, enloquecido de terror, tratando de poner distancia hacia las lomas.
Mas allá del muro, en el llano que acaba de cruzar a la carrera, tres cuerpos tirados en el polvo. Clarmont esta tendido, inmóvil, con las piernas y los brazos flexionados, como una marioneta rota.
La López, y a su lado Salvatierra. El hombre se ha arrastrado hasta ella dejando en el polvo una huella de sangre.

Salvatierra tiene un brazo extendido y la punta de sus dedos al¬canzan a tocar los de la mujer. Ambos parecen inmóviles. Pero no lo están. La López boquea agonizante, con la mejilla contra el piso . Salvatierra le acaricia la punta de las uñas con el extremo de la yema de sus dedos.
En lo que parece su último esfuerzo, respirando agitado, le dice en un susurro:
López, quiero dormirse con vos.
Ella ya no puede contestarle. Sus ojos se han quedado clavados en la nada.
Otro lugar donde ir, no tengo... le dice el hombre, y deja de respirar.

Fons levanta la vista a la tropa que pasa entre los ranchos, en una nube de polvo.
El Mayor Ibáñez, con un brazo extendido, ordena detención,
¡Alto! grita el sargento Godoy.
El pelotón de veteranos se detiene en el acto.
El rostro de Ibáñez es de ira contenida. El de Godoy, in¬escrutable. Los soldados llevan los ojos a uno y otro lado del lugar, con estupor.
Fons se mantiene imperturbable.
Fons dice Ibáñez, como la conclusión de un largo proceso.
Luego desmonta. El sargento Godoy hace una seña a los soldados, y todos desmontan.
El sargento hace un par de señas a los hombres y todo el grupo echa pie a tierra.



Fons e Ibáñez tienen la vista clavada el uno en el otro. El sar¬gento los mira. Ibáñez camina hacia Fons con paso lento y firme, con el rostro desencajado de odio. Fons lo deja venir, impertérrito. Atrás del mayor, los soldados esperan en silencio. Ibáñez se planta a un paso de Fons, mirándolo a los ojos. Fons le sostiene la mirada.
¡A ver, cuatro tiradores! dice Ibáñez sin torcer la cara.
El Sargento Godoy ahoga una palabra y se da vuelta. Hace una seña. Cuatro hombres sacan carabinas de sus monturas y avanzan unos pasos, hasta ubicarse junto a él.
¡Sargento Godoy! ordena Ibáñez, manteniendo la vista clavada en Fons.
El sargento emprende un paso lento hacia los dos oficiales.
Tengo órdenes de fusilarlo donde lo encuentre. le dice Ibáñez a Fons, mordiendo y a la vez disfrutando las palabras.
Godoy, a sus espaldas, se estremece.
Razón de estado dice secamente Ibáñez adivinando la reacción del sargento.
Ibáñez recién gira para darle la cara al sargento. Con breve movimiento de cabeza le señala un muro cercano. De inmediato gira y vuelve a encarar a Fons, altanero. Godoy mira un momento a Ibáñez, escrutándolo, y luego a Fons. Indeciso, levanta la mano hacia el hombro del capitán, pero no llega a tocarlo. Fons lo mira. El sargento se detiene en el acto. Entonces Fons se dirige resueltamente hacia el muro. El sargento hace un gesto a los tiradores para que se ubiquen, y va tras Fons.
Recién entonces, Ibáñez gira para mirar hacia el muro.
Fons se pone de espaldas a la pared. Tiene ante sí todo el campo de batalla y el desierto circundante. Godoy saca un pañuelo del bolsillo y se lo muestra a Fons.
Termine de una vez responde Fons.
Godoy baja la vista, avergonzado. Pega media vuelta y retrocede unos pasos hacia el mayor. Se detiene a mitad de camino, a un costado de la línea de tiradores que esperan carabina en mano.
Godoy, ejecute la orden.
Lentamente, el sargento saca su revólver.
Todo se hace silencio. El más leve roce se escucha con perfecta nitidez. Godoy traga saliva. Los tiradores, armas en mano, lo miran inquietos. El resto de la tropa, junto a los caballos, con¬templa incomóda la situación.
¡Sargento Godoy! grita Ibáñez con firmeza. Cumpla la orden de ejecutar al reo.
Godoy mira a Fons allá, adelante, parado contra el muro, con el uniforme sucio, el rostro cubierto de sangre seca, la mirada segura.
El sargento se da vuelta lentamente hasta quedar mirando al mayor. Cierra los ojos un momento, meditando las palabras. Cuando los abre hay, en su mirada, dignidad.
Hay órdenes que no deben ser cumplidas, mayor -afirma sereno el sargento.
Un rictus de furia desencaja los labios de Ibáñez. Todo su cuerpo se crispa. Con paso firme llega junto a Godoy y le arranca el revólver de la mano.
¡El pelotón a mis órdenes! grita echando un vistazo a los tiradores. Preparen, armas.
Los tiradores se ponen en posición y cargan las carabinas.
¡Apunten! ordena, furioso.
Los tiradores, con la lentitud de la duda, se echan las armas al hombro. El sargento aprieta los dientes.
Los tiradores, firmes en su posición de tiro, revuelven los ojos, inquietos, pero no apuntan. Miran a Fons y al sargento, una y otra vez.
Ibáñez tiembla de furia.
¡Apunten! repite tajante.
Los tiradores siguen dudando. Uno de ellos tiembla. Otro mueve sus labios algo que parece una oración.
Ibáñez levanta su revólver. Los hombres se afirman apuntando. Uno de ellos cierra los ojos.
Godoy mira al mayor con odio y vergüenza. Ibáñez gira su arma apuntando a Fons.
¡Fuego! grita el mayor.
Fons levanta la vista con un gesto de orgullo.
Al estrépito del disparo el cuerpo de Ibáñez se desploma hacia adelante con un impacto en la espalda.
Ningún arma humea. Los hombres giran buscando el origen de la detonación. Se miran perplejos.
Godoy vuelve la vista también.

Poco más allá, está Memé. De rodillas, con el cuerpo ensangrentado, los codos haciendo apoyo en el muro y las manos aferrando un revólver. Todo su cuerpo tiembla. La mirada clavada en ese hombre contra el muro. Fons, allá, todavía sigue vivo. El rostro crispado se afloja y sus labios se estiran en una sonrisa. Cierra los ojos humedecidos y len¬tamente se deja deslizar por el muro, como si ya pudiera descan¬sar.
Fons corre hacia ella pasando entre el sargento y los tiradores, que le abren paso. Salta el muro y se arrodilla junto a ella. Memé está tirada en el suelo polvoriento. Una lágrima asoma de sus ojos ya muertos. Fons la toma de los hombros y la abraza con¬tra su pecho. Acaricia con su dedo áspero los labios aún son¬rientes. Da la espalda a sus camaradas y llora en silencio. Los veteranos de rostros curtidos bajan la vista, respetando su duelo.

Atardece. Fons, limpio y vendado, está acuclillado junto a una hilera de tumbas. Gira la cabeza y echa una mirada hacia el llano por donde cargó con su gente. El sargento Godoy se para detrás suyo, paternal. Fons vuelve la mirada hacia la tumba que tiene enfrente.
Va a tener que recomendar una condecoración para la sargento López dice Fons con tristeza.
Godoy asiente, entendiendo. Fons se pone de pie y lo mira .
Los soldados se preparan a partir. Los caballos, inquietos, ya están ensillados. Dos cabos traen a Souza Neves, con las manos atadas a la espalda.
Ahora es suyo. Tiene que llegar a Buenos Aires sin novedad.
El sargento lo mira interrogante.
Tiene que ser juzgado.
Cuando pasa frente a Fons, Souza Neves le dirige una mirada car¬gada de odio y resentimiento. Fons no se inmuta.
Primero en Buenos Aires. Después por sus propios supe¬riores termina explicándole al sargento.
Los dos cabos suben al prisionero a un caballo.
Fons vuelve a mirar hacia las tumbas.

Los soldados, al pie de sus cabalgaduras, se preparan a montar. Los cabos miran al sargento esperando órdenes.
El sargento no se atreve a hablar. Fons lo mira.
Tengo órdenes... musita Godoy, con un nudo en la gar¬ganta. ...de llevarlo a Buenos Aires, mi capitán concluye, respetuoso.
Fons sonríe, como estando de vuelta de todo.
El sargento se queda expectante esperando una respuesta.
De pronto, su rostro se transfigura en una mueca de alarma. Clava la mirada a espaldas del capitán, a lo lejos.
Los hombres se tensan, alertas, y sacan sus armas.
Fons lentamente gira sobre sí mismo, buscando con la mirada.
Allá, donde la planicie comienza a ondularse, una veintena de lanzas asoma tras el filo de una loma. Luego, a uno de sus flan¬cos, más y más lanzas coronan todo un sector de la línea de cres¬tas.
Los soldados se agrupan instintivamente, armas en mano, formando cuadro. Godoy retrocede unos pasos hacia sus hombres y les hace un gesto imperativo.
Nadie se mueva sin una orden les impone.
Con los brazos en jarra, Fons se queda mirando la larga línea de lanzas, contemplando la maniobra. Más lanzas aparecen cubriendo el otro flanco, hasta quedar todo el horizonte ondulante de las lomas, erizado de tacuaras.
A las espaldas de Fons, los soldados se tensan en la expectativa.
Fons sonríe y menea la cabeza.

Una lanza se adelanta desde atrás de las crestas, en el centro de la línea. El jinete, con trote brioso, corona la altura. La son¬risa de Fons se agranda. Maquinchao levanta la lanza sobre su cabeza.


Fons interroga al sargento con la mirada.
Bueno, puede quedarse, si quiere se resigna Godoy, observando de reojo hacia las lomas.
Fons menea la cabeza, sonriente.
No. Está bien, sargento trata de tran¬quilizarlo.
El sargento lo mira sorprendido.
Voy a ir con usted agrega Fons, poniéndose serio.
El sargento no sabe qué contestar.
Es mejor atina a responderle. El coronel lo va a saber valorar.
Sí, yo también. Hay un consejo de guerra que me está esperando.
Fons pega la vuelta y se encamina lentamente hacia los caballos.
Godoy hace una seña a la tropa y los hombres se aflojan. Fons llega junto a los soldados que lo miran con respeto. Un cabo le ofrece un caballo. Con el pie en el estribo, Fons lo mira al sar¬gento esperando la orden.
¡Todos a caballo! grita Godoy, satisfecho.
Los hombres montan al unísono.
¡Pelotón... en marcha! ordena el sargento taloneando su caballo para colocarse al frente de la columna.

Desde su caballo, Maquinchao contempla la tropa que se aleja repechando la suave pendiente.

La columna corona la loma y Fons detiene su caballo. La formación va desapareciendo tras la altura.
Maquinchao permanece inmutable. Gira la vista. Más abajo, detrás de la loma, un capitanejo rodeado de varios lanceros levanta la mirada hacia Maquinchao. Maquinchao hace un gesto levantando la lanza. El capiteanejo gira su caballo y los jinetes rompen la formación. La figura de Maquinchao se entrecorta por el paso ininterrumpido de un grupo numeroso de lanceros.
Fons hace dar un par de pasos a su caballo pero de pronto lo frena. Gira la vista y la clava en la loma de enfrente.
Por detrás de Maquinchao, las lanzas van desapareciendo.
Fons hace dar un par de pasos su caballo desandando el camino, como queriendo detener la partida.
Maquinchao sonríe.
Fons sonríe.
Ya no se ven lanzas en las crestas. La mujer blanca embarazada surge desde detrás de la loma y se acerca hacia Maquinchao. Maquinchao clava la lanza en el piso y sube la mujer al caballo, sentándola de costado delante suyo.
Fons, entonces, levanta la mano, la sostiene un instante en el aire, la baja y hace girar su montura con un golpe de talones.
Maquinchao sigue plantado a caballo, con su mujer. Allá lejos, Fons desaparece tras el filo de la loma. Maquinchao tira de la rienda haciendo girar, a su vez, a su caballo. Desaparece loma abajo en dirección opuesta, dejando el campo vacío. La lanza queda clavada en el piso, cimbreante al viento.

Sobre el campo vacío entre ambas lomas aparece el siguiente texto:

Ignacio Fons, con el grado de coronel al mando del Fuerte Napalpí, murió el 13 de febrero de 1880, resistiendo el sitio de las huestes tobas del cacique Cambá. Post mortem fue ascendido a general de la Nación.

El cacique Maquinchao murió comandando una carga del ala derecha de las tropas de la Confederación de Salinas Grandes al mando del cacique Calfucurá, derrotadas en la batalla de San Carlos, el 8 de marzo de 1872.

El hijo mestizo de Maquinchao sobrevivió a los últimos combates de la Conquista de la Patagonia. No tuvo descendencia.

Fin.































































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